Выбрать главу

Veintiuno

Y pasando adelante vine a tomar confianza con la tabernera de los soldados que se llamaba Leonor y era viuda y había sido mucho tiempo soldadera. Y aunque no era muy guapa ni estaba bien hecha, andando en su trato luego pareció hermosa. Y la dicha tabernera me había tomado voluntad de ver mi manquedad y cautiverio y así, día sobre día, llegamos a yacer como hombre con mujer según la humana natura demanda, y yo me demoraba grandes ratos en su casa cuando iba con las jarras de los mandados a traer vino al castillo. Y una vez me quedé a dormir con ella la noche entera y, aunque los guardas notaron que faltaba de mi encierro, como sabían donde posaba, no dijeron nada. Y así fui tomando la costumbre de quedarme algunas noches a dormir con Leonor la Tabarta, que así la llamaban, y ninguno me lo prohibía ni decía nada, que todos me veían muy asentado y regalado y contento y nadie creía que pudiera pensar en huir. Y ganas me daban de acomodarme a aquella vida porque mi tal Leonor, aunque no fuera muy bella y tuviera algo de bigote y el rostro algo marchito y estragado de la mucha vida vivida, era para mí más dulce que la miel y muy gentil y en aquel pecho podía yo consolarme de mis tristezas y a su calor me dormía cada noche como niño y ella me consolaba con la ternura de sus manos ásperas y levantadas del mucho trabajar y yo se las besaba como a dama y le decía requiebros en lengua castellana y versos de los poetas, que ella mucho se placía en oírlos, y ella me decía otros en la suave portuguesa que es sutil como la seda en rostro de doncella. Y así nos íbamos durmiendo cada noche, cada uno al calor del otro en aquellos ventosos febreros, debajo de las frazadas de lana, mientras se iba apagando el chisco de la chimenea del rincón y a lo lejos bramaba el mar con su nocturna desvelada artillería. Cien años hubiera sido feliz al lado de Leonor la Tabarta.

Pero yo, aún en mi derrotada vejez, quería poca quietud y cada día paseaba por las altas peñas del castillo mirando el mar que no cansa y pensaba en Castilla y en el alcázar donde el Rey nuestro señor esperaba el unicornio, y en aquella sala del palacio de mi señor el Condestable donde cada noche se juntarían los amigos de mi mocedad a echar los dados y los naipes, y a veces hablarían de mí y se preguntarían si ya estaría muerto. Y pensaba en el tremolar de las banderas de las collaciones y el trompeteo y parcheo de los músicos y el sorteo de las suertes cada vez que mi señor el Condestable saliera contra moros. Y en las tantas otras sonadas y famosas ocasiones en que yo estaba faltando y que tan feliz me habían hecho antes de ir al país de los negros. Mas también reflexionaba, viéndome viejo y manco, que aquellos sueños no tenían más objeto que persuadirme a que, en tornando a las tierras de mi juventud, podía ser otra vez joven y vigoroso, lo que ya era de todo punto imposible y no otra cosa que un engaño que yo mismo urdía para contentar mi triste y dilapidada vida. Mas a pesar de ello determiné pasar adelante y escapar de Sagres en cuanto pudiera y tornarme a Castilla. Y con esto di en pensar la mejor traza de hacerlo y que esto habría de ser de mañana después de dejarme ver por muchos, para que mi falta no fuera notada hasta la tarde y luego tiraría por caminos extraños, primero hacia la parte de Lisboa por donde no fuera buscado y luego, torciendo para donde el sol sale, hacia Castilla. Mas reflexionaba lo fácil que sería a los oficiales del Rey buscar por los caminos a un hombre manco y que muy pronto darían con mi rastro y en alcanzándome me condenarían a prisión más rigurosa y perdería toda la libertad y regalo en que hasta entonces me tuvieran. Y estas cavilaciones me echaban para atrás unos días hasta que nuevamente me visitaba el pensamiento de escapar de allí. Y estando en estas deliberaciones y dudas un día que me crucé paseando por donde bate el mar con dos oficiales del castillo, uno le dijo al otro, por hacerme broma: "Este manco de los güesos cualquier día se nos escapa a Castilla a dar tierra a los güesos de su fraile como le prometió". Y este sucedido, aunque fuera de broma, me hizo pensar que mi determinación saldría mucho más creída si yo fingía que enterraba los huesos allí, con lo que todos quedarían conformes en que ya no podía tener mientes de escapar.

