Pasaron las lluvias grandes y vinieron los grandes calores y algunas veces salimos con los negros a correr el monte y a cazar y a traer harina que comprábamos a otros negros en un camino a dos leguas de allí, pagando con polvo de oro. Y fuimos notando que aquella tierra está muy sobrada de oro y que comúnmente los trueques se hacen con él y tiene menos valor que en Castilla porque por lo que aquí se comprarían treinta sacos de trigo candeal allí se compra uno y de una harina mala como de cebadas broncas y raíces que no se quiere parecer a la de trigo. Mas los negros no lo echan en falta porque nunca vieron trigo verdadero, que por su tierra no lo hay, ni saben qué cosa sea.
En todo este tiempo secreteaba yo muchas veces con Andrés de Premió sobre la conveniencia de proseguir el camino porque el servicio del Rey nuestro señor requería que no nos demorásemos más de lo necesario y ya que estábamos repuestos de las pasadas flaquezas, bien podríamos pedir un guía a Tumbo y partir de allí. Y Andrés y los ballesteros andaban algo renuentes por no salir a la aventura y a las fatigas dejando la vida regalada que allí llevaban, donde no les faltaban ya las negras con que yacer ni un pedazo de carne que comer cada día.
Mas, con todo, me despedí de Tumbo y le dimos otra ballesta para pagarles sus muchas gentilezas y él nos dio dos pisteros que nos guiarían hasta donde la mar estaba.
Y después de partir de allí, anduvimos tres días por ciertos caminos y a la cuarta noche Andrés de Premió vino a despertarme muy quedamente, poniéndome la mano en la boca, y me dijo cómo los guías eran idos llevándose las ballestas y que pensaba que aún no se habían partido mucho de allí y que fácilmente los alcanzaríamos. Y luego despertamos a los otros ballesteros y al Negro Manuel y salimos a perseguir a los fugados y en tal procura anduvimos casi dos horas hasta que ya quería amanecer el alba. Y tuvimos suerte en que había gran luna y uno de los ballesteros era aquel Ramón Peñica que era muy hábil en seguir rastros porque había tenido oficio de pistero cuando servía al Condestable. Y de pronto, en volviendo un quiebro que el camino hacía, vimos a los dos negros que subían muy a su salvo despaciosamente caminando por el reproche del cerro, con las ballestas al hombro. Y dimos en perseguirlos corriendo sin decir palabra porque no fuéramos sentidos, mas ellos nos sintieron y volvieron la cabeza y al vernos llegar se echaron a correr por escapar y aunque iban impedidos con las ballestas, como entrambos eran jóvenes y vigorosos, corrían más que nosotros y luego se nos fueron perdiendo menos uno al que el Negro Manuel dio alcance y tiró por el suelo luchando. Y luego nos llegamos a él y lo prendimos y lo sujetamos fuertemente atándole las manos con unas correas. Y éste llevaba tres ballestas que pudimos cobrar y todas las otras se perdieron aquel día. Y luego le pregunté que me dijera si el robo y traición había sido por pensamiento dellos y él negó y dijo que traían ese encargo de Tumbo y que ahora él no podría volver sin las ballestas porque los otros bandidos lo matarían de muy mala muerte por lo que nos pedía que hiciéramos merced en matarlo. A lo que nosotros no sabíamos si sería nueva astucia del negro por salir con vida. Y algunos pensaban que era mejor degollarlo allí mismo. Mas yo pensé, con Andrés de Premió, que rebanándole el pescuezo no teníamos ganancia alguna, mas llevándolo con nosotros podría guiarnos al mar. Y él se conformó mucho con esto y prometió no escapar. Con lo que volvimos a andar el camino perdido por donde sale el sol, muy menguados así de ballestas como de ánimo. Y así pasamos otros pocos días y un par de veces vimos gentes que pensamos serían de Monomotapa y estábamos escondidos y quietos sin osar respirar hasta que eran pasados. Y en este tiempo sólo comíamos una vez al día de la poca y mala carne que cobrábamos. Y así excusábamos de encender fuego más veces. Y mascábamos malamente algunas yerbas y frutos y raíces que ya sabíamos distinguir. Y con las privaciones y quebrantos otra vez íbamos enflaqueciendo y perdiendo de nuestras carnes. Y en estos días anduve aquejado de un mal del que se me movieron los dientes que me quedaban, que eran pocos y podridos y enfermos, con lo que a los pocos días los acabé de perder.
