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Quince

Después de dos meses que salimos del lago del Niño Jesús volvimos a topar con un río que venía de Poniente y torcía al Mediodía. Y a éste llamamos río de la Esperanza y muy alegremente lo seguimos porque ya el terreno iba siendo más amable y casi cada día podíamos ballestear carne, aunque fuera poca, y volvía a haber árboles de fruto, con lo que íbamos más contentos y el camino se nos hacía más llevadero. Y siguiendo este río otro mes vinimos a salir a un llano grande, más grande que todos los que teníamos vistos hasta entonces porque en él se perdía la vista a lo lejos y no se acababa y por parte alguna se veían montañas como no fuera las que dejábamos atrás. Y el aire era tan delgado y tan fino y tan sin nieblas que bien se podía hacer el ojo a ver a muchas jornadas de distancia sin estorbo alguno. Y a los dos o tres días de caminar por esta plana, entre los grandes yerbazales, hacia el Mediodía, topamos con el animal más maravilloso que imaginarse pueda y algo asombroso de ver. Y este animal tiene en todo la forma y hechura de un venado y cuatro patas y el color pardo y la cabeza chica y apuntada. Mas las patas las tiene luengas como tres veces las del venado y el pescuezo lo tiene luego como dos hombres puestos uno encima del otro. Y con este pescuezo alcanza a comer los brotes tiernos y frutos de arriba de los árboles.

Y es animal muy espantadizo y de poco corazón, que en sintiendo ruido luego da en correr con aquellas sus lenguas patas y el pescuezo lo va echando para adelante y para atrás como si repartiera su gran peso por no abocinarse y perder carrera. Y estos ciervos del pescuezo largo no se están nunca solos, sino que van en manadas de quince o veinte y en esto también se parecen a los nuestros. Y la cuerna la tiene más chica que sólo traen dos cuernos, cortos más que las orejas, y muy romos de punta así como los del caracol. Y con estos cuernos no atacan ni se defienden. Y la mejor carne y más fina y más sabrosamente especiada que comimos desde que entramos en el país de los negros fue la de estos ciervos cuando cazamos uno y lo ballesteamos y con sólo el pescuezo comimos los treinta hombres que aún quedábamos, entre blancos y negros.

Y después que salimos del yerbazal al llano, anduvimos sin obstáculos hacia el Mediodía y no hubimos de desviarnos más que dos o tres veces buscando vado para cruzar algunos ríos chicos que se nos atravesaban. Y los dichos vados eran buenos y estaban muy señalados de pasarlos las manadas de ciervos y cabras, mas no había rastro de negros fuera de algunas candelas viejas que topamos, hechas de piedra todo alrededor y ya sin ceniza ni señal de lumbre nueva. Y con esto llegó la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo y la pasamos acampados al lado de un río mediano y solazándonos mucho y cazando con facilidad y criando grandes panzas, y en quedando allí tiempo, los negros levantaron chozas y cocieron ollas con las que poder guisar y las negras, que dos iban con nosotros, salían por granos parecientes a la cebada y los molían entre dos piedras con lo que volvimos a tener una poca harina para hacer tortas, si bien menguada y pobre y amarga. Mas los hombres se contentaban con poco después de las grandes fatigas y desventuras pasadas atrás. Y las dos dichas negras eran voluntariosas y aunque habían maridos entre los negros que con nosotros venían, y luego se daban gentilmente a los otros que con ellas querían yacer. Y éstos fueron todos menos Andrés de Premió, el cual no dejaba de suspirar cada noche acordándose de su desventurada Inesilla, y fray Jordi que no miraba para mujer, y yo que, a las vueltas de todo lo pasado, ya no pensaba en Gela más que unas pocas veces y tornaba a soñar que un día volvería a mi señora doña Josefina y habríamos paz y felicidad en nuestra vejez ya que no la hubimos en nuestra juventud. Y solía, al caer la tarde, irme donde más espesa la yerba fuera y tumbarme en ella como en almohadón de lana y mirar cómo iban saliendo las estrellas y cómo se iba levantando la luna, que en el país de los negros es más grande que en otros sitios, y cómo las bandadas de aves cruzaban el cielo tan grande mientras yo rumiaba lo que habría de ser mi vida con doña Josefina y las mercedes que el Rey nuestro señor nos haría por nuestro gran servicio y cómo mandarían a mi señor el Condestable que me diera una casa buena de piedra, con patio y pozo y huerta. Y yo plantaría tres parras en la puerta y una fila de hospitalarios cipreses, y tendría melocotones y otros árboles viciosos y muchas higueras y vides donde hacer mi propio vino, y tierra calma de pan llevar y un palomar con tres piqueras donde zurearan los palomos despulgándose de mañana cuando yo saliera con mis perros a cazar. Y otras veces me imaginaba yendo con mi señor el Condestable y con los armados de los concejos de la ciudad y poniéndonos en acecho y celada contra los moros de Arenas les cobrábamos aquel castillo, del cual tan grandes ganas había mi señor el Condestable. Y luego él me nombraba su alcaide y venían moros de Granada a quitármelo, mas yo valerosamente lo defendía y recibía una herida de pasador que me calaba el brazo, mas, aun así, seguía defendiéndolo animosamente. Y cuando peor andaban las cosas me imaginaba un socorro del Rey en persona y los moros que huían.

