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Veinte

Después que salimos del último río, apartáronse las naos de la costa y algunos días no parecía sino que andábamos por medio de la mar océana. Y mecíanse mucho las tablas y no se divisaba cosa alguna sino agua por todas partes, puestos los oteadores de la cofa en gran prevención. Y así anduvimos bastantes días como si Bartolomeo Díaz recelara de algo. Y a veces juntábanse dos y hasta tres carabelas muy juntas y hacían sus acuerdos y secreteos los pilotos dellas y especialmente aquel Joao Alfonso de Aveiro en cuya pericia el almirante tanto fiaba. Y al cabo de dos semanas tornamos otra vez a divisar la costa y paramos en dos o tres lugares en los que ya no me consintieron que bajara aunque ya noté por otras señas ciertas que eran de tierras de moros. Y en algunas conversaciones oí decir que dentro de tantos y cuantos días pararíamos enfrente de Safí con lo que di en pensar una traza cumplidera para escapar de los portugueses. Y ésta sería que, en estando lo más cerca de la costa que la nao echara anclas, acecharía a la noche, cuando ya los velas cabecean con el mecimiento de la marola, y me descolgaría por un cabo de cuerda en la parte de atrás de la nao, donde el almirante tenía sus ventanas, que en llegando la tarde y muerta la luz del sol él siempre cerraba. Y por aquel lado bajaría más a salvo poniendo pie en ciertas maderas hasta las puertas del timón. Y llevaría el saco de los huesos atado a la cintura. Y en este cumplimiento me había procurado un cabo de cuerda gruesa y otro más fino. Y luego que en la mar estuviera me iría nadando como pudiera, con mi brazo de menos, que yo era gran nadador, y ya estaría cerca de la costa. Y sin ser notado me llegaría a la playa y en llegando a tierra me metería entre los árboles y allá aguardaría como en celada hasta que la flotilla fuera ida y entonces saldría de mi escondite e iría a presentarme a aquel criado del cónsul genovés que allí tenía su asiento y que me conocía de la otra vez. Y él me haría llegar sano y salvo a Marraqués donde me reuniría con mi señora doña Josefina y desde allí Aldo Manucio se ocuparía de que llegásemos felizmente a Castilla.

Y en habiendo determinado lo dicho, cada día disimulaba mi pensamiento y no osaba repasar la traza por pulir sus minucias y accidentes hasta que estaba solo o me fingía dormido, pues hasta temía que de sólo pensar en presencia de alguno, luego se me pudiera adivinar el pensamiento, tanto más cuanto los portugueses sabían que aquél era el puerto donde la expedición de nuestro Rey y señor don Enrique el Cuarto tocara tierra la vez primera, según yo varias veces les había referido al almirante y a sus pilotos cuando tanto me preguntaban los primeros días que con ellos estuve.

Mas las cosas se aparejaron de modo muy distinto a como yo esperaba y ello fue en mi provecho si bien se mira y como después se verá. Y fue que en llegando a donde el puerto de Safí estaba, echaron ancla las naos y bajaron esquifes con ballesteros y entre ellos iban algunos pilotos y Bartolomeo Díaz. Y yo quedaba mirando la disposición y hechura del puerto y de la costa toda. Y estábamos tan cerca de la tierra que muy bien se podría salvar aquella distancia a nado. Y en mirando aves pasar, todos los agüeros los veía buenos, con lo que quedaba yo muy determinado a escapar aquella misma noche en cuanto los primeros velas estuviesen dormidos. Mas antes de que cayera la tarde volvieron los esquifes y subió a bordo el almirante y se retiró a platicar en su cámara con dos o tres oficiales y luego hizo colación la marinería, y yo con ellos, y un contramaestre me vino a decir que en adelante había de dormir en el cuarto de las velas, donde estaban las sogas, y así que hube entrado en él me atrancaron la puerta por de fuera. Y yo pasé aquella noche maravillado de cómo habrían podido tenerme barrunto de que me pensaba escapar si a nadie había comunicado mis trazas. Y me preguntaba si habría hablado en sueños o si era cosa de hechicería y adivinanza.

