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Y a otros ratos, cuando me sentía más reanimar, hablaba mucho con el Negro Manuel de cómo, en llegando a tierra de moros, habríamos de buscar algún mercader que tuviera comercio y trato con los de Granada. Y él nos buscaría alfaqueque rico, sabiendo que nuestro retorno era muy cumplidero para el servicio del Rey de Castilla, y nos daría cédula por los dineros que hubiésemos menester mientras tornábamos con sosiego y comodidad. Y así pasaríamos adelante en bajel cóncavo o en lenta caravana, sin más cuidado que llevar bien el cuerno del unicornio y los huesos de fray Jordi.

Y que, en llegando a Castilla, alcanzaríamos merced y quien nos socorriera y podríamos ir ya a caballo al encuentro del Rey nuestro señor. Y que sería muy divertido ver cabalgar al Negro Manuel, el cual no lo había hecho nunca antes ni había visto caballo en su vida. Mas yo no consentiría que fuese a pie como criado ni que nadie lo hiciera de menos en la corte por ser negro. Antes bien en llegando ante el Rey diría bien alto, que lo sintieran el Canciller y los cortesanos perfumados de algalía que con el Rey están, que este negro que aquí veis es el más devoto cristiano y el más dedicado súbdito del Rey nuestro señor porque por servirlo ha dejado su tierra y gente y se ha venido a vivir con nosotros y ha pasado peligros y menguas y miserias sin cuento, sin esperanza de alcanzar merced alguna, y ha puesto su vida muchas veces en la barra por mejor servir a quien no conocía mas que de oídas y ha bebido muy amargos brebajes y gustado muy amargas viandas y ahora lo declaro mi igual y compañero y pido merced al Rey que lo case con una criada suya y le conceda por hacienda lo que pensara concederme a mí pues si el Rey le debe el unicornio yo le debo la vida.

Y en estos sueños y en estas conversaciones y trazas fuimos pasando delante y ya entrábamos por mejores tierras, por las que anduvimos otros dos meses. Y ya veíamos otros negros distintos a los de Cimagüe, menos retintos, y no nos tapábamos tanto y así íbamos por mejores caminos, siempre a donde sale el sol.

Y un día que hacían grandes y sofocantes calores llegamos a un cerro alto muy pelado de árboles desde el que vimos el mar azul. Y yo hube tan grande alegría que se me llenaron los ojos de lágrimas y empecé a derramar espeso llanto porque en viendo la mar me parecía que ya habíamos salido de las miserias y penalidades pasadas y que pronto estaríamos entre cristianos. Y cuantos desastres y desventuras nos habían acaecido de los que tan quebrantados y menguados estábamos, dábalos por bien empleados al lado de la gran dicha de volver a ver la mar y de imaginar que al otro lado de aquellas mismas aguas nos aguardaba Castilla. Y el Negro Manuel, al verme llorar tan copiosamente, dio él también en llorar y viendo yo su buen talante, luego me abracé a él renovando en mi corazón mis votos de mucho recompensarlo. Y es de notar que no hay cosa que más una a los hombres que los infortunios y los peligros. Y en consolándonos mutuamente pasamos adelante e iba el Negro Manuel el primero cortando la yerba con la espadilla donde era menester por más desahogadamente abrirme vereda en aquella espesura de cañas y cardos. Y caminaba yo detrás tan flojo y gastado que pensaba caerme a cada paso. Y en llegando al llano me pareció que el mar brillaba más que espejo y estaba muy tranquilo y era suave la costa como aquella por la que el Guadalquivir salía. Y yo no sabía dónde podíamos estar, mas imaginaba que por lo mucho andado al naciente del Sol no podía ser aquella la mar oceana sino la opuesta que está al otro lado del mundo. Y con ello estaba tan contento de haber alcanzado el mar que dejé las cavilaciones para más adelante y, arreciando el paso cuanto pude, llegamos a la playa que era de arenas muy finas y estaba llena de conchas y cáscaras de almejas chicas y grandes. Y allí nos vino la oscuridad de la noche y dormimos en un hoyo que abrimos en la arena con más sabor y regalo que en gentil cama bien emparamentada. Y a otro día buscamos lo que la marea había dejado y hallamos algunos peces muertos tanto chicos como grandes que comimos crudos por mengua de con qué hacer fuego. Y de aquellos peces, que eran podridos y hedían mucho, luego nos vino fiebre de la que estuvimos muy quejosos y con grandes dolores de barriga y cámaras por dos o tres días.