Y el Rey se llegaba a mí y me abrazaba y me ponía al pescuezo cadena de oro de mucho precio. Y los envidiosos que con él venían, cuidando de que hallarían el castillo perdido, se morían de rabia al ver en qué privanza me tenían mis señores por mis buenos hechos. Y luego me imaginaba sobre honrado rico y metido en muchos excesivos comeres y beberes, en yantares y cenas y placeres, comiendo y bebiendo ultra mesura y mi mesa bien abastada de capones, perdices, gallinas, pollos, cabritos, ansarones, carnero y vaca, vino blanco y tinto, y frutas de diversas guisas, y como Job dice que los días del hombre breves son, así yo los pasaría placenteramente con mi señora doña Josefina, muy horro y rico y libre de cuidados. Y en estas ensoñaciones se me entraba la noche y arreciaba el frío y yo levantaba mis punidas carnes del suelo y quedaba sentado y miraba por mis manos llenas de pellejos y asperezas y cicatrices y mesaba mis barbas ásperas y ya grises y blancas y mi cabeza que se iba despoblando de cabellos y mi boca que se iba deshabitando de dientes. Y me palpaba los brazos y las piernas, menos fuertes que antes, y temía que el país de los negros fuera la tumba de mis sueños y el enterramiento de mi juventud, que ya lo estaba siendo. Y con esto, sin perder mis esperanzas, mas temeroso del incierto mañana, me ponía en pie y me iba volviendo despacio a donde las chozas estaban.

A los veinte días de enero vinimos a topar nuevamente con hombres negros a las orillas de un río caudaloso que venía de Poniente. Y estos negros se llamaban los tongaya y hablaban otra lengua, de la que algunas palabras eran entendidas por los que con nosotros iban. Y los dichos negros eran menos retintos que los otros que teníamos vistos y muy altos a maravilla, que a todos nos sacaban casi un palmo, y de miembros muy largos y gráciles, así las piernas como los brazos, y de grandes pies con el talón muy salido en demasía. A lo que fray Jordi hizo notar que desde que estuviéramos en la tierra de los negros sólo vimos pies de mucho talón y que esto era porque los negros estaban más aparejados que los blancos para saltar y correr sin cansarse, lo que comúnmente notamos ser verdad. Y estos tongaya solían bailar al son de tambores de madera de muy ronco sonar y daban grandes saltos hacia arriba con los pies juntos y los brazos pegados al cuerpo, y el que dellos más saltaba se tenía por más listo y hábil que los otros. Y los jóvenes siempre venían con venablos finos, tres o cuatro cada uno, en manojo, que diestramente lanzaban para cazar y jugar. Y en viendo tales destrezas luego torcimos el gesto por si alguna vez las habían de emplear con nosotros. Lo cual nunca hubo de ocurrir porque eran gente muy pacífica y entregada al armonioso vivir y, como no pensaran que la tierra fuera suya, luego nos dejaron aposentarnos cerca de ellos, en el río arriba. Y cada día nos hacíamos mutuas visitas y cuando nos sobraba cerne de la que ballesteábamos, luego se la dábamos a ellos y ellos nos daban harina y grano del que tenían y aun collares de dientes y otros abalorios con que gustan de adornarse menudamente. Y fray Jordi amistó con el curandero dellos, como otras veces hiciera con otros negros sabedores de hierbas y raíces, y a menudo salía a buscarlas con él, siempre en compaña del Negro Manuel.