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Y algunos días hice tomar algunas liebres y echarles cascabeles y después por este camino, porque las mujeres hubiesen placer, hacíalas soltar y corríanlas por el campo.

Con estas personas y conocimientos continuamos nuestras jornadas, habiendo muchos deportes y placeres, y así pasamos La Mancha donde, con la abundancia de vino, iba contenta la ballestería como a fiesta. Y así llegamos al antedicho lugar que llaman Muladar que es donde la sierra Morena empieza.

A otro día de mañana levantamos el campo y nos internamos por las espesuras de los montes siguiendo los senderos del paso y puerto que llaman de la Losa, camino el más estrecho y fragoso del mundo. Y en esto íbamos guiados por uno de los ballesteros al que decían Luis del Carrión, el cual había servido un tiempo a los freires calatravos que aquella provincia habitan y decía que conocía las trochas como la palma de su mano. La cual de buena gana hubiérasela hecho cortar allí mismo por encima del puño, que nos extravió dos veces en medio de la calor del día, y ya nos veíamos comidos de buitres en aquellas espesuras cuando, a lo lejos, columbramos las ruinas del castillo del Ferral, que estaba aportillado y sin techos, pero que nos vino muy al pelo para pasar la noche y descansar de los pasados trabajos. Acampamos, pues, entre aquellos estragados muros a la caída de la tarde, antes que el sol se fuera, y salieron los ballesteros a rastrear carne y a poco volvieron con unos cuartos de venado, los más grandes y hermosos que en mi vida viera, y uno de ellos tornóse con más gente a traer el resto de la pieza antes que acudieran lobos y buitres a darse el festín, y fue muy a propósito pues, para cuando llegaron a donde la dejaran, ya andaban las aves haciéndole los vuelos coronados y reverencias que suelen a su yantar carroñero antes de caerse a él. Tomaron, pues, la carne, limpia de cabeza y tripas, y aquella noche hicimos grueso banquete, que cada cual se hartó de aquel excelente asado, y aún sobró, adobado muy gentilmente por las virtuosas hierbas y maceraciones que fray Jordi de Monserrate había preparado en el mientras tanto. Sólo que el peonaje anduvo quejoso de que no tuviéramos vino con que mojarlo.

Los muchos cansancios del día y sus fatigas y la cena abundante dieron pronto sueño al personal, con lo que retrayéndose todos a dormir, menos los acostumbrados velas, a los que mucho encomendé que no dieran cabezadas y fueran a acudir lobos al venteo de la carne sobrante. Tampoco yo podía dormir, que las ruinas de castillos me ponen melancólico, de modo que, después de estarme buen rato contemplando las estrellas sin poder conciliar el sueño, levantéme y salí de la manta y me fui dando un paseo hasta un bosquecillo de encinas que allí cerca se descubría. Y en llegando al bosquecillo sentí un crujido de rama seca detrás de mí, como pisada de algún pie, y en volviéndome presto vi que un bulto oscuro se llegaba a mí y casi se me echaba encima, y a falta de mejor arma requerí la daga que traía, filosa, terciada en el cinto. Y es el caso que creía habérmelas con alguno de los malfechores que pueblan aquella sierra, que bien sabía yo que está infestada de ellos, pues allí se retrae todo el que ha cometido delito contra el Rey nuestro señor y es buscado por sus justicias, sólo que estos malfechores nunca son tantos que puedan ofender a una tropa tan fuerte como era la nuestra, si bien en esta ocasión podían haberse quedado al acecho y venir ahora por mí muy a su salvo. Todo esto pensé yo en mucho menos que tardo en contarlo y ya me veía robado y muerto y hecho tasajos en el cogollo de mi juventud, como se dice, cuando vine a notar que quien me había seguido no era sino una de las doncellas de mi señora doña Josefina de Horcajadas y la conocí por la cofia plisada con que juntaba sus blondos cabellos para que no se le derramaran por la nuca. Ella vio brillar la luna en mi empuñada daga y se retrajo temerosa. "Soy yo, señor capitán -dijo ahogando un grito-, Inesilla, la doncella de doña Josefina". Con esto acabé de tranquilizarme y enfundé el hierro un tanto corrido de que la moza me hubiese visto tan en apuros. Estábamos uno delante del otro, a dos pasos, y sin saber qué decir ni qué hacer y entonces se fue una nube que medio tapaba la luna y salió la luna llena a alumbrar con su candil la noche y la tímida Inesilla se subió el borde del manto para que le tapara el rostro y sólo me dejó ver sus ojos trigueños cercados por la sedosa empalizada de sus pestañas, garfios al corazón, y en un parpadeo que me parecía que espantaba una lágrima escapada, me ganó el alma y la voluntad y yo alargué una mano y ella me alargó la suya y en la espesura chistó una lechuza que me pareció de voz más melodiosa que el ruiseñor de los jardines, y el aire venía espeso y cálido y cargado de olores del monte: el espliego, el romero, el tomillo y las mil pintadas flores que dan a la noche su olor, con que fuímonos acercando atraído cada uno por la mano del otro, hasta que la luna se escondió otra vez y la muchacha desembarazó sus labios, que los tenía cálidos y gordezuelos, y los acercó a los míos y fuímonos llegando al suelo y ella alzó sus faldas e hicimos lo que un hombre con una mujer suele hacer, que hecho en la paz del monte, sobre la mullida hierba, en la noche calurosa que anuncia el verano, es más placentero que en cama doselada vestida de sábanas de Amberes.

