A la altura de Toledo sólo paramos un día y fue lo justo para no entrar en tan famosa ciudad, sino que posamos con gran prevención y secreto en uno de los huertos que están cabe el Tajo que allí hay, lugar deleitoso de altos árboles y yerba fresca y mullida, y en tal lugar nos solazamos hasta que nos vinieron tres o cuatro mulas con pan y bastimentos y un escribano real por nombre Paliques que nos acompañaría al moro y al negro, cuyas parlas entendía, pues era licenciado por la afamada escuela de traductores y aun uno de los más ilustres platicantes della, según todos decían, no embargante su mediana mocedad. Y éste era hombre menudo y lampiño y delgado de cuerpo y de piel un algo oscura y tenía los labios henchidos del mucho ejercicio en la pronunciación de parlas extranjeras y nunca se descubría la cabeza, que llevaba recatada por un gorrillo verde con sus vueltas de gasa, debajo del cual lo que había era, como desde el principio sospechamos, una calva escandalosa, amelonada, monda y lironda. Era Paliques de poco y articulado hablar y yo no le quise dar mayor confianza porque ya me dejaba recomendado mi señor el Condestable que un oficial de mando debe tener poca trabazón con sus mandados y esta poca bien administrada. Y con esto pasamos adelante y a los pocos días nos metimos por los campos de La Mancha, buena tierra de hidalgos y de barberos, e iba siendo ya el tiempo de la siega, pues estaban los panes crecidos y acostados y se veían cuadrillas de segadores que bajaban por los caminos en busca de sus amos y asientos, y en los descansos se juntaban a nosotros algunos y cantaban y parlaban con los ballesteros y con los mozos de mulas, y por sus hablillas vine a entender que la ballestería estaba en que íbamos a tierra de moros donde la señora Josefina de Horcajadas había de casar con un conde mahometano que prometiera, a cambio tomar las aguas bautismales y volverse a la fe de Cristo y hacerle guerra, con nuestro señor don Enrique, a sus antiguos hermanos. Y que, por este motivo, la señora iba muy recelada, que era virgen y convenía que lo siguiera siendo por lo menos hasta meterla en el tálamo del tornadizo moro enamorado. Y decían sobre esto que, por este motivo, ella iba sufridora como penitente pues habíase enamorado del capitán de aquella tropilla que era don Juan de Olid, un joven famoso tanto por su apostura como por los hechos de armas que dejaba acabados en la linde del moro y que corrían de boca en romances y cantares de ciego. Sobresaltéme yo al oírme puesto en tales hablillas y no sabía si tomarlo todo a exageraciones de la ballestería, que está ociosa y se emborracha y da en pensar e imaginar lo que no es ni puede ser y luego lo cree y lo cuenta sin curar de invenciones, mas, por otra parte, el cuento me halagaba y por la otra me ponía una como leve angustia en el pecho pues, si bien es cierto que yo nunca fuera famoso adalid de la frontera como ellos me predicaban, también era verdad que nunca volví la espalda al moro cuando asistía a mi señor el Condestable en las reñidas escaramuzas y batallas peleadas en que con él anduve, y nunca herí en moro muerto por enturbiar la espada como hacen otros. Reflexionaba yo que, siendo lo de mi afamada milicia manifiesta desmesura, también lo habría de ser el dar a doña Josefina por mi enamorada, pero, aún así, no me curaba dello con las buenas razones de la prudencia, siendo joven y de natural fogoso, y miraba a la dama más que era prudente y me parecía, según andaban los días con sus aparejadas ocasiones, que también ella me miraba a mí, y, a veces yendo en la cabalgada, yo delante de los otros, abriendo camino sobre el esforzado "Alonsillo", volvía la cabeza so pretexto de ordenar algo, mas, en mi corazón, por sólo verla a ella, y me parecía que mis ojos se cruzaban con los de la dama, allá a lo lejos, donde ella andaba, detrás de la caballería en tropel, rodeada de sus dueñas, a prudente distancia de la ballestería por excusar oídos de las indelicadezas de tal chusma y por no tragarse los espesos polvos que iban levantando.