Otro día de mañana íbamos bajando un barranco seco por el que difícilmente se pasaba cuando el guía negro dijo que quería subir al repecho por ver si estaba despejado el campo al otro lado. Y nosotros, que ya habíamos ido cobrándole alguna confianza, lo dejamos ir. Mas, en llegando al somo de la loma, luego emprendió veloz carrera por escapar de nosotros por la otra cuesta donde no era visto.
Y esto advertido dije a Ramón Peñica y al Negro Manuel que fueran a matarlo. Y ellos subieron con sus ballestas armados por donde se había perdido y en llegando arriba le mandaron virotes ferrados de los que, aunque ya iba lejos, murió. Y con esto nos quedamos otra vez sin guía porque así lo dispuso Dios Nuestro Señor que bien sabía que no lo necesitaríamos para lo que había de venir.
Y esto fue que a otro día de mañana dieron sobre nosotros, con grande grita y retumbar de hierros sobre los escudos, una recia batalla de más de cien negros que habían estado acechando nuestro paso por cierto rio mediano. Y, en viéndolos llegar, luego nos pusimos en defensa concertadamente y los ballesteros armaron a toda prisa sus ballestas y les tiraron a los que más emplumados y vociferantes venían, como tenían enseñado de otras veces, y éstos murieron, mas detrás de ellos venían gran muchedumbre y fiera que no cejaba y aún dio tiempo a hacer otras dos cargas de virotes antes de que en llegando los enemigos a tiro de sus venablos lanzaran muy derechamente sus agudos hierros y mataran a los míos.
Y de éstos cayó a mi lado, mirándome desacompasadamente, aquel Ramón Peñica que tan bueno era, con más de diez venablos que le entraban por el pecho y le salían por las espaldas, chorreando sangre como un San Sebastián. Y a Andrés de Premió no le pude ver más la cara, que habiendo recibido algunos hierros cuando aún estaba en medio del río, la corriente se lo llevaba, hundida la cabeza, y con él al de Villalfañe y su trompeta y a otros dos, con los que el agua bajaba tinta y bermeja de la mucha sangre que manaban. Y con esto yo, que tenía el cuchillo en la mano, me vi rodeado de negros con muy fieras caras pintadas de albayalde y embrazados en las adargas blancas y dejando ver muchas lanzas cortas y venablos y mazas de hierro. Y sintiendo que ya no cabía servir al Rey nuestro señor más que muriendo dignamente y como hombre bueno, quise irme contra ellos para acabar allí, mas alguno avisado me dio un planazo en la mano y me desarmó y otros me cautivaron y prendieron y fuertemente me ataron. Y luego tomaron los despojos de los muertos y me llevaron con el Negro Manuel, que también lo habían apresado, al real de los negros, y corrían delante haciendo grandes fiestas y danzas de la alegría que nuestro prendimiento les daba. Con lo que nos fuimos barruntando que tenían habla de nosotros y que habían salido a buscarnos.
Diecisiete
Y moviendo de allí a otro día muy fuertemente custodiados vinimos a dar en un real más grande que en un prado estaba, donde había casas de madera y más negros juntos de los que había visto en muchos años. Y el que nos llevaba luego nos entregó a otro negro alto y nervudo que parecía de más autoridad y éste le preguntó al Negro Manuel muchas cosas no cuidando que yo pudiera entenderlo mas yo lo entendía cabalmente. Y así fui sabiendo que el Rey Monomotapa había tenido noticia de cómo extraños hombres blancos que no eran moros ni de los otros que entraban por mar, habían pasado a sus estados. Y había mandado a muchas gentes armadas a muchos puertos y lugares en nuestra busca. Y que el mandato era que en tomándonos nos presentáramos delante dél porque había llegado a sus oídos el gran poder de los hombres blancos y que con ellos iba el Herrero Blanco que era hombre de virtud. Y por esta parla luego entendimos que los que tales cosas dijeran serían los negros que con nosotros venían y que fueran tomados cautivos meses atrás. Y en dejándonos solos, encerrados en una casa de madera sin ventanas, con muchos guardias a la puerta, hablé con el Negro Manuel y acordamos que yo haría que no entendía nada de aquellas parlas de negros y que él me hablaría en la lengua de Castilla, que ya muy bien había aprendido, cuanto los negros dijeran y quisieran saber y de este modo no lo mandarían a las minas ni nos separarían.