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Y ellos no dijeron nada sino que siguieron remando y con esto me pusieron en la otra parte del río en tierra firme. Y yo les di los dineros y ellos se volvieron muy contentos.

Y este día en que pisé Castilla nuevamente fue el segundo de agosto del año de Nuestro Señor Jesucristo mil cuatrocientos noventa y dos. Y me eché el saco a cuestas con una alegría y vigor que parecía como si me hubieran quitado de encima todas mis vejeces. Y me fui entrando por entre las casillas de los pescadores de aquel sitio de Ayamonte y me detuve a beber agua en una fuentecilla que a la parte de arriba queda. Y el agua era la más clara y dulce y fría que nunca catara, agua agradecida de mi retorno. Y allí vino una samaritana piadosa que vio mi manquedad a traerme una escudilla de ciertos peces adobados que yo comí con buenas hambres y ella me los miraba comer y preguntaba de dónde venía y yo le dije que del reino de Portugal y luego le pregunté si había por allí alguna casa de franciscanos pues traía un voto jurado que había de cumplir.

Y la mujer me dijo que a cinco leguas de allí había un monasterio que llamaban de la Rábida y que era de franciscanos y me indicó por dónde más prestamente podía ir. Con esto despedíme de ella y me puse en camino y todo aquel día anduve por caminos de polvo que no eran nada a mi esfuerzo, cantando muchas veces el "Te Deum Laudamus" por aquellas secas soledades hasta que se me hizo de noche en un lugar que dicen de la Punta Umbría donde las aguas de un río o ensenada me cerraron el paso. Y un pescador que encontré me dejó dormir aquella noche en su barca y se ofreció a llevarme al otro día al lugar de Palos que estaba en la costa de enfrente. Y allí era donde los franciscanos estaban. Y antes que amaneciera me despertó y echamos la barca al mar y bogando con un hijo suyo mancebo fue dándole vuelta a muchas tierras bajas donde los patos crían entre muchas cañas. Y luego salimos al mar y en volviendo dimos en un puerto de pescadores donde había aparejadas tres carabelas una más grande y las otras chicas, como las de los portugueses, más vi en ellas tremolar las enseñas de Castilla. Y en las tablas del embarcadero había gran copia de gente y muchos hombres y mujeres y niños que se despedían unos de otros llorando como si para largo viaje partieran. Y entre aquella confusión el hombre que me había traído me señaló a unos frailes que hablaban con otros hombres y me dijo que aquéllos eran los franciscanos que buscaba. A los que me acerqué y besé las cruces e hice reverencia y el que parecía de más autoridad de entre ellos me dijo que podría más a salvo hablar conmigo en cuanto hubiera despedido con sus bendiciones a aquellos que se partían en las naos.

A lo que yo me sentí muy corrido de aquella mi poca paciencia y descortesía y luego hice reverencia y pedí perdón a aquel hidalgo que con los frailes hablaba y que oí ser almirante y llamarse Cristóbal Colón. Y era la ocasión que aquellas naos partían para las Indias por otros nuevos caminos más salvos y cortos que ahora se descubrían. Y yo sentí lástima en viendo a aquella gente joven que tan animosamente se echaba al mar y a sus peligros como tantos años atrás me echara yo con mis compañeros, mas no dije palabra como discreto y me estuve apartado hasta que las naos hubieron zarpado. Y cuando ya se alejaban las velas y apenas se distinguían los hombres que desde los castillos de popa saludaban la tierra, me volví a los frailes y les dije cuál era mi recado y les mostré los huesos que traía a enterrar. Y ellos me dijeron que los siguiera a su monasterio que allí cerca estaba y era aquel de la Rábida del que me hablara la mujer de la víspera. Y en llegando me esperé en un patio mientras ellos iban a darle aviso a su prior y luego salió él a verme y era un anciano vigoroso de blancas barbas que me hizo entrar a una cámara donde me ofreció asiento y me preguntó si había comido y luego me hizo traer leche y pan que yo tomé de buena gana. Y cuando hube acabado mi colación él escuchó mis cuitas y de quién eran los huesos que allí traía y cómo había estado veinte años fuera de Castilla en el servicio del Rey nuestro señor. Y cuando lo hubo escuchado todo, se levantó y se fue a la ventana y estuvo mirando por ella al patio largo rato, como gravemente reflexionando, y luego se volvió a mí y me dijo: "Hijo mío, muchos son los cambios que ha habido en tu ausencia.

