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Un día hubo gran grita en la ciudad y mucha conmoción por la raya del mar.

Y era que a la parte del Mediodía habían asomado grandes naos como nunca por allí se vieran. Y en asomándome yo a un repecho que en somo del cerro estaba, desde el que se veía bien el mar, noté muy lejos un blancor que, como me fallaba la vista, no alcancé a distinguir si serían velas o aquella niebla baja de la que sale del mar por aquellas calurosas provincias. Mas luego, andando la mañana, se empezaron a dibujar velas y el corazón me batía fuertemente en el pecho que me pareció que eran velas cristianas porque, en una más grande que delante venía iba un dibujo que asemejaba una cruz bermeja grande en toda la cuadrada magnitud de la vela, lo que los pregonaba de cristianos y gente de bien. Y con esto ya me vi salvado y caí de rodillas dando gracias a Santa María y a San Lucas y a todos los Santos y corrí luego a donde los huesos de fray Jordi de Monserrate y el unicornio quedaban enterrados y desenterré el saco con gran priesa y ansiedad, quebrándome las uñas y rezando como fuera de seso. Y no sabía cómo agradecer a Dios Nuestro Señor la gran merced de rescatarme de aquellos trabajos mandando gente cristiana a donde yo pensaba ya en morir. Y luego que hube tomado los huesos bajé a la playa y ya estaban tan cerca las naos que se distinguían los hombres asomados a las altas bordas y en los castillos de proa. Y las dichas naos eran hasta cuatro de las que llaman carabelas, la delantera un poco más grande que las otras. Y venían derechamente a donde estábamos. Y la gran multitud de negros que había bajado a la arena con mucha grita y mover de brazos, fue poniéndose medrosa según las naos se acercaban, tan grandes eran y poderosas, en lo que noté yo que las de los moros que hasta entonces vieran aquellas gentes serían más chicas y de menos trapo. Con lo que los negros se fueron apartando de la raya del mar y algunos más medrosos huyeron a esconderse donde los árboles. Y yo quedé solo allí donde rompían las olas, con mi saquillo de huesos al hombro, y quise levantar el otro brazo por hacer señas a la marina, que siempre se me olvidaba que no lo tenía, y se movió la manga vacía y el nudo que en su remate llevaba me golpeó el rostro. Y sin pensarlo bien me avergoncé de presentarme delante de la gente cristiana con un brazo de menos, mas era tanta la alegría que pronto se me pasó el sonrojo y volví a correr por la playa y a gritar y a dar grandes voces, que los que me oyeron pensarían que había perdido el seso y me había vuelto loco. Y las naos se fueron llegando con aquel su pausado andar y luego echaron anclas a cuatro tiros de ballesta de donde la arena estaba y botaron al agua esquifes y bajaron a ellos muchos ballesteros armados y algunos espingarderos con sus truenos. Y éstos vinieron a remo hasta la playa donde yo estaba. Y en llegando me dieron voces que quién era y yo entré por el agua a ellos y me abracé llorando a los primeros que se bajaban besándoles las cruces y medallas que al pescuezo traían. Y ellos eran ballesteros membrudos y morenos que me parecieron castellanos mas luego resultó que eran portugueses. Y el que venía al mando dellos era un piloto de nombre Joao Alfonso de Aveiros. Y se estuvo gran pieza hablando conmigo en la arena y preguntándome cómo había llegado allí. Y parecía muy sorprendido y contrariado de haber encontrado en tal lugar a un castellano. Y porfiaba mucho con sus preguntas, como si recelase que yo mentía en aquello que decía. Mas luego llegó el negro Amaro, aquel que era mandamás de Sofala y Joao Alfonso fue a hablarle mediando yo en las parlas. Y le regaló unos collares de abalorios que traía y un espejo chico y otras quincallas, lo que el otro tuvo a gran merced y allá hicieron el uno con el otro sus asientos y bien por dos horas estuvieron altercando. Y los negros de Amaro trajeron salazón para los ballesteros y no se maravillaban más de la pajiza color de los cristianos porque ya estaban hechos a verme a mí y pronto habían entendido que eran de mi misma nación. Y el dicho piloto mandó luego a los ballesteros que me llevasen a la nao de Bartolomeo Díaz. Y ellos me llevaron en el esquife chico remando muy briosamente, que empezaban a venir olas crecidas que mucho estorbaban el andar.

