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A otro día de mañana desperté tarde, cuando estaba el sol alto, y la nao se bamboleaba gentil y suavemente empujada por la brisa del mar que volviéndose a tierra henchía las velas.

Salí del camaranchón y vi que llevábamos rumbo al Mediodía y que las otras naos iban delante muy marineras abriendo espumas. Y los hombres estaban cada cual a su oficio y cantaban, y el almirante, desde el andamio del castillo de popa, los miraba hacer. Y todos parecían contentos porque iban de tornada a Portugal. Y el dicho almirante cuando me vio salir a la cubierta me hizo seña que fuese a él y yo le fui a besar la mano y él me contó en parla castellana cómo había determinado llevarme a Portugal para que el Rey dispusiera lo que había que hacer conmigo. Y que, mientras tanto, podía moverme libremente por la nao sólo que me quedaba prohibido preguntar cualquier cosa que tuviera que ver con aquella marinería y navegación que estaba viendo. Y de lo demás y de mis cosas tenía licencia para hablar.

Y luego fue discurriendo sobre otras cosas y cuando halló que yo sabía leer y escribir y que había sido criado y cronista del Condestable de Castilla, se alegró mucho y me fue tomando más respeto y me miraba con otro asombro en los ojos, como si por vez primera me estuviese viendo y fuera ilusión cuanto de mí catara hasta aquel momento viéndome en tan menguadas trazas. Y mandó venir a un Joao Tavares, que era su criado, y le dijo que me pelara luego las barbas y me rapara. Y en pelándomelas el otro ya cobré más facha de cristiano y me mostraron un espejo para que viera qué aspecto tenía y yo volví a ser a mis ojos el que salió de Castilla y hube mucha emoción de verme. Y Bartolomeo Díaz me puso la mano en el hombro y se estuvo mirando largamente al mar que detrás íbamos dejando. Y las gaviotas de lo alto se alborotaban con sus roncas voces. Y luego el almirante mandó que me trajeran vino y aquel Joao Tavares me dio una jarrilla de madera de la que bebí con mucho deleite soplándole los mosquitos y el almirante se sonreía y me preguntó cuánto hacía que no lo cataba. "No lo puedo saber, mi señor -le dije yo-, que cuando la última vez lo bebí fue el año de gracia del Señor mil cuatrocientos setenta y uno en que salí de Castilla y por mis cuentas habrán pasado quince años desde entonces". A lo que el almirante rió de buena gana y me dijo: "No han pasado quince, hombre, sino diecisiete. Ahora estamos en mil cuatrocientos ochenta y ocho y cerca ya de la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo y del cambio de fecha". Y luego platicamos de escribanías y poesía y el almirante era muy aficionado a los versos y me hizo recitar algunos que yo sabía de memoria y hubo mucho placer en ello.

Y aún en los días que siguieron me hizo leer algunos de ciertos librillos muy preciosamente manuscritos que en su cámara llevaba y me hizo mucha merced y franquezas. Y viendo cómo me trataba él, igualmente me favorecían los otros. Y sobre esto he de decir que, por lo que tengo visto, la portuguesa es buena gente y piadosa y abierta de corazón. Y en el tiempo en que estuve en su compañía y cautiverio nunca tuve queja de ninguno, sino que todos se apiadaban de mí y me hacían merced.

Por las hablas de la gente y por lo que fui viendo quiso la misericordia de Dios nuestro Señor que el día de antes de llegar la flotilla a Sofala, donde me hallaron, había determinado el almirante no seguir más a Septentrión y tomar la vuelta del Mediodía. Mas cuando estaban maniobrando para retornar, un vigía que en lo alto de la cofa estaba dio grita de que veía parpadear luces a lo lejos en la barra del horizonte. Con lo que el almirante determinó seguir un día más por saber qué eran aquellas luces.

Mas luego que me recogieron y tomaron nota de lo que hallaron en Sofala, dieron vuelta y bajaron hacia el Mediodía. Y los pilotos iban registrando las costas y no apartándose nunca de ellas y asentando en sus papeles los montes y cerros y arboledas y cabos y ensenadas y peñas y otros accidentes que por ella se descubrían.

