Y era de ver que Paliques, tan serio otras veces, se achispó un poco, se conoce que en la escuela de traductores lo tenían acostumbrado tan sólo a la destemplanza del agua del Tajo, y le dio por hablar en las más desatinadas lenguas, ora en latín, ora en hebreo, ora en griego, ora en arábigo, ora en vaya usted a saber qué chamullo, lo que fue muy celebrado y causó gran risa y grita entre los que le eran fronteros de mesa, que ninguno de ellos alcanzaba a entender más que esta parla nuestra castellana y muchos de ellos me atrevería yo a certificar que ni siquiera ésta.
Pero, a tantas vueltas del banquete, ando yo remiso a describir lo que conmigo ocurrió porque temo no saber ponerlo en palabras que sean derechamente entendidas. Es el caso que a poco de empezar a venir bandejas, cuando aún me andaba yo secando los dedos del aguamanil y no osaba levantar los ojos a mi señora doña Josefina, que allí delante de mí, al otro lado de la mesa, la tenía, y andaba rebuscando en mi cabeza con qué concertadas razones habrían de iniciar mi parlamento para que ella me tuviese por hombre de discreta razón y sazonados juicios, sentí que, por debajo de las tablas, un menudo pie se me deslizaba entre las piernas y me subía por ellas suavemente, acariciándomelas del tobillo a las rodillas y aún me pareció que no subía más arriba porque ya la longura de su pierna no daba para tanto y mayor atrevimiento. Y yo quedé más quieto que el león de piedra que hay en los baños del Sordo, y me subió la calor tan en llamaradas que me sentía arder la cara del sofoco y asimismo el pescuezo todo, entre picores muy agudos, y cuanto más lo pensaba que sería notado de los otros, más encendido me ponía. Y la cosa fue hasta el punto que mi señor el Condestable vino a percatarse de mi mudanza y me preguntó: "Juanito, ¿estás bien?, ¿te sientes bien, amigo? ¿No tienes que salir a tomar el aire y respirar?" A lo que yo balbucí, sin osar levantar los ojos: "Sí, señor, que me siento muy bien". Y, aunque tenía delante de mí la causa de mi rubor, no osaba mirarla, sino que sentía un como dulce hormigueo que me subía de mis partes verendas hasta el estómago y allí tomaba asiento, con muy dulces cosquilleos y deleitosos, y luego, por la espalda, se iba a la cabeza en forma de pausado escalofrío, que de buena gana me hubiera quedado en tan gustoso sentimiento y postura por toda la eternidad, sin saber si pasaba el tiempo. Y el pie de doña Josefina bajaba y tornaba a subir por mi pierna adentro y la curva dulce de aquel su empeine, menudo, suave y caliente, se iba amoldando a la de mi pantorrilla y se apretaba contra ella como gato mimoso y yo estiraba un poco la pierna, lo uno por facilitarle la caricia y lo otro por hacerme más musculoso y que admirara mi viril postura. Y así varias veces a lo largo de la comida, que yo ya no cuidé de beber ni de comer más que cuando mi señor el Condestable tornaba a preguntarme: "¿Te pasa algo, Juanillo, que parece que no comes?" Y yo, para que mi turbación no fuese de él notada, me metía un pedazo de carne en la boca y me demoraba masticándolo sin apetito ni pensamiento de comer porque estaba en la hartura que da la gloria y sabido es que los ángeles no tienen necesidad de yantar. Y las dos o tres veces en que me atreví a alzar la mirada a mi señora doña Josefina, siempre halléla igualmente recatada y como ajena a lo que por debajo de las tablas me estaba requebrando y prometiendo, de cuyo femenil disimulo mucho me admiraba que fuera tan fría y comedida por arriba y tan ardiente y osada por abajo.