Y así nos llegamos al costado de una carabela que tenía por nombre la "Santísima Trinidade". Y nos echaron escalas los de arriba y me ayudaron a subir. Y en la dicha carabela iban los marineros descalzos y casi en sus cueros y sólo habría diez o doce ballesteros que tuvieran camisas y zapatos y entre ellos estaba un hombre, de más edad y de barba recortada y decentemente vestido con un pellote ligero, que daba muestras de ser el almirante de aquella flotilla.

Y lo era y supe que se llamaba Bartolomeo Díaz y en dándole uno de los que me traían el parte de quién era yo y cómo me habían encontrado, viviendo entre aquellos negros del pueblo de Sofala, el almirante torció el gesto como si no le gustara lo que oía. Y luego se quedó reflexionando y dio órdenes de que los otros tornaran a tierra que yo quedaría allí embarcado.

Y en llegándose a mí me habló en castellano y me hizo pasar a su cámara que estaba a la parte de popa, debajo del castillo. Y era una cámara muy ancha como sala y tenía dos ventanas emplomadas encima del mar. Y allí me ofreció asiento y me estuvo preguntando muy menudamente cómo había llegado tan lejos y qué mandatos traía y de quién eran los huesos que en mi saco llevaba, que ya varias veces me lo habían abierto Joao Alfonso y los otros ballesteros y cuando veían lo que dentro iba me lo devolvían luego con un gesto de asco, siendo gente de natural supersticioso. Y nunca notaron que entre los huesos largos y la calavera de fray Jordi iba el unicornio y yo en todo el viaje me cuidé mucho de decírselo porque no quería que la causa de tantas muertes y trabajos acabara en la botica del Rey de Portugal. Y así me estuvo preguntando Bartolomeo Díaz por muchas cosas y por mi patria hasta que la oscuridad de la noche venida tornaron los esquifes que habían ido a tierra con ciertas mercaderías y fardajes del trueque y se encendieron los fanales y a su luz hubieron colación de galleta seca y tasajo y tocino. Y a mí me dieron ración como a los otros marineros, sentado entre ellos que muy curiosamente me miraban. Y Bartolomeo Díaz había dado orden que no se me hablara, así que ellos andaban en sus parlas portuguesas, que yo empezaba a entender a medias, sin hacerme caso alguno. Y noté que muchos de ellos estaban señalados de látigo en las espaldas y gastaban luengas barbas y crecidos cabellos y daban señales de estar muy maltratados de la vida. Y más adelante vine a saber que no eran sino penados de las prisiones del Rey que se enrolaban a navegar para redimir penas con los viajes más allá de la tierra conocida, donde nadie quería ir de grado pensando que hallarían la muerte.

Y luego que hube hecho colación vino un ballestero a llevarme a la cámara del almirante. Y allí estaba el dicho almirante deliberando en consejo con Joao Alfonso y otros dos, que me parecieron pilotos o cómitres de las otras carabelas. Y parecían preocupados de haberme encontrado, de lo que yo saqué en limpio que aquellas vedas portuguesas de navegar más abajo del país de los moros, que había sabido cuando tomamos la nao a Safí, debían seguir adelante después de tantos años pasados. Y uno de los pilotos dijo en su parla, sin pensar que yo lo entendería, si no sería mejor degollarme y tirarme al mar. Mas Bartolomeo lo miró severamente y dijo que eso no se haría con un cristiano que tanto había pasado por servir a su Rey y que lo que cumplía hacer era llevarme al Rey de Portugal para que él dispusiera lo que había de ser de mí. Y que mientras tanto se me trataría bien y se me daría una ración de marinero ordinario. Y los otros estuvieron de acuerdo y el que había hablado de degollarme quedó muy corrido y se excusó que él sólo quería mantener el secreto de las navegaciones del Rey de Portugal. Y de unas cosas y otras iba yo atando cabos y me iba certificando de que aquella flotilla andaba explorando muy secretamente costas nunca antes frecuentadas por cristianos, en busca del país del oro y las especias, en lo que tenían gran competencia con Castilla. Mas iban los lusos más adelantados que los castellanos y de eso les venía el temor de encontrar a un castellano tan lejos. Y luego me dejaron dormir en un camaranchón lleno de cuerdas y hopos de cáñamo y velas plegadas, donde me hice cama la mejor aparejada que en muchos años había tenido y, acunado por el suave vaivén del mar, me quedé dormido tan a sabor y profundamente que no me despertara un trueno de espingarda que al oído me dieran.