Ya con los días doña Josefina se había ido confiando y no siempre llevaba la cara tapada sino que a veces, en hora temprana o tardía, no hiriendo mucho el sol, se descubría y aquel su rostro era de tan suaves rasgos y de tan bella proporción que no sabría yo qué alabar más, si la negrura de sus ojos hondos, que tenían un mirar pausado y cálido a la vez, como roce de terciopelo, o la grana viva de sus regordetes labios o la mucha blancura de sus dientes, que los tenía menudicos y parejos. Y con todo ello me iba robando la voluntad y aún no me atrevía yo a acercarme a ella por aquello de dar ejemplo a la ballestería y por los mandatos reales que tengo dichos.
Y en estando mirándola topé con la mirada de su doncellica Inesilla, que a su lado marchaba, y me pareció su expresión algo burlona, como recordándome lo que entre ella y yo pasara la noche de antes, y yo sentí vergüenza de pensar que pudiera contárselo a su señora y me subió la sangre a la cara y, para disimularlo, hice corcovar a "Alonsillo", con más torpeza que galanura, y me acerqué a fray Jordi que iba disertando sobre las propiedades del polvo de momia entre Manolito y Paliques, los cuales, muy prendidos de su parla, le daban escolta cabalgando a sus entrambos lados.
Salimos de las navas de la sierra y fuimos bajando para Linares, muy acuciados por la ballestería que se había malacostumbrado y no podía pasar sin vino y pensaba yo que, habiendo en aquel lugar tantos borrachos, allí encontraría harto, lo que así fue, aunque algo agrio y muy aguado. Y a los tres días, pasado el Guadalquivir por la Puente Quebrada, llegamos a Jaén, guarda y defendimiento de los reinos de Castilla, donde mi señor el Condestable y los demás de su casa estaban esperándonos. Y como un heraldo hubiera salido el día de antes avisando nuestra llegada, él salió a buscarnos al sitio que dicen el Puente de Tabla, cabe al Guadalbullón, con mucho y muy lucido acompañamiento de músicas y corredores.
Y como aparecimos por un recodo del camino que sale del valle a las huertas, donde el Condestable y los demás estaban aguardando, mi señor se adelantó hacia nosotros con más pompa y ceremonia que si llegaran embajadores del Preste Juan, y llevaban puesto aquel día un jubón carmesí raso y una jaqueta muy corta de paño azul, forrada de martas, y un manto de somo, también corto, de muy fino paño blanco y un grueso collar de oro bordado de muy gruesas perlas y de otras muchas piedras de gran valor, y en la cabeza un sombrero a juego con el jubón y bien calzado. Y antes de venir a abrazarme a mí se fue para doña Josefina y descabalgó muy gallardamente y se fue a besarle la mano, teniendo muy bizarramente el sombrero en la suya, y ella, muy gentilmente, se la dejó besar y yo sentí en el corazón el leve saetazo de los celos y como un sollozo suave en el estómago, por donde vine, de pronto, a entender que me había enamorado verdadera y cabalmente de doña Josefina aun sin nunca haberla fablado ni aún tocado la punta de los dedos. Y con el Condestable iba la condesa, su mujer, que también se acercó a doña Josefina y la besó en entrambas nacaradas mejillas y de allí adelante la tomó en su tutela según cumplía al servicio del Rey, como dueña de mayor autoridad y por su buena y discreta crianza. Y así fuimos volviendo a la ciudad, con gran alegría y alborozo, e iban delante las trompetas y atabales y chirimías, haciendo tanta música que casi no se entendía lo que detrás en la zaga se hablaba, y, en subiendo por el lugar de la Carrera, entramos en la ciudad por las puertas de Santa María, cabe a la iglesia Mayor, y luego de seguir la calle de las Campanas, torcimos a diestra y tomamos la rúa Maestra y la gente se había asomado a las ventanas y subido a los tejados y azoteas y todos saludaban con pañizuelos y daban vivas, y parecía que había fiesta y algazara por un suceso grande. Y los que no me querían bien, que siempre han sido hartos, se morían de envidia de verme tan caballero en "Alonsillo", luciendo gran apostura, hecho oficial del Rey y cabalgando junto al Condestable más como amigo que como criado. Y a dos o tres mozas de la ciudad, que hubieron de ver conmigo en otros días, iba yo buscando con la mirada entre la muchedumbre y de las tres sólo encontré a dos y hube un poco pesar de que la tercera no me hubiese visto en aquella traza tan victoriosa, que no parecía sino que venía de conquistar La Meca. Y con esto llegamos al palacio y posada del Condestable y nos retrajimos a ella y cesó la música para descanso de los instrumentos y también de los oídos, que ya venían un algo atronados y ahítos del recio parcheo y acompañamiento, y el maestresala del Condestable fue repartiendo a todos los venidos por los aposentos, con muy discreto concierto, para que cada cual lo alcanzara adecuado a su rango y condición y todos quedamos de ello contentos y ninguno apesadumbrado ni quejoso, que a cada cual cupo más estado del que en sí tenía, y los caballos quedaron en las caballerizas de palacio mejor apesebrados de cebada y paja que si hubieran sido del rey Salomón o del conde Carlomagno. Y con ello nos retrajimos a lavarnos, que era mucha la roña que traíamos criada de tan largo viaje, y era de ver cómo subían los fámulos a la sala de tablas grandes calderadas de agua humeante del horno de las cocinas, y pomada jabonosa y aceite de olor, y reinaba gran actividad como en hormiguero y estaba alegre la casa con nuestra venida.