Mas el Negro Manuel, con su dolor y flaqueza, se volvía cada día a donde los árboles y tornaba con frutas y tallos frescos y yerbas que él sabía con qué comer y curarnos. Y así luego que nos hubimos repuesto algo, determiné que seguiríamos la mar caminando a la parte del Septentrión, por donde me parecía que había de ser más corto el camino a Castilla. Y por nada del mundo me quise apartar ya de la mar de donde el corazón me decía que me habría de venir todo el socorro del mundo si Dios Nuestro Señor y Salvador era loado de enviarnos alguno no mirando mis muchos pecados y deservicios. Y en siguiendo la playa, que era tan larga o más que el arenal de los moros, fuimos pasando días y ya sólo nos deteníamos a comer de los peces que nos parecían menos dañinos.

Y en todos estos días a nadie nos encontramos sino que algunas veces nos pareció que veíamos gente entre los árboles y el Negro Manuel hacía señas y daba voces mas nadie respondía.

Habría pasado un mes o algo más desde que llegamos al mar cuando un día por la tarde vimos luces lejanas en el camino que llevábamos y brillaban las dichas luces a las vueltas del aire así como suelen lucir las muy distantes fogatas. Mas aquel día íbamos muy cansados y no hicimos por alcanzarlas sino que haciendo nuestro hoyo en la arena luego nos echamos a dormir. Y yo no podía traer el sueño y me levanté a pasear por la playa y miré para las luces y ya no estaban.

Mas no quise creer que fueran ilusión puesto que las habíamos visto entrambos a dos, el Negro Manuel y yo. Y a otro día de mañana pasamos delante andando con más ánimo por llegar a donde las luces parescían y cuando paramos a comer entró el Negro Manuel por frutos y brotes en los árboles y tornó al punto diciendo que había topado con veredas que no parecían de animales sino antes bien de personas. Y luego vimos ciertos rastros de gente lo que nos certificó que las luces que viéramos la noche antes eran de candelas. Y con esto arreciamos el caminar y antes que la oscuridad de la noche fuera venida entramos en un sitio que llaman Sofala, que es pueblo de muy numerosa población. Y así como entramos vimos gran muchedumbre de casas de madera y cañas, más firmemente construidas que suelen ser las de los negros, en lo que me pareció notar que era un pueblo fijo y no de los que andan moviéndose cada pocos años, como suelen ser los otros. Y los negros que lo habitaban salieron a vernos con gran gentío y eran de piel menos retinta que los del interior, mas de labios soplones y chatas narices igual que los otros. Y hablaban una parla que el Negro Manuel no entendió, mas luego vinieron algunos que sí hablaban la del Negro Manuel. Y estuvieron gran pieza conversando y el Negro Manuel les dio noticia de quiénes éramos y lo que llevábamos pasado y los negros dijeron cómo algunas veces habían llegado allí gentes de piel clara, si bien no tan clara como la mía, navegando en grandes naos desde la parte del Septentrión. Y allí compraban oro y nuez de cola y otras mercaderías, por lo que conocí que serían moros y tuve gran alegría de pensar que si estábamos cerca de moros, o entre ellos, muy pronto podríamos retornar a Castilla. Mas luego me entristeció saber que las naos se demoraban dos o tres años en llegar de cada viaje con lo que, no viendo otra cosa más cumplidera sino resignarnos a esperarlos, luego me dejé llevar a un corralillo donde muchas espuertas había y allí nos dijeron que pasaríamos la noche. Y a otro día de mañana vinieron tres negros y nos despertaron y nos dieron de comer unas gachas y luego nos llevaron a una plaza grande que en medio del pueblo estaba y allí había una casa grande de adobe con adornos de azulete y cal. La cual casa pensamos que sería la posada del alcalde. Y salió el que mandaba, que era viejo y vestía camisa de lino y un gorro de palma. Y estuvo gran pieza preguntándonos lo que los negros nos habían preguntado la noche antes. Y el Negro Manuel le contestaba a todo por medio de uno de aquellos que hablaban su parla. Y luego que el mandamás quedó satisfecho de muchas cosas y sabedor de todas, se dio la vuelta y se entró en la casa sin decir palabra. Y el negro que había hecho de alfaqueque del trato nos dijo que aquél era el jefe Amaro y que nos daba licencia para quedarnos en el pueblo y vivir de lo que pudiéramos siempre que no robáramos a nadie.