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Y así estuvimos gran pieza de tiempo hasta que se apartó un cabo de la cortina y salió de detrás de ella el Rey Monomotapa. Y éste era un negro joven de como veinte años o algo menos. Y venía vestido con una camisa blanca que le llegaba hasta las rodillas. Y tenía una gran panza que levantaba la camisa por delante como a preñada. Y en los pies calzaba pantuflas muy ricas de seda, moriscas. Y al pescuezo llevaba muchas sartas de abalorios de colores y algunos potes de amuletos y virtud. Y en somo de la cabeza un gorro largo de seda, también morisco, que le bajaba algo por las orejas, como yelmo militar. Y delante del rostro llevaba una barba de oro larga que le llegaba a la mitad del pecho. Mas en los carrillos, que desnudos traía, se le echaba de ver que era lampiño de su naturaleza, como muchos negros son. Y luego supe que aquella barba era entre los negros señal de realeza, como el cetro y la corona lo son en nuestros reyes cristianos. Y era una barba que semejaba estar peinada y trenzada muy menudamente y con mucho primor y atada con cintas de oro y en llegando al remate de abajo era más gorda, como si llevara un moño.

Y Monomotapa se vino a nosotros sin acercarse a más de un paso y me estuvo mirando con mucha atención todas mis desnudeces por detrás y por delante sin decir palabra, tocándome con una vara que en la mano traía cuando quería que me moviera, como a raro animal, y se demoró en el muñón del brazo y luego me miró a los ojos como si me preguntara cómo había cobrado aquella manquedad. Y luego fue al Negro Manuel y le preguntó si era yo el gran Herrero Blanco y él dijo que sí y le hizo que dijera cómo nos había encontrado y lo que habíamos hecho en los años que con nosotros estaba. A todo lo cual respondió el Negro Manuel mas no dijo nada del unicornio, como ya se lo había recomendado yo, sino que aquellos hombres blancos venían de una tierra muy lejana porque habían oído hablar de Monomotapa y de su reino y querían comerciar con él por traerle más ventajosos y mejores tratos que los que de los moros recibían. A lo que el Monomotapa rió y no supe yo si reía de alegría de oír tal cosa o porque se burlaba de nosotros y sabía que todo era embuste y maraña nuestra. Y lo que más asombro me puso fue que, en escuchándose la risa del Rey, luego rieron igualmente todos los que fuera de la casa aguardaban. Y luego, siguiendo la plática y parlamento, el Rey vino a toser un poco y lo escucharon afuera y tosieron todos. Y así averiguamos que es de ley en aquella corte que el cortesano ha de hacer lo que el Rey haga y reír con él y toser cuando tosa, y escupir cuando escupa y soltar aire cuando aire suelte. Y hasta ocurre que en habiendo un Rey cojo, todos los cortesanos han de cojear en su presencia. Y aquel día hablamos poco más y luego se fue el Rey al otro lado de la cortina y dio palmas y entraron cortesanos y guardias armados que nos soltaron y nos llevaron a una casa chica que junto a las puertas a la parte de dentro estaba. Y allí nos pusieron cadenas y grillos de hierro a la pared y nos dejaron estar todo aquel día.

Y a otro día de mañana, en habiendo luz, entraron guardias que nos llevaron nuevamente a la sala de Monomotapa. Y ya el oro de la víspera no estaba allí donde lo dejaran pero todas nuestras cosas sí, en un banco de madera arrimadas a la pared. Y nos dejaron solos, atados por el pescuezo al muro como la víspera, y volvió a salir Monomotapa y estuvo una pieza preguntándome por los negocios del Rey de Castilla por intermedio del Negro Manuel. Y quería saber cuántos reinos tienen los cristianos y cómo son los pueblos y el campo y cómo la gente y cómo los reyes y qué comidas comen y en qué casas moran y qué minas tienen y todos los otros extremos que preguntar quería. Y yo en todo le exageraba la abundancia de las mercaderías que en los reinos cristianos se crían, así de paños como de joyas y curtidos y espadas y ballestas y raros instrumentos. Y le elogiaba mucho que los cristianos eran gente de paz y de fiar más que los moros, con lo que procuraba persuadirlo para que quisiera mandarnos de vuelta en embajada. Mas a los cuatro o cinco días de repetidas aquellas inquisiciones y parlamentos y de que el Monomotapa saliera siempre a nosotros con la cara descubierta mientras que los otros cortesanos suyos no le podían ver el rostro, ya nos percatamos de que no tenía pensamiento de dejarnos salir vivos de allí. Y es el caso que estos reyes han de morir, como dejo dicho, cada siete años y, en llegando a ese término, luego, se envenenan para dejar que reine otro de distinto pueblo y con ellos han de perecer sus validos y mujeres y sus criados, que son los que han podido verles el rostro en el tiempo que son reyes. Y si alguno otro les acierta a ver el rostro por azar o descuido, luego ha de morir igualmente. Lo que nos certificó que si nos dejaba catarle la cara era porque su pensamiento era matarnos luego.