Y todos los días que allí estuvimos, que fueron tres, dormí de noche encerrado. Mas al segundo tuve noticias ciertas y vi que de nada me hubiera servido ponerme en peligros de morir ahogado por mi deseo de escapar. Y fue que aquel Sebastián de Silva con el que tanto amistara bajó a tierra y entró en pláticas con un veneciano de los que en las casas del consulado estaban. Y le preguntó por aquella castellana doña Josefina que diecisiete años atrás había llegado a Marraqués con la gente del Rey de Castilla y por las otras personas que con ella iban. Y supo por él que estas gentes habían cruzado el desierto de arena y habían muerto todos luego en el país de los negros y que la señora, cuatro años pasados desde la partida y muerte de los hombres, casó con un moro rico de Marraqués y tuvo dél cuatro hijos y una hija y al tener la hija murió de sobreparto, lo que fue muy llorado por todos por el mucho afecto que le tenían. Y que de las dos mujeres que con ella quedaban y eran sus criadas, la una murió de allí a poco, sirviendo a otro mercader veneciano de nombre Sebastiano Matticcini y la otra casó con un moro que la llevó a otra ciudad, a Mequenés o a Fes, y no se volvió a saber della. Y que un cierto Manuel de Valladolid, que tampoco se determinara a cruzar el arenal y que fuera el contador y mayordomo del Rey en aquella desventurada tropa, amistara mucho con un moro notable de la ciudad del que se hizo tan amigo que no quiso tornar más a Castilla. Y esto sería también por miedo a que la justicia del Rey le demandara ciertas culpas y abominaciones. Y acabó tornándose moro y renegando de la verdadera Fe. Y lo ahijó su amigo y cuando este murió heredó dél muy buena hacienda. Y que era tan devoto y celoso observador de la ley del falso profeta Mahoma que gozaba de muy buena reputación entre los moros y el Miramamolín lo entraba en su Consejo y no daba paso sin consultarle, y lo colmaba de mercedes y honores.

Cuando supe la muerte de mi señora doña Josefina sentí que mi vida no valía ya nada y se me fueron los pulsos y quedé sentado como estaba en mi mazo de cuerdas, fuera de seso, sin saber qué decir. Y mi amigo, que sabía algo del mal que me aquejaba, me puso la mano en el hombro y me anduvo consolando con aquellas palabras acordadas y dulces como música que tiene la fabla de los portugueses. Mas yo no tenía consuelo de aquello y solamente miraba al mar por no ser de otros notado y silenciosamente me estuve llorando muy amargas y calientes lágrimas que la brisa salada del Poniente secaba nada más nacer y me las iba doliendo por las mejillas. Y ya no pensé en escapar de la nao ni de cautiverio alguno sino que determiné dejar mi alma y mi cuerpo en las manos de Dios Nuestro Señor para que fuera servido tomarlas cuanto antes porque más no quería vivir ni seguir penando. Y aún no me consolaba cuando tornamos anclas y seguimos levantando espumas por los caminos tristes de la mar.

Mas según los días fueron pasando iguales como rueda, cada uno con sus afanes, fui yo saliendo de mi postración y tristura en lo que mucho me ayudaron las gentilezas y piedad que conmigo gastaban Sebastián de Silva y los otros que por su mediación fueron luego sabiendo la causa y raíz de mis desventuras. Y con mucha razón me tenía por el ser más desdichado del mundo y hasta los que hasta entonces me despreciaban a veces y me mandaban "manco trae esto" o "manco lleva esto allá", las más de las veces por mortificarme, mudaron ahora y procuraban me favorecer y tenían piedad de mí. Y con esto, como el alma humana antes quiere vivir de esperanza que finar de desesperación, fue cerrando la llaga que doña Josefina había en mí abierto y me fui conformando y me fue doliendo menos aquella honda herida nunca del todo cerrada que siempre me acompañará hasta el momento de mi muerte. Y fui dando entrada a otros pensamientos de más consuelo y así pensaba otra vez en que habría de llevar el unicornio al Rey y que él me recibiría con mucha pompa y nobleza en aquella sala grande de su alcázar y que me colmaría de honores y que yo sofrenaría las lágrimas cuando estuviera rodilla en tierra delante dél escuchando cuantas alabanzas de mí dijera a sus cortesanos. Y cómo luego me daría licencia y me regalaría un caballo suyo y una bolsa de doblas y yo acudiría a presentarme delante de mi señor el Condestable y que el dicho Condestable me recibiría derramando muy tiernas lágrimas y abiertos los brazos como a hijo que vuelve de cautiverio y que me regalaría una huertecilla en los pagos del Guadalbullón para compensarme por mis quebrantos y servicios, mas yo le diría que antes quisiera el premio de volver a servir al Rey en las escaramuzas contra moros y él miraría por mi brazo manco sin decir palabra y yo le mostraría que aún puedo hacer molinetes de estoque certeramente con la mano que me queda y que el brazo manco es capaz, con cierto artificio de correas que tengo muy pensado, de gobernar adarga como si lo asistiese mano. Con lo cual quedaría mi señor el Condestable muy admirado y me daría venia para acompañarlo otra vez contra el moro como en los tiempos de antes. Y aunque mi salud quebrantada y mi ser sin dientes y el dolor y el desconcierto de todas mis coyunturas y el molimiento de mis huesos y mis barbas blancas ya eran más aviso de ancianidad achacosa que de lozana juventud, yo quería persuadirme de que las cosas volverían a ser como antes y de que en tornando a Castilla todo se hallaría como el día que fuimos partidos della. Y en estos consuelos fui pasando adelante y ya no hice por huir a parte alguna de las del reino de los moros que íbamos topando, aunque aún me encerraban las noches por quitarme el pensamiento y ocasión de la huida.