Y allí viví por espacio de año y medio. En los primeros días acudían los negros a verme, por la curiosidad de mi color blanca, y traían a sus hijos chicos que me vieran y a veces nos daban gachas y se reían mucho de vérnoslas comer, tan simples son estas gentes. Luego pasó la novedad y se fueron acostumbrando a mí y ya no me hicieron caso. Y nos pusimos a vivir en unas tapias que fuera del pueblo estaban donde el Negro Manuel levantó un cobijo de ramas y cañas y dos camastros, lo que a falta de posada mejor aderezada fue buen albergue de nuestras flaquezas. Y allí había determinado yo aguardar a la venida de las naos del moro para embarcarnos en ellas si hallaba a un cómitre caritativo que nos quisiera llevar con promesa de pago en la arribada.
Y aquel puerto de Sofala era donde salía el oro de las minas de tierra adentro. Y había muchos pescadores que pescaban para llevar sus salazones a donde estaban las minas y el pescado y la carne se pagaban bien. El Negro Manuel entraba cada día a los árboles y ponía trampas y volvía con carne y brotes y frutos suficientes para vivir nosotros. Y si algo nos sobraba, a otro día iba yo a la plaza y lo cambiaba por harina o tocino u otra cosa necesaria y con esto íbamos viviendo.
Y por excusar que se perdiera el saco de los huesos, hice un hoyo cerca de donde vivíamos y lo enterré allí.
Los primeros meses de nuestra vida en Sofala no fueron malos y fuimos cobrando fuerzas y ánimos y echamos paciencia para aguardar que vinieran las naos. Y yo daba en pensar cómo habría de ser mi vida cuando tornara a Castilla y cómo habría de recibirme el Rey nuestro señor y querría que me sentara a su lado en aquella ventana del alcázar que da al río de Segovia y me haría contarle muy por lo menudo todas las penas y trabajos que por su servicio habíamos padecido en la tierra de los negros. Y luego mandaría decir misas por los muertos en la iglesia Mayor y le haría grandes mercedes al monasterio de fray Jordi y a nosotros nos colmaría de regalos con aquella su liberalidad y franqueza. Y se apiadaría de mi brazo manco y me daría plato y techo de por vida o, mejor aún, me nombraría su cronista, de lo que quedaría yo muy servido y satisfecho. Y estas consideraciones me las hacía cada noche mirando las estrellas, tan grandes que parecía que las podríamos tocar con la mano. Y luego me daba en pensar cómo iría muy honrado a Marraqués y buscaría la casa de Aldo Manucio y mi señora doña Josefina daría un grito al verme y soltaría su costura y bastidor y correría a abrazarme. Y pensaba que ha tantos años que me tendría por muerto y no habría dejado en este tiempo de llorarme y pensar en mí y de guardarme lutos como viuda. Y luego repararía en mi brazo de menos y lloraría muy tiernas lágrimas y me acariciaría la triste cabeza menguada y las ojeras hondas y moradas de los ojos y las cicatrices blancas del cuerpo. Y luego se pasaba al llanto silencioso que en todas mis ausencias había estado remansando en las represas del corazón. Y yo lloraría con ella juntando nuestras lágrimas y nuestros labios y muy tiernamente yaceríamos los dos como hombre con mujer y Aldo Manucio daría orden que nadie nos molestase y que se nos aderezase comida bien guisada para cuando fuésemos servidos salir del aposento. Y muy honrados y repuestos tornaríamos a Castilla donde ya me veía pasando la calle Maestra camino del palacio del Condestable mi señor a caballo. Y en el cerebro llevaba a mi dueña, muy estirado sobre la silla, estrechamente ceñido, yerto como palo, las piernas muy extendidas, tronchando los pies en los estribos, mirándomelos a cada rato si iban de alta gala, la bota y el zapato muy engrasado, el muñón en el costado tal como si mano hubiera, con gran birrete italiano y sombrero como diadema, abarcando toda la calle con mi caballo trotón.
Y en todas estas ensoñaciones no dejaba de pensar que el Negro Manuel iba conmigo, más como amigo que como criado, y por él me figuraba que hasta contestaba con altanería a un cortesano que quería despreciarlo. Y el Rey nuestro señor, sabedor del suceso, me lo aplaudía y alababa pues bien sabía él cuánto dejaba hecho este negro en su real servicio aún antes de ser súbdito suyo que ya, en pisando Castilla, lo era y de los honrados.
Mas no pudieron aparejarse deste modo las cosas. Un día el Negro Manuel tardó en regresar y yo me alarmé y salí al pueblo a preguntar por él y no lo encontré. Y no hallándolo en parte alguna llamé a dos o tres negros que habían con él amistado y salimos luego a buscarlo donde los árboles y vino la noche y no lo hallamos. Y a otro día salimos con el alba y nos repartimos por los senderillos que los árboles hacen y al cabo dimos con él y estaba muerto y tenía toda la garganta rajada y le habían quitado las pobres ropas que llevaba y estaba tan en sus cueros como vino al mundo.
Y ya lo habían empezado las hormigas grandes que por allí se crían y las otras aves y alimañas. De lo que hube tan gran pesar como cuando murió mi padre y quedé como alelado de verme tan solo y tan desamparado, que nunca pensara que el Negro Manuel fuese tan gran amigo y amparo para mi soledad. Y luego cavamos un hoyo hondo y le dimos tierra y yo puse en somo una cruz con dos palos y le recé responso el mejor que supe porque había vivido y muerto como cristiano y aún de los mejores. Y no se pudo averiguar quién lo había muerto ni por qué razón. Y estas muertes no eran extrañas en aquel pueblo, mas nadie curaba de ellas porque en el país de los negros la vida del hombre no es tan preciada como entre nosotros.
Diecinueve
Con esto me quedé solo y sin amparo y volví a enflaquecer y a padecer salud y yo mismo hube de salir cada día a los árboles a buscar mi sustento lo que, estando manco, no se me avenía bien con el armar las trampas ni el subir a los árboles a varear el fruto.
Y cada día iba menguando y desesperando más y fui viniendo en tanto decaimiento que no es cosa de poderse creer. Y quizá hubiera muerto si no me socorrieran algunas veces los amigos del Negro Manuel que me traían gachas de mijo y otros bastimentos cuando me venían a ver. Y yo, que ya iba hablando un poco su parla, les contaba cosas de Castilla que les parecían maravillosas y mucho los espantaban. Y les hablaba de los caballos y de cómo era el Rey Enrique y de las ciudades muradas y las iglesias y puentes y molinos.