Volvía a chistar la invisible lechuza y titilaban las estrellas como si le guiñaran a los enamorados. ¡Noche hermosa!

Cuatro

A otro día de mañana trepamos las tiendas y levantamos el campo y nos desayunamos con la carne de la víspera, que carne asada, si está bien adobada, es manjar tan apetitoso y consolador frío como caliente. Con lo que, tomando los pasos y trochas que dicen del Rey, que son todos altos, por lugares sanos, donde los arroyos parten aguas, fuímonos acercando al nombrado lugar de la Mesa del Rey donde hace trescientos años se peleó una famosa batalla. Está en los escritos que el santo apóstol Santiago bajó de los cielos donde mora a lidiar contra el moro y hubo de la parte sarracena casi un millón de muertos, pues que toda la muchedumbre de los infieles se era juntada allí venida de lejanas tierras, y de la parte cristiana tan sólo dieciocho y éstos porque fiando más en sus fuerzas que en las de Aquel que todo lo puede, no se habían puesto en gracia de Dios. Eran aquéllos mejores tiempos pues en estos de ahora tengo yo visto y comprobado que uno se pone en gracia de Dios y comulga devotamente y enciende seis blandones de cera en la iglesia Mayor y hace sus limosnas antes de salir al moro y aún así puede errar la jornada y recibir herida de muerte y morir della, si bien yendo derechamente al cielo, lo cual es gran consuelo. Pasamos pues por donde la tal batalla se diera, sobrecogidos hasta los más duros de ver que el campo blanquea, ya de lejos, y parece que entre la yerba ha crecido gran copia de juncias y margaritas pero, en acercándose más, se echa de ver que lo que tan blanco parece son los muchos huesos así de hombre como de caballo que todo el campo en derredor quedan sembrados. Pasamos entre las huesas por veredas y caminos que ya el uso de los viandantes ha ido haciendo, con gran silencio y recogimiento, rezando en algunas cruces que allí hay y sintiendo silbar el viento por entre las pocas carrascas que en la nava fría crecen, y yo me procuraba apartar de la cabeza de la marcha e irme para atrás, so pretexto de hablar algo con fray Jordi de Monserrate, sólo por estar más cerca de doña Josefina y confortarla un poco con mi cercana presencia del miedo de ver tanta huesa insepulta y tanta desdentada calavera.