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Las cosas que digo pasadas en aquel castillo me detuvieron hasta que fue hora de comer en que volvieron a dar un plato de cierto pescado sabroso que allí guisan con yerbas y vinagre. Y me dieron otra vez vino y pan y vinieron nuevos guardas a saber mi historia y yo se la contaba y luego ellos socorrieron mi pobreza con ciertas limosnas. Y a la tarde me llevaron los primeros guardas por una calle ancha donde están las tiendas de los mercaderes y los obradores de los artesanos y luego fuimos subiendo por unas cuestas a un monte alto en somo del cual está el alcázar del Rey de Portugal. Y en llegando allí me estaban esperando ciertos cortesanos y secretarios y algunas mujeres se asomaron a verme en las ventanas. Y luego un hombre tomó de mí el saco de los huesos y me llevaron por ciertas salas a un corredor ancho con ventanas emplomadas donde el Rey estaba arrimado a un brasero de bronce, mirando al mar. Y el Rey era un hombre chico y ya viejo, de blancos cabellos y barbas y, aunque el cortesano que me llevó a él me había advertido que no me acercara a más de cuatro pasos dél, yo lo olvidé luego y como el Rey se volvió a mirarme fui a hincar la rodilla a sus pies, como en Castilla usamos, y luego le besé la mano y él me mandó alzarme y entonces me aparté los pasos que me dijera el cortesano y el Rey se sentó en una silla de tijera que junto a la chimenea estaba y me preguntó mi nombre y cuántos años tenía y cuando dije que cuarenta y uno, los cortesanos que con el Rey estaban se miraron muy espantados en lo que noté que les parecía ser más viejo. Y luego el Rey mandó ponerme una silla y me dijo que pormenorizadamente le refiriera cuanto me había acaecido desde que salí de Castilla hasta que Bartolomé Díaz me encontrara, lo que yo hice en la lengua de los portugueses por ser de todos bien entendido, que ya sabía hablar en ella. Y allí me estuvieron escuchando el Rey y su Canciller y sus secretarios y muchos cortesanos que luego fueron entrando con sillas y cojines hasta que se fue la luz de las ventanas y se hizo la noche. Y vinieron criados con candelabros y lámparas a cuya luz yo proseguí mi relato. Y de vez en cuando despabilaban los braseros con ascuas que subían de las cocinas. Y luego llegó la hora de cenar y el Rey se retiró a hacer colación y los guardas me llevaron a donde ellos posaban y me dieron de comer de lo suyo. Y con esto me volvieron a donde el Rey y de allí a poco tornó él y me dio licencia para que prosiguiera mi relación donde antes la había dejado hasta que, ya bien entrada la noche, lo acabé todo.

Y con esto el Rey me despidió y me mandó dar una manta y unas calzas de más abrigo que las que llevaba y con esto se retiró y se fueron todos con él. Y los guardas me llevaron al aposento donde ellos paraban y allí dormí aquella noche en un medio camastro de los que ellos tienen.

A otro día de mañana me llevaron a una cámara grande donde había dos mesas y unos estantes de madera con mapas y papeles y uno de los secretarios del Rey, que yo tenía visto del día de antes, me dijo que el Consejo real había determinado darme a escoger entre quedarme a vivir ya toda la vida en Portugal o, si esto no quería, tornarme luego a Sofala de donde Bartolomé Díaz me sacara, porque de allí a dos meses volvería la flotilla de Portugal a visitar aquellas costas. Y yo, que por nada del mundo quería volver a tales infortunios, le dije que antes preferiría quedarme en la tierra de Portugal entre cristianos aunque fuera en una mazmorra. Y él se sonrió como para sí y me dijo: "No será tan malo, Juan de Olid, que, si los asuntos del Rey nuestro señor se aparejan como creemos, a lo mejor dentro de dos o tres años quedarás libre de tornar a Castilla. Y esto que digo depende de un negocio que el Rey ha pedido al Papa de Roma, así que no es cosa que esté en nuestra mano remediar ni prometer".

Con las vueltas del tiempo he venido a saber que aquel negocio era la partición de la bola del mundo en dos mitades, una para el Rey de Castilla y otra para el de Portugal. Mas, en aquel entonces, quedé tan a oscuras que gasté muchos días y noches cavilando cómo podía depender mi poca libertad de un negocio tan alto en el que el Papa de Roma estaba.