Y sobre esto tuvimos algunas hablas en los días venideros y muchas trazas sobre la manera y modo en que podríamos escapar del cautiverio y si era hacedero. Y cada día venían cortesanos a vernos con mucha curiosidad y algunos nos traían tortas y cosas de comer y traían a sus hijos chicos a verme y a mesarme la barba como si fuera mono o raro animal. Y yo todo lo sufría con humildad y resignación mientras cavilaba qué hacer por mejorar nuestro estado. Y otro día hubo mucha conmoción de tambores con tal estruendo que no parecía sino que el mundo se venía abajo. Y vinieron los guardas seguidos de gran copia de gente y nos sacaron del alcázar y nos llevaron a un yerbazal que allí cerca estaba. Y detrás de nosotros venía el séquito del Rey con asaz gente de armas. Y Monomotapa iba sentado en una silla de madera dibujada con muchas tachuelas de cobre y, delante de todos, dos criados llevaban en unas angarillas una de las leonas de marfil. Y detrás del cortejo otros dos llevaban la otra leona. Y siempre que el Monomotapa se movía del alcázar iban las leonas así precediéndolo como siguiéndolo por avisar a la gente. Y la gente luego que veía las leonas y aun mucho antes, con solo oír los tambores, luego se echaba al suelo fuera del camino y se ponían boca abajo y se tapaban el rostro con las dos manos muy fuertemente para no ver al Monomotapa. Y sólo se levantaban cuando ya hacía mucho que la postrimera leona había pasado. Y aquel día nos llevaron a donde un prado se hacía y en un árbol grande del dicho prado habían atado a un venado. Y luego se llegó un guarda y puso una ballesta en mi mano. Y Monomotapa le dijo al Negro Manuel que me dijera que le tirase al venado. Y como luego se vio que con un brazo manco no podía armarla, el Negro Manuel la armó y puso dardo ferrado y me la tendió dispuesta. Mas aun así tuve que decirle que se pusiera delante de mí. Y yo apoyé el mocho de la ballesta sobre su hombro, por no errar blanco, y apunté al venado detrás de los ijares y el virote lo traspasó y se clavó en el árbol. Y el venado murió luego echando cohombros de sangre por la boca, que el pasador le rompiera los bofes. Lo que dejó muy espantados a los cortesanos y a cuantos se llegaban a verlo. Y luego Monomotapa hizo llevar a un esclavo y que lo ataran al árbol y un hombre de su guardia, que había estado aprendiendo a armar la ballesta y a tirar con ella, tomó el palo y le mandó al cautivo un pasador desde menos distancia pero al bajar la palanca la movió mucho y el pasador se perdió en el yerbazal de atrás. Y a esto el Rey soltó una gran carcajada y todos cuantos allí estaban soltaron la misma carcajada y se dieron palmadas en los muslos como el Rey hiciera. Y otro guardia del Rey se adelantó con la ballesta armada y esta vez el virote le entró por los pechos al hombre que estaba atado, encima del corazón. Y el hombre empezó a aullar como perro pisado de buey y estuvo lamentándose y manando sangre hasta que otros dos virotes le acertaron más derechamente y murió de ellos. Y con esto Monomotapa se quedó muy pensativo y se rascó la cabeza detrás de la oreja derecha y todos sus cortesanos y los guardias se rascaron la cabeza en el mismo sitio.