Y luego que eran examinados aquellos negros, los devolvían a la playa y los liberaban sin más daño que el miedo que pasaban sino un par de veces que tomando negras estuvieron los hombres solazándose con ellas el tiempo que nos demoramos en la aguada y las otras cosas, mas luego las despidieron con regalos y ellas, aunque preñadas ciertas, parecían contentas.
Y en estos navegajes ya me fui acostumbrando a ir en naos y cuando se alzaba la mar bravamente lo soportaba bien y no tenía que pasarme el día en vomitorios como al principio. Y amistaba con algunos hombres tanto ballesteros como de marinería y hablaba con ellos en su lengua, empedrando palabras de la mía, que las dos se parecen bastante por ser naturales de lugares tan vecinos. Y así fuimos pasando por otros tres ríos más juntos que los que dejo dichos y éstos se llamaban Cinco y Cuatro y Tres, de donde yo fui acrecentando mis esperanzas viendo cuán presto estaría en mi tierra. Y cada día hacía propósito de buscar a mi señora doña Josefina en viéndome libre y de no separarme de ella jamás.
Y me complacía, cuando estaba solo o antes de dormir, en imaginar cómo sería nuestro encuentro si a la luz del sol o debajo de las muchas estrellas del África y los dulces besos que habíamos de darnos y las largas pláticas que tendríamos en aquel jardín de micer Aldo Manucio sobre lo que había sido su vida y la mía en aquellos luengos años de nuestra soledad y apartamiento. Y hasta tenía pensadas las palabras justas con que la habría de dar cuenta y embajada de mis desventuras y trabajos en el país de los negros callando tan sólo lo pasado con Gela, por excusar celos que, hasta las mujeres de mejor talante, luego que saben de otra, los sufren y padecen y a la más alegre dellas no le verás cara buena en diez o doce días.
Y con esto me iba animando mucho y se me hacía más llevadera la fatiga de la navegación. Y en este tiempo llegó el de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo y para esas fechas desembarcamos en una playa larga de muy fina arena y nos confesamos unos con otros, según la costumbre del mar, y oímos misa muy devotamente y tomamos comunión delante del almirante y luego hicimos fuegos y al otro día esparcimos ceniza por las cabezas e hicimos cruda penitencia con que quedamos todos muy edificados.
Los actos ya dichos pasados, partimos de allí y siguieron las naves más pegadas a la tierra y más a menudo se iban y venían esquifes, aunque no había mengua de agua dulce. Y esto entendí ser porque iban a ver puestos donde en otros viajes habían dejado gente, lo que me aseguró estar acercándonos ya a la tierra de los moros en cuya derrota íbamos, si bien todo esto que digo era pensamiento mío pues nadie me daba parla de tales asuntos ni yo osaba pedirla. Y en esto eran muy observantes los marineros y la ballestería, que las más menudas faltas castigábanse allí con muy rigurosas y fieras tandas de palos de que todos quedaban muy escarmentados y edificados. Y aún hubo más el día en que dos hombres en liza se dieron de puñaladas y este ruido acaeció en la nao que decían de "San Joao", a lo que el almirante mandó juntarse en la costa los capitanes todos y algunos pilotos y las gentes de más respeto.
Y allí hicieron juicio como en los asuntos de guerra se suele hacer y se vio cuál de los hombres era el culpable que más ligeramente hiriera al otro y luego lo hizo enforcar y colgar de un árbol. Y a la tarde bajaron el cuerpo y le dieron sepultura muy cristianamente con responso rezado.