Llegó por fin la hora del alzar los manteles, ya hecha la colación, y, aunque muchos habíanse levantado, no osaba yo ponerme de pie, pues mi señora doña Josefina estaba aún a los postres y su pie no dejaba de acariciar mis pantorrillas, que alguna vez temí que me había de abrir un zancajo en las calzas de tanto como insistía en la caricia, y en el alma y en la carne hubiéramelo yo dejado hacer de muy buena gana. Estando en esto, mi señor el Condestable me preguntó: "Juanillo, ¿no te levantas? ¿No has acabado aún tu pitanza?", y yo le dije: "Estoy aquí bien, señor". Y él dejó escapar una risa maliciosa y me dijo: "Pues te doy licencia para alzarte cuando quieras porque has de saber que el pie del que tanto te cuidas no era sino el mío". A lo que sentí que el mundo se abría a mis pies y quedé tan corrido y avergonzado que no supe qué decir, sólo que mi señor el Condestable fue piadoso y discreto en decírmelo de modo y manera que no fuera sentido ni entendido por los otros que allí juntos estaban, y en esto obró comedidamente para que yo no me corriera delante de tanta gente. Y yo quedé tan vencido de esta chanza que no quise quedarme a ver los momos mancos que después de la cena se anunciaban y que vinieron la mitad brocados de plata y la otra mitad dorados, y la música y la danza en que todos se entretuvieron con mucho placer en el patio de columnas porque la noche, con ser tan templada, se dejaba estar fuera, donde el jazmín embalsamaba el aire. Mas yo, cuitado y herido del alma y con la tristura del amor contrariado, dije que me dolía la cabeza y me retraje a mi cuarto y al pasar por delante del zaguán de las cocinas, donde comían los criados de la casa, y con ellos Andrés de Premió y las criadas de doña Josefina, vi cómo Andrés tenía sentada en sus rodillas a Inesilla y algo le decía al oído, puestas las manos por la fina cintura de ella, por donde conocí que ya Inesilla no vendría a mí esa noche como viniera la otra, pues que había encontrado más alegre galán. Y con esto me retraje a mi cámara y, atrancando la puerta con un escabel, me desnudé y me acosté y si no lloré no fue por falta de ganas sino porque me sentía tan estragado y cansado de las emociones de la cena que di dos o tres suspiros y en seguida me vino el piadoso sueño, con su misericordia y olvido.
Mas no resultó aquella noche tan áspera como pensaba. Un roce del escabel que atrancaba la puerta, moviéndose sobre las baldosas me despertó sobresaltado. Puse oído. Alguien estaba empujando la puerta. Por la ventana me entraba la indecisa luz de un hachón de cáñamo que ardía en el patio. Fuera había cesado la música y la fiesta. En el silencio de la noche sólo se percibía el distante caceroleo de las ollas entrechocando en las pilas del lavadero, al otro lado del patio de las cuadras, y el débil chirrido de las quicialeras de una ventana mal cerrada. Y el bataneo de mi corazón en la caja del pecho. No temía daño, estando en la casa de mi señor el Condestable; más bien me embargaba la esperanza de que Inesilla viniera a consolar mi soledad como la noche de marras en el castillo Ferral. A poco distinguí el bulto de una cabeza que se asomaba, cabeza femenina, desparramando el cabello y oculto el rostro por un velo. Era Inesilla. Entró y volvió a cerrar la puerta, atracándola por dentro con la silla, como antes estaba, y vino a mí y yo la recibí en mis brazos y le dije: "Inesilla, creía que estabas con el sargento de armas y que te habías olvidado de mí". Ella no dijo nada.
Sin descubrirse el velo llevó un dedo a mis labios imponiendo silencio y luego me hizo volver a echarme sobre las almohadas y empujó el postigo del ventanuco para que la oscuridad fuera completa. Percibí el rumor de sus vestidos que caían al suelo y no cuento más porque lo otro que pasó entre nosotros es cosa que la honestidad vela y fuera gran bellaquería y licencia asentarlo en los escritos. Sólo diré que la compañía de Inesilla fue como bálsamo para mi dolorido corazón y que si a batir huevos a punto de nieve fuera tan diestra como para lo que allí conmigo hizo, acabara la mayor merenguera y repostera que manda en cocina de reyes, muy digna de figurar por esos dones, o por los otros, en el séquito del Papa de Roma, y no digo más.