Así fuimos cumpliendo el camino como buenos hasta que llegamos al Muladal, que es el lugar donde suben los tajos del río Magaña camino de las navas pasando a las Andalucías.
Y allá tomamos descanso al lado del frío arroyo de muy claras aguas como cristal y mandé a dos partidas de ballesteros a ballestear carne y a poco tornaron los unos con un guarro jabalí, que por allí son muy abundosos y fieros, y los otros con hasta media docena de conejos y mucha hierba de hinojo. Con lo que hubimos mucho placer y pensé que nos detendríamos allí hasta el otro día, por dar algún descanso a las bestias, y mandé repartir el último vino que en los pellejos quedaba, no fuera a avinagrarse al pasar los cerros altos, que el vino es mal viajero, y de este modo chicos y grandes hubieron mucho solaz y se fueron aficionando a mí cuando vieron que miraba por ellos y los trataba bien. Todos menos Manolito de Valladolid que desde hacía unos días andaba cabizbajo y no se acicalaba tanto ni se echaba aguas de olor, como antes solía, ni venía a darme conversación, y se venía huidizo y melancólico como verdadero enamorado. Mas yo no hice por darle consuelo, pues antes lo quería de esta guisa que no de la otra, con que me parecía que me hacía perder el respeto y gravedad que me eran debidos delante de la ballestería. Así que lo dejé estar y él andaba visitando aquellas riberas en soledad y ora se sentaba aquí, ora allí, ora tañía gentilmente la flauta, con muy suaves y tristes músicas, ora cantaba los concertados versos de Villasandino o los del enamorado Macías o los de otros desastrados amadores, de los que traía gran provisión en las cámaras de la memoria. Y otras veces, cesado el cantar, tiraba piedras al agua y hasta alguna vez me pareció que derramaba furtivas lágrimas mirando a la corriente en su ser fugitivo como vida. Pero otras veces se consolaba algo y acompañaba a fray Jordi en sus andanzas en busca de yerbas y plantas de virtud y fue mucha suerte que tuviéramos al fraile tan a la mano cuando lo del guarro jabalí, porque hizo una tal escobilla y haz de yerbas con que untar y enlodar el asado por dentro y por fuera que no es cosa de poderse creer, mas todo el que lo cató estuvo de acuerdo en que aquél era el más deleitoso y mejor aderezado faisán que había probado en su vida. A lo que el fraile se reía con aquella su risa caudalosa que le ponía a temblar la papada y la humanidad toda de su panza oronda y le arrasaba los ojos de lágrimas.
En cuanto al parla toledano, éste había hecho amistad con un sargento de los armados, por nombre Andrés de Premió, natural de las Asturias de Uvieu, y se hacía instruir de él en el habla enrevesada que por allá se usa, y al cabo de unas pocas jornadas de cabalgar juntos, ya era Paliques capaz de mantener una conversación con el otro en aquella fabla como si los dos fueran naturales de la misma parte, lo que no dejó de maravillarnos a los que tal mudanza vimos. Y aquel Andrés de Premió era de agraciados rasgos y de fértil ingenio y apacible conversación y no muy alto de cuerpo pero fornido y bien hecho, como cumple a soldado, y traía en medio de la cabeza una mancha calva que, de haber estado más recatada a la parte del remolino, hubiera cómodamente pasado por clerical tonsura, de lo que él no se holgaba nada y de lo que sus peones hacían chistes cuando no eran dél oídos. Y este Andrés de Premió era en todas sus cosas discreto y concertado menos en el decir que descendía del linaje del Cid Campeador. Y yo me fui aficionando a su compañía si bien, llegada la hora del yantar, convenía más dejarlo solo porque, en abriendo el zurrón y talega de las viandas, más parecía que había destapado sepultura de muerto de nueve días o que traía nido de abubillas, según apestaba y hendía una porción de queso podrido que allí guardaba y que, a decir de él, estimaba más por golosina que todos los panes candeales y pasteles adobados de la mesa de la abadesa de Valdediós. De donde dimos en pensar que la tal abadesa debía de estar bien comida y muy regalada de viandas y confites allá donde tuviese el convento, que en esto nadie pasó nunca a saber más.