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Y acaeció que un día estábamos descansando en la hora de más calor cuando oímos una gran grita de negros y nos asomamos a ver qué pasaba y vimos a tres guardas negros con gorros de palma en las cabezas que iban en pos de otro que velozmente huía monte arriba. Y el que escapaba iba tan en cueros como su madre lo echó al mundo y los otros llevaban taparrabos y aunque tenían venablos en la mano y llegaban cerca dél no le tiraban porque querían cobrarlo vivo, en lo que entendimos que sería esclavo huido. Y como más negros no se veían venir por allí, fuimos de un acuerdo de socorrer al que escapaba con lo que armamos las ballestas y nos acercamos a los guardas por entre las matas y peñas, con gran recaudo y celada, y, cuando estuvieron a tiro, les mandamos a cada uno su virote de lo que murieron luego. Y el que huía, viendo que le hacíamos merced, dejó de correr y se vino a nosotros temeroso y luego se tiró al suelo de rodillas y se echaba puñados de tierra y hojas en somo de la cabeza, que es señal de sometimiento y humildad entre los negros. Y luego yo le dije al Negro Manuel que lo alzara y el otro, que nunca gente cristiana viera, abría mucho los ojos como si estuviera soñando, a la blancura de nuestros rostros y a las barbas luengas que traíamos que, aunque blanqueaban ya, todavía eran algo bermejas. Y luego el Negro Manuel le dio parla de quiénes éramos y él le dijo en su media lengua, que aún toda no entendíamos, que había escapado de una mina de oro que se llamaba Samori y que se había venido a las montañas cuidando juntarse con algunos negros huidos de los que en las espesuras vivían y se hacían bandidos. Y que los dichos bandidos tenían por jefe a uno que había sido esclavo y que se llamaba Tumbo. Y el dicho Tumbo le hacía muy cruda guerra a las gentes del Rey Monomotapa, matándoles los guardas y robándoles las viandas y el oro. En esto le dimos a comer al negro y él volvió a donde dejaba los muertos y les tomó ciertas ropas y un par de venablos y se fue sin volver la cara, dando muestras de mucho desagradecimiento y mala crianza. Y nosotros no nos demoramos más que lo justo para arrancarles los virotes a los cuerpos yacientes de los muertos y luego seguimos a buen paso por excusar encuentros con gente más fuerte si luego los mandaban a buscar a los que habíamos matado.

Y después de aquel suceso anduvimos otros pocos días sin llegar a parte alguna hasta que cierta atardecida vimos sobre nosotros, bajando del monte, de más alto de donde estábamos, a tan gran copia de negros armados que parecía que salieran como escorpiones y arañas de debajo de las peñas. Y sin decirnos palabra ya nos tuvimos por gente muerta. Mas luego vimos que el que venía delante de ellos y parecía su mandamás levantaba los brazos haciéndonos señal de paz. Y los otros no traían los venablos terciados como a batalla y no se retraían de nuestras ballestas sino que caminaban muy francamente en derechura a donde estábamos, sin recelo ni prevención. Y después vimos cómo delante de ellos venía aquel negro que salváramos los días pasados y él se reía y movía mucho los brazos por qué lo conociéramos y daba voces que era él. Y con esto notamos que aquéllos serían los bandidos que decía que iba buscando y ya sin reparos nos llegamos a ellos y el que venía delante se tocó el pecho y saludó y dijo que era Tumbo, a lo que yo respondí diciendo mi nombre y ya quedamos amistados. Y luego bajamos con ellos al llano y anduvimos dos leguas un barranco arriba, camino el más estrecho y fragoso del mundo hasta que vino lo oscuro y se hizo de noche y dormimos sin encender fuego. Y a otro día de mañana Tumbo dijo que él nos ayudaría a llegar al mar y viendo que no había malicia en él y que conocía aquella tierra, luego nos dejamos guiar por él.

Y a otro día mediado llegamos a una montaña apartada y cubierta de espesa arboleda y tomamos el camino pedregoso de una torrentera y de vez en cuando veíamos negros armados que eran los guardas y velas, en lo que conocimos que estábamos llegando a donde Tumbo tenía su posada y pueblo. Y casi en lo alto de la montaña topamos con algunas chocillas y cuevas debajo de los árboles de las que salían mujeres con las tetas al aire, como las negras suelen ir, y daban muchos gritos y saltaban y hacían alegrías de ver volver a sus negros sanos y rientes. Y luego se vieron viniendo detrás de nosotros y con ellas gran copia de niños chicos y grandes, todos en sus cueros, con mucha curiosidad y algarabía y éstos se llegaban a mesarnos los cuerpos y las barbas por la novedad.