Y así lo hice: dejé pasar un mes, para que los oficiales que tal dijeron no pudieran juntar sus palabras a mi determinación, y luego fui al capellán y al alcaide y les pedí licencia para enterrar los huesos de fray Jordi en el sitio donde estaba el camposanto del castillo. Y ellos me la dieron de buena gana y yo hice como que los enterraba allí y hasta vino el capellán a cantar un responso donde yo había puesto la cruz. Mas los huesos y el unicornio quedaban ocultos entre unas peñas que dan al mar en un sitio distante de allí casi media legua. Y esto cumplido, de allí a otro mes, cuando ya era casi gastado el verano, pasé la noche como solía con Leonor y muy de mañana fui al castillo porque me vieran los guardas de la puerta y luego salí y les dije que me iba a bañar en una playa allí cerca, donde los del castillo se bañaban con las calores, y así lo hice: bajé a la playa me desnudé y entré en el agua por dejar mis rastros y pisadas marcadas en la arena derechamente hasta el mar, mas luego me fui dando un rodeo por dentro del agua hasta unas peñas que al lado estaban. Y en las dichas peñas tenía escondidos de días antes un hatillo de ropa y unos zapatos y ciertos dineros que había juntado. Y en vistiendo aquellas ropas me fui presto caminando por lugares solitarios y ocultos a donde los huesos estaban y en tomándolos me metí por medio del monte hasta que estuve a dos leguas de Sagres donde ya tomé el camino real que por toda la costa va hacia el saliente del sol, por donde yo sabía que se iba a Castilla.

Y mi pensamiento era que luego que los del castillo me echaran en falta y me buscaran, hallarían mis ropas en la playa y verían mis pisadas y rastros entrando en la mar. Mas, al no verlos saliendo della, pensarían que me había ahogado y que me habían comido los peces y ya no me buscarían más. Con lo que yo a muy buen paso me alejé de allí y aquella noche la hice en el monte debajo de una encina, no fiándome de acercarme a nadie que me pudiera conocer y dar parte de mí, mas, al otro día, ya fui a parar a un pueblo que llaman Silves y allí compré pan y queso y dormí en un pajar que pegado a la iglesia estaba, donde solían dormir los pobres del camino y antes de que se mostrara el día ya estaba yo en la vereda real, como otro caminante cualquiera, sin ser notado. Y después de aquello, en más fáciles jornadas y más reposadamente, seguí adelante y aunque no me ocultaba como fugitivo tampoco procuraba encontrarme con guardias o justicias que pudieran pedirme filiación. Y la gente sencilla del campo se iba apiadando de mi manquedad y a veces me daban fruta o sobras de comida con lo que yo iba ahorrando de los pocos dinerillos que conmigo llevaba. Y con esto a los veinticinco días llegué al pueblo que dicen de San Antonio que es el postrero de Portugal y allí está el gran río Guadiana que va muy ancho y crecido enfrente del mar y es la linde de los dos reinos. Y al otro lado del río está Ayamonte que es pueblo de las Andalucías y del Rey nuestro señor.

Y en llegando dormí en la playa, que hacía calor, y pasé en ayunas sin comer aquel día por no salir al camino donde en un momento pudieran desbaratarse todas mis fatigas de los días pasados si era conocido por los guardias y ballesteros del Rey de Portugal que en aquel lado, por ser linde y frontera, están más espesos que en otras partes. Con esto dejé que amaneciera la mañana y seguí mi camino por la playa hasta dar con pescadores que sacaban del mar sus barcas. Y algunos de ellos eran castellanos según entendí luego por el habla, y en llegándome al que me pareció más despierto para el caso le mostré los dineros que me quedaban y le dije: "Esto te doy si me pasas al otro lado del río". Y él me preguntó si era castellano y yo le dije que sí, y después de pensárselo un momento me dijo que subiera a la barca y la empujó con otro hermano suyo y salimos al mar. Y según iban dándole al remo sin cambiar palabra me pareció que miraban mucho el saco que a mis pies llevaba y tuve miedo que me mataran y me tiraran al mar para robarme, así que abrí el saco y lo mostré que vieran lo que dentro iba y les dije: "Son los huesos de un hombre santo que por promesa llevo a enterrar a Castilla de donde él era".