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Y así nos tuvieron encerrados sin dejarnos salir de aquella oscuridad por tres o cuatro días. Y cada noche nos traían un cántaro de agua y algunas gachas y algo de carne que yo ya no podía comer por mengua de dientes y porque habían tomado de mí el cuchillo con que comúnmente me servía. Y a los cuatro días nos sacaron de allí con muy fuerte guarda y partimos sin saber qué camino ni adónde. Y además de los dichos guardas venían con nosotros dos sartas de esclavos cargados de espuertas que en somo de las cabezas portaban. Mas andando el camino uno de los guardas, que era muy reidor y lenguaraz, se fue aficionando a ir con nosotros y le contaba al Negro Manuel que aquellos esclavos llevaban oro. Y en un descanso de los que hacíamos nos lo enseñó. Y el oro tenía forma de dos barras grandes soldadas por un travesaño más chico. Y cada una de ellas habría de pesar tres o cuatro libras, y así las sacaban del horno que estaba al lado de la mina y cada esclavo llevaba ocho barras en somo de la cabeza. Y los esclavos habrían de ser quince o veinte, sujetos por los pescuezos con sogas y con grilletes de palo a las manos. Y los guardas que iban detrás y delante serían más de cien y algunos de ellos llevaban nuestras ballestas y el saco donde el unicornio iba con los huesos de fray Jordi. Y el guarda que hablaba con el Negro Manuel le dijo que Monomotapa nos quería con todo lo que tuviésemos aunque fuera una boñiga de venado, lo que nosotros pensamos que sería por la gran virtud que los negros creían que las cosas de los blancos habrían de tener. Y es de explicar aquí que muchos negros de aquella tierra groseramente creen que la virtud de las personas y su valor y su sabiduría se quedan impregnadas en las cosas que las dichas personas usan y con ellas pasan luego al que las cosas hereda. Y en esto son muy aficionados a las reliquias de gente grande y todos portan amuletos y vendas de virtud heredados de sus abuelos.

Y con esto pasamos adelante y de allí a diez o doce días llegamos a un valle grande con un río mediano. Y antes de llegar al valle habíamos cruzado por sitios donde había muchas chozas y salían negros y negras a vernos. Y en aquel valle había un pueblo grande y estaba todo lleno de chozas bien construidas con barro y árboles y techadas de paja. Y estas chozas estaban a los lados del río y muchas de ellas dentro dél, porque las aguas bajaban muy mansas. Y las dichas chozas se tenían en somo de algunos palos y era cosa maravillosa de ver la industria y concierto de su hechura.

Y por debajo de las casas podían pasar ciertas barcas muy angostas y largas y veloces que los negros usan, con las que cruzan el río de parte a parte y pescan. Y en las partes más altas de este dicho valle había muchas terrazas como bancales que seguían la forma del cerro. Y en estas terrazas se veía a los negros labrando la tierra muy aplicadamente como antes nunca viera en lo que conocí, como en otras cosas más menudas, que estas gentes eran más concertadas e industriosas que las que habíamos dejado atrás en otros lugares. Y pasando adelante, a la tarde, llegamos a donde había un alcázar grande de piedra levantado. Y el dicho alcázar no tenía almenas ni torres ni ventanas, sino un muro redondo que cerraba una gran plaza de armas. Y el dicho muro sería como cinco estados de alto y estaba hecho de losas chicas de piedra de grano que de lejos asemejaban ladrillos mas en acercándose se veía que no era sino piedra de grano ayuntada sin mortero ni argamasa alguna, como aquella puente del agua que viera en Segovia cuando me llamó el Rey nuestro señor.

Y este alcázar grande se llamaba, en la lengua de los negros, Cimagüe y era la posada del Rey Monomotapa. Y en llegando a él entramos por un reborde que los muros hacían, donde no había puerta sino que de arriba abajo por muy estrecho pasillo se terminaban los muros remetiéndose en redondo. Y yo miré por las quicialeras y las trancas que sostendrían la puerta y ni puerta había ni con qué barrerla, cosa que me maravilló mucho. Y en esto vi lo poderoso y confiado que habría de ser el Monomotapa de tener alcázar tan seguro que no había menester de puertas. Y en pasando por el hueco ya nos tomaron guardas nuevos y los que nos habían llevado dejaron allí las espuertas de oro y luego se fueron. Y los que salieron llevaban ciertos lienzos de muchos bordados tapándoles las vergüenzas y eran nervudos y fuertes, como de guardia real. Y luego entraron las espuertas del oro y nos metieron y dentro había una gran plaza y a un lado de la dicha plaza se levantaba una fuerte torre redonda, más ancha por abajo que por arriba, como horno de cocer yeso o de hacer tejas.

Y en somo de la dicha torre había un palenque de madera donde estaban dos negros con un tambor grande. Y en viéndonos entrar lo parchearon muy vivamente dos o tres veces, como mandando aviso. Y luego había muchas casas arrimadas al muro grande todo en derredor, unas redondas y otras más cuadradas y con ventanas chicas y techos de tablas. Y estas casas estaban hechas de la misma piedra de grano del muro y de ellas salieron muchas mujeres negras y algunos niños y pocos hombres, todos vestidos de tocas y paños muy coloreados de los que los moros hacen. Mas no eran moros sino negros de diversas tinturas. Y vinieron a nosotros con muchas risas a palparme las carnes y la barba, como siempre hacían. Mas con todo pasamos adelante hasta una casa grande que junto a la torre estaba. Y en la puerta de la dicha casa había dos poyos de piedra y encima tenían dos leonas hechas de marfil y adornadas con tachuelas de cobre por simularles como manchas, según algunas leonas las tienen por todo el cuerpo. Y tales bultos eran obra de mucho arte y maravilla, que no sabía yo cómo habrían llegado allí. Mas ya sospechaba que este Rey de los negros tenía grandes tratos con los moros y que de aquí era de donde los moros sacaban el oro con que comerciaban con los reinos cristianos y con los genoveses y que todos aquellos paños y algunas espadas buenas que se veían y las dichas leonas de marfil serían obra de moros así como el alcázar en que estábamos. Y estando en estos pensamientos salió a la puerta un hombre ricamente vestido de paño colorado y dijo algo a los guardas que nos traían y luego nos pasaron a la casa. Y entramos en una cámara muy grande como sala, donde no había mueble ni cosa alguna sino sólo los desnudos muros pintados de blanco y de azul. Y la mitad de la sala estaba tapada con un paño grande como cortina de lino blanca que bajaba del techo al suelo. Y en la pared frontera había ciertos hierros y cadenas metidos en el muro donde los guardas nos ataron por el pescuezo. Y delante de nosotros dejaron todas las espuertas de oro que traían y las ballestas y el saco de los huesos y el cuchillo que me quitaran y el del Negro Manuel. Y de cuanto nos toparon encima no faltaba nada que todo estaba allí. Y luego, en sonando palmas, se fueron todos y quedamos solos. Y no había más luz que la poca que entraba por la puerta y la de una lucerna de sebo con tres cabos que en una alacenilla de la pared ardía.