Y mientras estas cosas se concertaban y nos daban vestidos nuevos, que el Condestable y la condesa tenían allí aparejados para aquellos que no los traían, el maestresala iba disponiendo las mesas de la cena en la sala grande de abajo, donde también concurrían los clérigos y caballeros de la ciudad, menos el obispo, que estaba enemistado con mi señor el Condestable y se había desterrado a criar veneno y preñar mozas a su heredad de Begíjar.
Y así que cada cual se hubo aderezado como convenía a la decencia y solemnidad de la casa y de los huéspedes, sonaron chirimías convocando a la comida y todos salieron de sus cuartos y fuéronse para la sala grande que abajo estaba, donde el maestresala había dispuesto seis mesas largas cubiertas con manteles de hilo, cada una con sus aparadores de plata, donde un trinchador servía muy ordenadamente, y así que nos hubimos asentado, según el maestresala nos repartió, vinieron los yantares y dio comienzo el banquete.
Y el orden de los asentamientos fue como diré: en la mesa principal, donde los bancos de terciopelo estaban, debajo del tapiz francés que representaba el señor de Nabucodonosor, se sentaron el Condestable y mi señora la condesa y al otro lado doña Josefina vestida para la ocasión ya sin tocas, el cabello recogido en una redecilla de oro y mostrando su alto cuello de garza con aquella su natural modestia que le encendía más la belleza y mucho más la brasa viva de que padecía mi corazón. Y llevaba doña Josefina un vestido asimismo dorado de sargo raso con muchas cadenillas de perlas por el lado de los pechos que parecía que, teniéndolos menudicos, se los sustentaba y realzaba. Y al otro lado de doña Josefina sentábanse otras dueñas principales de la ciudad y a continuación los caballeros del concejo y entre ellos yo, que unté la mano del maestresala para que me acomodase enfrente de doña Josefina y él así lo otorgó, de manera que en la comida le fuese forzoso hablar conmigo cuando no hablara con mi señor el Condestable, que a su lado estaba. Y en las otras mesas se sentaban los otros caballeros de la ciudad y en la final los clérigos del cabildo, unos y otros según el orden y concierto que en sus propias juntas usan. Y todos estaban de muy buen humor y reían y hacían chascarrillos y levantaban las voces y mostraban las copas vacías a los escanciadores que iban de un lado a otro con jarras de buen vino especiado, llenando copas, y no daban abasto, tan aprisa bebían los otros, y los perros andaban por debajo de las tablas y por entre los sirvientes a la caza del hueso que por el aire venía, no gruñendo ni altercando entre ellos, que el que un hueso no acababa de mondar ya recibía otro mal apurado, con media libra de carne pegada a los tendones. Y así fue viniendo la cena concertadamente a las órdenes del maestresala que todo lo atendía y concertaba, y, tras el cocido, vinieron los manjares blancos y detrás la carne asada oliendo a ajo y a pimienta, y, finalmente, los postres, y con cada cosa el vino que mejor la acompañara, según la fortaleza de los humores de la carne requiriese y ¿quién podría decir el número de las aves y cabritos y carneros y cazuelas y pasteles y quesadillas y pan candeal y confites y vinos muy finos tanto tintos como blancos que así gastaron aquella noche? Tal fue la abundancia que, después de ahítos, aún sobró para que entraran los criados y la ballestería de la guarda y también ellos alcanzaron cumplida colación de lo que había sobrado en platos y bandejas, que se hartaron como saqueadores y aún sobró.