Pero Tumbo se volvió luego y dio un bufido y los espantó a todos, más por alardear y enseñarnos su mucho mundo que por excusarnos de la molestia que nos hicieran. Con lo cual seguimos subiendo hasta una cueva grande que se abría en somo de las peñas, dentro de la cual había otras chozas y corrales de palos. Y allí se criaba aprisco de cabras y había muchas talegas de harina encima de unas tablas que al verlas nos dieron conformidad a nuestros corazones porque hacía más de un mes que no catábamos harina. Y luego salieron mujeres y estuvieron guisando muy bien de comer y fuimos muy bien servidos así de carnes y conservas como de otras muchas frutas verdes y secas, cuantas según el tiempo se pudieron haber. Y nos aderezaron buena posada en una choza de aquellas. Y en un aparte vino a mí Andrés de Premió, que a mi lado se sentaba, y dijo: "Paréceme que debiéramos darle alguna ballesta al retinto éste, porque no hace más que mirarlas y pienso que acabará por pedírnoslas". Lo que yo tuve por de muy buen juicio y acuerdo porque dándoselas de nuestro grado lo obligaríamos más a hacernos merced.

Con lo que tomando dos ballestas regulares se las tendí a Tumbo y él las recibió como niño con nido de tres huevos y casi se le saltaban las lágrimas del gozo que le daban y se llevaba muchas veces las manos al pecho para mostrar gratitud por la merced y tornaba a reír mostrando sus dientes muy pulidos y grandes, como de caballo. Y con esto era de despierto ingenio y no lerdo, de allí a tres días ya estaba hecho regular ballestero. Y después de aquello no nos quedaban más que nueve ballestas buenas que eran más que bastante para los seis cristianos que podían servirlas.

El pupilaje de Tumbo nos llegó a la Navidad, que allí es en tiempo de muy recias calores y que pasamos muy tristemente acordándonos cada día de los trabajos y fatigas pasados y de los hombres que habíamos ido dejando atrás y muy señaladamente de fray Jordi que otras veces por este día nos hiciera misa y sermón y nos diera de comulgar. Y nosotros siempre muy devotamente habíamos celebrado el Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo.

Y los días que vinieron después fueron de grandes lluvias y se levantaron espesas nieblas y pudimos salir poco de la cueva y allí estuvimos reponiéndonos bien del tasajo de cabra que comíamos y de las tortas de harina que las mujeres venían a hacernos y fuimos soltando la parla con Tumbo y con los otros negros, de todo lo cual vinimos a saber que en las tierras de allá enfrente hasta el mar vivía la gente de Monomotapa. Y el dicho nombre quiere decir en la lengua de los negros "el amo de las minas de oro". Y este Rey no era siempre el mismo porque en estando siete años, luego lo mataban y ponían a otro y esto era porque el Rey tenía que ser siempre vigoroso y joven pues de lo contrario creían que el oro de las minas vendría a menos y habría mengua de cobre y de marfil y de todas las otras mercaderías que vendían a los moros. Y pensaban que la prosperidad del reino dependía mucho de la de su Rey y señor. Y a esto y a otras cosas nos maravillábamos mucho y fingíamos que eran de gran razón mas luego, en nuestras hablas y juntas secretas, sacábamos en limpio que los cuatro pueblos grandes que por allí vivían tenían el acuerdo de que cada uno labraba las minas y todo lo demás de la tierra por siete años. Y al cabo del plazo mataban al Rey para poner otro de pueblo distinto. Y de esta manera habían acordado sucederse en la prosperidad de la tierra y en paz y armonía y mientras cada pueblo procuraba sacar el provecho de las minas para tener, llegado el momento de dejárselas al siguiente Rey, de qué comer y vivir el tiempo de la estrechez. Y los otros tres pueblos de muy buen grado cuidaban el sosiego del reino y que no faltaran los esclavos. Y perseguían a los que escapaban y les daban muy crueles tormentos al que tomaban hurtando o huyendo. Y afligían con pechos, parias y gabelas a otros pueblos más menudos que vivían detrás de las montañas. Y todo esto mucho nos maravillaba porque nunca en todos nuestros años de vagar por la tierra de los negros habíamos oído decir que un Rey fuese tan poderoso y tan concertado en sus asuntos. Mas todo lo achacamos a que lo habría aprendido de los moros y con esto crecíamos más la esperanza de que la tierra de los moros fuera lindera con la de Monomotapa.