El primero que el rey al que tú tan devotamente quieres servir murió hace ya dieciocho años y ahora tiene el reino su hermanastra, la Reina doña Isabel que Dios mantenga por luengos tiempos y buenos. Y es dudoso que ella recompense tu manquedad y fatigas pasadas en el servicio de su hermano porque en este tiempo que tú has estado ausente hubo una guerra muy cruel entre ella y la hija del Rey Enrique por causa de la corona y luego ella no ha favorecido a los que fueron fieles al partido de su hermano. Y aún más: que aquellos que lo sirvieron fueron tan desdichados como él, que tan desastrada vida llevó y tan mala muerte alcanzó". Y me hizo saber cómo el rey Enrique nuestro señor había muerto en el año del Señor de mil cuatrocientos setenta y cuatro, a doce días de diciembre. Y fue que estando enfermo y aquejado de cuerpo y de alma, traicionado y deservido por los que él más quería, escapó enajenado de su seso del alcázar de Madrid, donde a la sazón posaba, y fuese para el Pardo a caballo, sin más compañía que la de su tristeza. Y salieron algunos criados en su seguimiento y lo hallaron muy abatido y tembloroso, tirado debajo de una encina y lo volvieron luego al alcázar y se echó en el lecho vestido y mojado como estaba y así murió. Y lo enterraron con la ropa sucia que llevaba puesta al morir, y sin zapatos ni el lujo que a tan alta persona correspondía y sin ceremonia, puesto el cuerpo sobre unas tablas viejas, a hombros de gentes alquiladas, y sin embalsamar. Y primero lo llevaron a San Jerónimo del Paso y de allí a Guadalupe donde le dieron sepultura. Y yo, sabedor de esto, determiné que a otro día me partiría a Jaén para presentarme a mi señor el Condestable y que luego, con su licencia, iría en peregrinación a Guadalupe y llevaría conmigo el unicornio y lo dejaría en aquella Iglesia por exvoto. Mas el prior movió la cabeza con tristeza y me dijo que tampoco el Condestable Iranzo vivía ya y que había muerto antes que su señor el Rey Enrique y de peor muerte. Y fue que en el año de mil cuatrocientos setenta y tres, a veintiún días de marzo, día de San Benito el bienaventurado, lo mataron cuando oía misa en la iglesia Mayor. Y fue que, estando haciendo oración donde solía, sobre las gradas del altar mayor, entró un hombre embozado y le dio en la cabeza un gran golpe con el mocho de una ballesta que traía. Y el dicho golpe lo mató y le echó los sesos de fuera. Y aún finalmente supe los otros cambios del reino en mi ausencia y cómo ya Granada era tomada por la Reina de Castilla y no había más lindes ni fronteras ni guerra con los moros sino paz e industria y mucho concierto en los caminos del reino. Y aunque el prior no me lo dijo, yo vine a saber que no había en Castilla lugar para caballeros pobres y mucho menos mancos porque el tiempo de la caballería era pasado y ahora vivíamos en el tiempo de los mercaderes y de los que por sus manos hacen rico al Rey y de los que comercian con industria y perseverante trabajo.

Aquella noche dormí y cené con los criados del monasterio y a otro día de mañana enterramos los huesos de fray Jordi de Monserrate en un cofrecillo de madera que sepultamos en una esquina del cementerio de los frailes, a la sombra de un castaño grande que asomaba del otro lado por encima de la tapia. Y yo pensé que a él, con su mucha grosura, le hubiera gustado descansar en aquella sombra fresca y que allá quedaba bien aposentado después de tanto mundo corrido en mi compaña tanto de vivo como de muerto. Y me subió un nudo a la garganta y silenciosamente fui llorando muy copiosa y desahogadamente lo que en los años de desventura no llorara mientras los frailes decían su responso con las palabras y los latines con que ellos suelen enterrar a los suyos. Y el prior luego me puso una mano en el hombro por consolarme y silenciosamente tornamos a la iglesia. Y pasando adelante, a los dos días de aquello, me despedí y el prior me dio zapatos nuevos y comida para el camino y algunas monedas. Y tomé la derrota del Septentrión determinado a ir primero a Guadalupe antes que a otro lugar.