Y pasando adelante, el día de San Juan Bautista dimos vista al río que decían Dos. Y el dicho río era el de los Negros por otro nombre llamado y era ancho a maravilla y su desembocadura se abría en muchos distintos caños y pasamos enfrente de hasta cuatro de ellos muy turbios de los muchos lodos que bajaban al mar. Y en llegando al más ancho de los dichos caños, que traía el agua verde, las naos enfilaron por él penosamente subiendo y echaron ancla en un resguardo donde las aguas se amansaban. Y a la parte de enfrente había un castillo muy fuerte y dilatado de los que contra la mar se hacen, o albacara baja, con los muros muy blancos de piedra y al pie de este castillo algunos esquifes y otras barcas chicas que luego vinieron a nosotros. Y los que en ellas venían eran unos negros al remo y algunos portugueses al timón y pasajeros. En lo que noté que aquél debía ser el pueblo donde, por hablillas que yo había tenido, muy menudamente se comerciaba cambiando a los negros baratijas y sal por oro y marfil. Allí estuvimos dos semanas y hubo mucho ir y venir de esquifes y balsas llevando y trayendo carga hasta que las carabelas estuvieron muy bien abastadas y llenas y en acabando la aguada levaron anclas y partimos. Y en este tiempo no me bajaron a tierra sino que me tuvieron en la nao, aunque yo podía moverme libremente por ella y salir a cubierta cuantas veces quisiera. Y luego que tornamos a la mar íbamos siguiendo la costa como antes, pero esta vez rumbo a Poniente y, en una parla que tuve con un ballestero con el que había amistado y que se llamaba Sebastián de Silva, me contó cómo aquel pueblo que dejábamos atrás del castillo era de un castellano muy rico que había renegado de la fe cristiana tornándose moro y se hacía llamar Mojamé Lardón y que tenía una señal de mucha memoria y ésta era un jabeque tallado que le cogía desde la boca hasta la oreja por toda la cara y que él cuidaba llevarlo siempre tapado del velo blanco que usan los moros principales. Por lo que conocí ser el mismo Pedro Martínez de Palencia, aquel alborotador, facedor de deservicios al que llamábamos "el Rajado", que viniera con nuestra ballestería y luego desertara con otros por irse en busca del país del oro. Y pregunté por las otras señas de su cuerpo y la talla y los andares y la voz y en todo me contestó Sebastián con señales que le venían bien aquel Pedro Martínez, de lo que mucho me espanté de tener noticias suyas al tanto tiempo de creerlo muerto. Y ahora vivía como un poderoso duque de los negros y era su posada la más grande de aquel pueblo y se había hecho alfaqueque de los tratos entre los portugueses y los mandamases negros del río arriba. Y toda mercadería pasaba por sus manos y tenía con él una copia de hombres armados más que hueste real, con tres capitanes blancos que por las señas conocí ser algunos de los otros ballesteros que con él se fueron. Y tenía en su casa cuatro mujeres negras y moras y más de veinte barraganas. Y era de todos respetado por río arriba a causa de los grandes castigos y escarmientos que hacía en cuantos osaban chalanear sin su aviso.
Y siguiendo adelante en nuestra navegación fueron menguando las espesas arboledas y las playas se hacían más largas y vacías y la mar más bonancible y tranquila. Y luego de ir casi un mes a la parte de Poniente, la costa se enderezaba otra vez al Septentrión y apenas pasaban seis o siete días sin hacer parada para cargar fardajes y barricas de algún puesto de la tierra. Y venían a traerlo negros muy altos y nervudos y muy bien servidos de sus partes viriles, sobre lo que los ballesteros y marinería hacían muchas burlas y chanzas con su punto de envidia. Y los fardos que traían luego se almacenaban en lo hondo de los barcos y dábamos velas de nuevo.
Y así nos llegó la Virgen de Agosto que celebramos muy devotamente y por dos veces nos cruzamos con otras naos portuguesas que bajaban a donde nosotros subíamos y hacían señales con banderas y cambiaban noticias y una vez pararon para pasar a la "Santísima Trinidade" unas barricas de salazón y otras cosas. Y unos días antes de San Miguel, viernes, llegamos al río Uno que era el último grande antes de Portugal. Y allí desembarcamos, mas ya en éste había un pedrao más antiguo y lo que hicimos fue cargar ciertas cosas y dejar algunos hombres que venían aquejados de calenturas desde que estuviéramos en el río de los Negros, donde habíamos padecido mucho de mosquitos y tábanos que son muy dañosos por aquellas partes. Y estos hombres luego tuvieron muchos vómitos y uno de ellos se consumió y murió.