Y así iban levantando sus cartas de marear muy menudamente en servicio de su Rey. Y a los veinte días de navegación arribamos a un río que llamaron el Ocho. Y era una desembocadura grande que vertía gran copia de barro en el mar. Y allí arrimamos los barcos y echamos ancla y se botaron esquifes con barriles por hacer la aguada. Y aunque yo no bajé a tierra, el "Santísima Trinidade" estaba tan cerca de la playa que bien pude ver cómo los ballesteros levantaban un mojón grande y alto amontonando muchas piedras y mampuestos que de dentro de la tierra traían. Y en ello pusieron grande esfuerzo mientras otros subían y bajaban toneles haciendo la aguada y abastando las naos. Y aun otros se entraban por aquellas espesuras de los árboles y ballesteaban carne y tornaban con cabras y sabandijas y asábanlas en la playa con gran deleite y acuerdo de los que en las naos quedaban.

Y de allí a dos días nos partimos muy bien abastecidos de viandas y agua dulce y dejando atrás un mojón o pedrao como en lengua lusa lo llaman, de más de cuatro estados de alto en el que un cantero puso una lápida con el escudo del Rey de Portugal y la fecha. Y esto valía por tomar posesión para su Rey de todas las tierras y afluentes que aquel río bañara, en lo que me pareció notable demasía de los lusos. Mas sobre esto nada dije, tan grande era la merced que de ellos recibía, que era como si me sacasen de la muerte cierta y nueva vida me dieran. Mas en otras cosas advertílos igualmente aparatosos como en lo de usar hinchados y luengos nombres, como si en todos hubiera alcurnia y nobleza, y en lo de llamar a la menor de las carabelas "O Terror dos Mares".

Y era dicha carabela tan menguada y tantas aguas hacía que muy por menudo hacían plática de barrenarla y perderla porque retrasaba a las otras, mas el almirante no se determinaba a perderla.

Pasando adelante la víspera de la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo cruzamos por la parte de Poniente por mar muy abierto que el almirante había llamado cabo de las Tormentas por una muy mala que sufrieron cuando la ida, mas hubo suerte a la tornada y lo cruzamos sin daño ni esfuerzo. Y después de navegar dos días más pegados a la costa que de costumbre, luego nos separamos un poco más y tomamos la derrota de Septentrión. Y así llegó la Navidad y ya me dejaron bajar a la playa donde se hizo misa solemne y se rezó un rosario y juntamente cantamos un "Te Deum Laudamus". Y luego comimos carne y repartieron un cubilete de vino por cabeza en muy buena hermandad. Y yo dormí aquella noche con otros en la playa y no pude pegar ojo pensando en mi presente dicha y en que muy pronto vería a mi señora doña Josefina, la cual me creería ya muerto. Y en pasando adelante de allí a pocos días fuimos a dar en otra desembocadura de río grande y nuevamente bajaron hombres a hacer la aguada y a ballestear carne y a levantar un pedrao como el que dejábamos en el otro río. Y a éste llamaban río Siete, de donde deduje que quedaban otros seis por recorrer antes de llegar a Portugal. Y con esto fui cavilando sobre las jornadas y las leguas que faltarían para rendir viaje, que eran más de lo que primero había pensado. Y luego vine a saber que los portugueses no dan nombre a los ríos en sus cartas y papeles sino solamente números porque el nombre ha de acordarlo el Rey de Portugal que muy estrechamente sigue los negocios de las exploraciones y descubrimientos.

Y en esto y otras muchas cosas me pareció que eran gentes muy concertadas y veladoras de sus haciendas.

Y con esto proseguimos nuestro camino y navegación otros dos meses demorándonos en aquella costa por reconocerla y levantando las cartas de marear, que en la ida no lo habían hecho los pilotos por ser ésta la costumbre portuguesa de pasar ligeramente hasta el final del viaje y regresar luego más despacio y por menudo. Y algunas veces se bajaban a hacer aguadas o a reconocer promontorios y bajos y un par de veces regresaron con presa de negros que luego traían a la "Santísima Trinidad" a que yo hablara con ellos, mas aunque ensayaba muy voluntariosamente todas las fablas y palabras de diversos negros que conocía, ninguna de ellas era entendida por los que me traían. Y de ello íbamos sacando en consecuencia haber más copia de hablas distintas entre los negros que entre los blancos que pueblan los reinos de la Cristiandad.