Aquel mismo día por la tarde me sacaron de donde la guardia y me devolvieron el saco de los huesos. Y yo lo abrí y vi que los huesos y el unicornio seguían allí y es la cosa que los que dentro dél miraban, como estaba oscuro, no notaban más que los huesos y la calavera de un hombre, con lo que luego tomaban aprensión y no querían indagar más.

En una galeota me volvieron a cruzar el río de la Paja y aquella noche me dieron cama y posada en el mismo castillo de la víspera. Y al otro día, desandando los familiares caminos, en el fuerte de Setúbal. Y por la plática de los guardas que me llevaban, que eran nuevos, supe que el Canciller había dispuesto que había de vivir en el castillo de Sagres que es el más asomado a la mar que tienen los reinos de Portugal. Y éste está puesto en somo de una peña pelada donde hay una fuerte guarnición y presidio. Y en alcanzar aquel lugar estuvimos una semana y luego dejáronme en poder del alcaide y se despidieron de mí los guardas y se tornaron.

Y el dicho alcaide ya sabía por cartas quién era yo y cómo había de tenerme en prisión, no porque hubiese hecho mal alguno sino porque así convenía al servicio del Rey. Y me recibió bien y apiadado de mí y me dio un calabozo alto donde entraba el sol por una ventana y mandó que me pusieran cama de paja nueva para que no me afligiera tanto la humedad y el salitre del mar. Y cada día me daban de comer la misma ración de los guardas y soldados que allí están. Y me dejaban salir dos o tres horas a la azotea ancha donde están los cañones y no me prohibían hablar con los velas que allí hacen sus turnos, de los que, con la curiosidad de mi vida pasada, fui haciendo algunos amigos.

De esta manera pasé cuatro o cinco meses y al final me iban tomando confianza y ni siquiera me cerraban la puerta del calabozo y a veces me mandaban hacer recados por dentro del castillo. Y el dicho castillo es el más grande que imaginarse pueda, pues ocupa toda una península que se asoma en altas peñas y cuestas sobre la brava mar, y por este lado no precisa de muralla ni defensa alguna. Y la única barrera barreada está por el lado de tierra que es muy estrecho y por aquí está la muralla fuerte y bien guardada. Así que yo tenía licencia para andar libremente por dentro y no podía escapar si no fuera tirándome al mar, de lo que sin duda moriría por ser allí muy bravo y abierto y de altas olas batido.

Con esto me fui ganando la confianza de los oficiales y del alcaide y algunas veces me dejaron salir del castillo para ir al pueblo, donde vivían las mujeres de los soldados y artilleros y peones y otras de la mancebía. Y el dicho pueblo tiene unas casillas muy míseras de las cuales las primeras están a dos tiros de ballesta de las puertas del castillo. Y allí me mandaban a veces los guardas a comprar vino, que en el castillo no lo había por las ordenanzas, o a traer comida caliente de la taberna. Y de esta manera me ganaba algunos dineros o algún regalo de cosas de comer o de vino y, siendo los guardas gentes simples, yo también me hacía más simple de lo que soy por engendrarles confianza y amistad. Y ellos, por matar sus horas de vigilancia, que son muy tediosas, me hacían venir a sus puestos para que les contara cosas del país de los negros. Y lo que más a gusto oían era lo referente a como se ayuntan las negras y a qué partes de mujer tienen y a si las dichas partes son más duras y calientes que las de las blancas y al gusto con que se ofrecen a los blancos. Y hacían muchas chanzas sobre esto y uno de nombre Barrionuevo, cabo de ellos, me decía que el día menos pensado iban a botar una galeota y me iban a nombrar almirante de los guardas de Segres para que los llevara a donde las negras estaban. Y que íbamos a alcanzar fama en la labor de empreñar y repoblar a todas las negras del África. Y con todo esto me trataban bien y me daban confianzas y yo me hacía criado de todos y me llamaban "el manco de los güesos" por los que en el saco traía, mas no por burla de mi desgracia sino por su simplicidad de soldados. Y nadie sabía allí mi nombre sino que yo era "el manco de los güesos".