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Y éste era el asiento del pueblo de los mambetu. Y luego supe que de los tres pueblos mambetu, aquel de Boro-Boro era el más chico pero que, por haber sido en los tiempos antiguos el origen de los otros dos, su Rey tenía más potestad sobre los suyos, como entre los reyes de la Cristiandad la tiene el Papa. Y por las señas que vimos parecía que los del pueblo estuvieran de todo asalto descuidados aunque algunos guardas que en el campo estaban corrieron luego a dar aviso de que llegábamos. Y con esto dispuse yo a los hombres en buena ordenanza y celada para que no fuéramos notados cuántos éramos, y luego mandé a dos negros con el Negro Manuel a dar parla de que yo esperaba a Boro-Boro. Y al rato vinieron con aviso de que Boro-Boro vendría con los notables de su pueblo y traería a Inesilla. Y el Negro Manuel nos dio parla detallada de cómo quedaba dispuesto el pueblo y que en él se veían por lo menos quinientos hombres que pudieran tomar armas y que a la otra parte el río hacía una revuelta y casi lo abrazaba. Y a la hora de más calor vimos venir a un grupo de treinta o cuarenta negros, con muchos quitasoles de palma y lanzas, fuertemente armados, y adargas blancas pintadas, por las que pasan los pasadores de las ballestas como si de papel fuesen. Y Boro-Boro era joven y no tan gordo como su padre y venía puesto sobre silla de cañas y dos negros desnudos le daban sombra con un palio de hierbas. Y a menos de un tiro de ballesta mandó parar la silla cuidando que estaba en salvo, y pararon todos. Y yo miré a Villalfañe y vi que estaba atento, detrás de mí con la trompeta preparada para dar aviso a la ballestería que por toda la linde quedaba derramada y oculta. Y yo alcé las manos en señal de paz y Andrés se adelantó unos pasos y viendo que Inesilla estaba delante de los negros con un niño chico en brazos, luego la llamó a grandes voces que no tuviera miedo y que viniera para con nosotros.

mas ella se abrazó al niño y dio la espalda y parecía que se quería meter entre los negros, pero ellos cerraban adargas delante y se lo estorbaban. Y todos vimos que no estaba atada sino que en su enajenación había perdido el seso y verdaderamente no quería volver con nosotros por su voluntad. Y viendo esto, fray Jordi, que hasta entonces nunca me pareciera hombre valiente para los peligros de las armas, se adelantó solo y fue caminando con los brazos abiertos a donde los mambetu e Inesilla estaban y allí se estuvo largo rato platicando con ella, con una mano puesta en su hombro y a veces la bajaba para acariciar la cabeza del niño, que Inesilla tenía fuertemente contra su pecho. Y al cabo de una gran pieza, tornó fray Jordi para nosotros mirando muy conmiseradamente a Andrés de Premió y yéndose a él le explicó que Inesilla se había casado con un negro mambetu y que había tenido un hijo de él y que no estaba en su juicio y porfiaba en quedarse a vivir entre los negros antes que seguir errando con nosotros en pos del unicornio y que decía que ya tenía pasado mucho sufrimiento y vista mucha miseria y mucha sangre y antes quería quedarse a vivir la vida con su hijo en tierra de infieles que volver a vestir sayas y comer en manteles en tierra de cristianos y que mandaba decir a Andrés que la perdonara y que siguiera adelante y que la olvidara pronto y que ella más bien se quedaba queriéndolo como a hermano que como a marido. Y al oír esto se demudó Andrés y dio un alarido grande como si le arrancaran el alma y quiso correr para donde Inesilla estaba, mas yo mandé al Negro Manuel y a otros dos que lo agarraran y lo tiraran al suelo y le estorbaran moverse hasta que fuera calmado de aquella porfía. Y mientras veía debatirse tan tristemente a Andrés reflexioné que para sacar a Inesilla de entre aquellos negros tendría que ser por la fuerza. Mas otra ocasión de desbaratarlos y matarles su Rey y a muchos buenos guerreros no se me iba a presentar más adelante si los dejaba volver luego a su pueblo y hacer sus previsiones para la guerra y defensa. Y con esto me volví a Villalfañe y le hice seña y Villalfañe se llevó la trompeta a la boca y dio el toque de combate que se dice a degüello y los ballesteros que ocultos estaban luego se alzaron de entre las matas y tiraron. Y Boro-Boro recibió más de seis virotes en el pecho y dio en tierra muerto y los suyos quisieron huir y algunos lo consiguieron, mas los más de ellos cayeron heridos de pasador o de flecha o de cuchillo en el alcance que los nuestros les daban con grandes gritas de: "¡Enrique, Enrique, Castilla, Castilla!" Y los negros que pudieron escapar de la muerte luego se encerraron en el pueblo y atrancaron las puertas, donde al momento los que quedaban dieron gran grita y sonar de tambores. Y luego yo hice que dejaran libre a Andrés y él corrió a donde quedaba Inesilla, que seguía abrazada al niño, entre los negros muertos, sin determinarse a huir. Y cuando ya Andrés se le acercaba, ella salió de su pasmo y tomó el cuchillo de uno de los que habían caído y degolló al niño y luego se degolló ella tan acertadamente que cuando Andrés se llegó a socorrerla ya tenía los ojos turbios y estaba fuera de seso. Y detrás de Andrés llegó fray Jordi, llorando mucho de sus ojos como nunca se viera, y le dio los óleos ya muerta y bautizó al niño con una cruz de saliva en la cabecita tiñosa. Y éste fue el fin de Inesilla, que tantas lágrimas, tantos días, nos trajo a Andrés y a muchos de nosotros que bien la queríamos.

Mas en aquel momento no curé yo por lo que a Inesilla acaecía sino que, viendo que luego podría venir sobre nosotros aquella copia de negros que en el pueblo quedaba, dispuse que, puesto que el viento estaba encontrado, le diéramos fuego a los pastizales alrededor de las casas y algunos negros de los nuestros lo hicieron y otros fueron a tirar fuego por encima de la cerca del pueblo, a los techos de las chozas, en lo que murieron cuatro de ellos, de las flechas que espesamente nos tiraban los de adentro.

Mas luego ardió el pueblo con grandes y espesos humos que querían tapar el cielo y nosotros quedamos cerca de las puertas y cuando algún negro salía por ellas, por escapar de las llamas, le tirábamos con pasadores y flechas.

Mas salieron pocos porque los más quisieron escapar por el lado del río, cruzándolo, donde murieron muchos, que luego encontraríamos podridos, hinchados y medio comidos de aves, flotando aguas abajo en los otros días que siguieron a aquel tan triste.

Y nos entró la noche con el pueblo ardiendo como tizón y echando grandes pavesas al cielo. Y yo, por excusar daños, mandé que la gente se retirara a media legua de allí, donde había un cerrete con árboles muy a propósito para acampar defendidamente. Y así nos retrajimos llevando el cuerpo de Inesilla y el de su hijo, y a la mañana siguiente le dimos devotamente sepultura después que muchos se quedaran velándolo con Andrés y rezando las preces y oficios que fray Jordi le hizo. Y le cantamos responso y los enterramos juntos en un hoyo y amontonamos piedras encima para que no vinieran fieras a escarbarlos y luego plantamos una cruz de madera. Y esto así acabado y concluido pensamos partir de allí con grandes marchas, por temor a que luego los que escaparon del pueblo dieran aviso a los otros pueblos mambetu, que en viniendo con muchas gentes ayuntadas contra nosotros no los podríamos resistir ni vencer y pereceríamos todos. Y al otro día, que pasamos ligeramente cazando y juntando de qué comer, que fue bien poco por la mengua de la temporada, partimos por el lado de Mediodía, aguas abajo del río, y antes de una semana pasada nos apartamos de él y fuimos dejando el yerbazal llano y nos fuimos metiendo por donde más espesos se veían los árboles. Y así gastamos un mes, yendo siempre a Mediodía, viendo poco el sol, de tan espesa y alta que era la arboleda, y caminando muy dificultosamente, no más de dos o tres leguas cada día, porque a cada paso habíamos de cortar tallos muy gordos y rodear zarzales y salvar espesuras y barrancos. Y los hombres rodaban por el suelo de no ver dónde ponían el pie. Y sufríamos muchos quebrantos y estrecheces pues, aunque llevábamos las cabezas liadas en trapos y vendas, por librarnos de las picaduras de los muchos mosquitos y tábanos y moscas que aquellas sombras crían, luego el calor y los vapores nos ahogaban y en queriendo tomar aire, picaban los mosquitos y se metían por la boca y las narices y aquejaban los ojos y las manos y al cabo de unos días todos llevábamos las caras muy bermejas e hinchadas y los ojos legañosos y purulentos y habíamos tan gran mengua y lacería que luego pensábamos morir allí sin salir otra vez donde yerba y sol hubiese. Y habíamos de beber en charcos malolientes aguas podridas donde se criaban los canutillos de los mosquitos que luego en el vientre ofendían. Y a cada paso topábamos fieras serpientes de las que durante muchos días hubimos de comer carne cruda pues tampoco había apaños para encender fuego ni cosa que ardiera en aquellas umbrías que todo era verde y mojado y rezumaba agua y malos humores. Y así la voluble Fortuna nos iba haciendo beber de sus amargos brebajes y gustar de sus viandas amargas. Y en aquel trance murieron de calenturas dos ballesteros y cuatro negros. Y de no haber sido por la ciencia de fray Jordi, luego hubiéramos perecido todos. Pues él, con su mucho mirar e ir tomando yerbas y hojas y majoletas, vino a averiguar que había unos escaramujos azules a los que los mosquitos y tábanos nunca osaban acercarse. Y luego cogió un puñado de los dichos escaramujos y los machacó en su morterillo y con un poco de barro que del suelo tomó hizo una pasta que luego se untó por la cara y las manos, con lo que quedó más negro que los propios retintos. Y hubiera sido de grande risa verlo así, si allí no estuviéramos tan flacos y quebrantados y tan sin ganas de reír. Y luego que llevó por espacio de un rato aquella untura notó que ya no lo ofendían los mosquitos, de lo cual todos hubimos gran regocijo y sin hablar palabra, como de un acuerdo, pasamos gran rato buscando aquellos escaramujos y cosechándoles las bolitas azules y se las traíamos a fray Jordi y él las iba majando en su mortezuelo y nos íbamos untando los cueros con el ungüento salutífero, puestos todos en el traje en que nos parieron, y con esta industria pudimos pasar adelante sin que nos estrecharan más los tábanos y mosquitos, sólo que cada tres o cuatro días la untura perdía su virtud y había que untarse otra nueva. Y así seguimos días sobre días y la arboleda no se acababa nunca sino que antes bien nos parecía que se iba espesando.