Otro día de mañana acudieron chirimías y tamboriles y zampoñas a palacio a dar alborada a los que allí dormíamos y yo desperté y no hallé a Inesilla a mi lado, que ya era ida.
Y arreciando la música fuéronse saliendo las gentes de las casas ordenadamente para ir a misa mayor cantada que la presidía mi señor el Condestable en la iglesia Mayor. Y acabada la misa, que todos oímos con gran devoción nos retrajimos extramuros, saliendo por la susodicha puerta de Santa María, a la plaza del monasterio de San Francisco, donde se había aderezado la carrera, para hacer un muy lucido torneo. Y habría allí esperando como veinte caballeros en arneses de guerra, con almetes de seguir, los caballos encubertados y sobre las cubiertas paramentos de fino paño verde, con diversas invenciones, las lanzas en las manos, una bandera delante, con muchas trompetas y atabales; por capitán de los cuales venía el comendador de Montizón, hermano de mi señor el Condestable.
En muy buena ordenanza de la parte contraria, por la puerta de la Barrera, asomaron y fueron subiendo otros veinte caballeros de aquella misma manera, salvo que traían los paramentos azules y con otra bandera y muchas trompetas y atabales, con los cuales venía por capitán mi amigo Gonzalo Mexía.
Después que ambas escuadras dieron la vuelta de alarde por la plaza e hicieron reverencia al señor Condestable y a las señoras, que en un palenque aforrado de paños y bayetas se habían sentado, pusiéronse los unos a un cabo y los otros al otro, cada uno de los capitanes ordenando y apretando a su gente, como si hubieran de entrar en una temerosa batalla. Y la gente que en gran muchedumbre se había allí juntado, quedó suspensa y era maravilla que estando allí presente la ciudad toda, hubiese tal silencio. Si no llorara aquí un niño de pecho y allá se alcanzara a oír, desde detrás de las bardas del huerto de los frailes, el poderoso rebuzno del burro padre, pudiérase percibir el vuelo de una mosca de las muchas que por allí andaban entorpeciendo el sosiego y recreo de la gente, que acudían de las cercanas carnicerías, do se crían muchas y lozanas y muy picadoras.
Y levantó un pañuelo el señor Condestable e hizo seña y sonaron las trompetas y los de a caballo dejáronse venir los unos contra los otros sacando chispas a las piedras en muy fiero galope, las lanzas enristradas, cuanto más de recio los caballos los pudieron traer. Y todos los más rompieron las lanzas y luego metieron mano a las espadas blancas, esto es, sin filo ni punta, que traían aparejadas y formaron bravo torneo, arremetiendo los unos contra los otros tan ferozmente como si fuera cruda batalla contra capitales enemigos. Y después de muy vistosamente justar los famosos caballeros de la ciudad, retrajéronse todos al palenque do el Condestable estaba, al toque de una trompeta, y el Condestable declaró las tablas del torneo y convidó a cuantos habían esforzadamente justado a un refrigerio que allí mismo los pajes sirvieron. Y acudieron criados y escuderos a tomar los caballos y los arneses de guerra y descabalgaron los justadores, y los libreas del señor Condestable escanciaron el vino que traían de enfriar en el pozo de la posada de la Parra.
Y era un fino de aloque del que tienen en la taberna del Gorrión y nos juntamos unos con otros y con las damas allí presentes y hubo honesta conversación y holganza donde un credo antes hubiera fiera batalla y crujir de fresnos y resonar de abolladuras en los hierros. Y todo esto veíalo yo con un punto de melancolía, notando cuán mudable es la humana natura y condición y cómo de un humor levemente pasamos luego al opuesto, sino que yo sentía la lanzada del amor en mi costado y sólo estaba de mi afeción triste, si bien procuraba disimularlo, y no podía apartar de mis mientes la cara y figura de mi señora doña Josefina.
Acabada la colación, retrajímonos todos, músicas delante, al palacio del Condestable, donde en la sala baja de los tapices ya estaba aparejado el almuerzo y los trinchantes y maestresala se afanaban en el afilar cuchillos y ordenanza de sus aparadores con las otras herramientas del arte cisoria. Y allí fuimos muy abastados de muchos pavos y de todas las otras aves y manjares y confecciones y vinos que se solían y podían dar en la mesa del más alto príncipe del mundo. Mas, porque no parezca que mi presente pobreza se conduele de ello, dejaré de hablar de la abundancia y diversidad de los muchos manjares y vinos y confites y conservas y dádivas y mercedes y limosnas que allí se vieron. En estas honras y fiestas y ordenados placeres y en estos juegos gastamos dos días, mientras mi señor el Condestable disponía las cosas tocantes al mejor servicio del rey y de nuestra partida. En los cuales dos días no hubo nada notable que decir pueda, fuera de que dos ballesteros alborotaron borrachos la taberna que dicen del Arrabalejo, lugar donde se junta la canalla de la ciudad, y uno de ellos recibió un tajo de doce puntos de sutura. Por dar escarmiento y ejemplar castigo no quise averiguar cómo había sino que sabiéndolos borrachos los encerré en la torre de la Noguera con guardas de los suyos, y allí fue el físico de las llagas a curar y coser al que había recibido el jabeque. Este era de Palencia, de nombre Pedro Martínez, cuchillo de dos tajos, inobediente, contrario a lo que se le mandaba o vedaba, vanaglorioso, embustero, amador del vino y parlero. El jabeque se lo dieron cruzado, de boca a oreja, y cuando se le secó le quedó una cicatriz honda que parecía que la boca le llegaba a la oreja y que iba riendo de medio lado como cuando uno tiene dolor de muelas y le cuentan un chiste muy bueno y no puede excusar el reírse. Desde entonces lo llamaron "el Rajado", y aparte de la afición al vino y a las otras prendas que quedan dichas no era mal ballestero.
En cuanto al físico de las llagas que le cosió la cara al "Rajado" diré que era viejo conocido mío al que decían Federico Esteban. Cuando no estaba metido en los asuntos de coser heridas y poner cataplasmas y concertar huesos y sangrar venas, andaba haciendo músicas con zampoñas, caramillos gaitas y chirimías, que era muy hábil tañedor de todo instrumento. En aquellos días que paramos en Jaén amistó, por este motivo, con Manolito de Valladolid por lo que algunos maledicentes, que nunca han de faltar, pensaron que a lo mejor lo estaba consolando de sus amores contrariados, pero yo tengo para mí que la causa de la amistad era la música y el ser ambos a dos gente de gusto refinado y nada grosero. Y si hablo tanto de él es porque un día antes de la partida me llamó mi señor el Condestable a su aposento y despidió a los escribanos y en quedándose a solas conmigo dijo: "Sabes, Juan amigo que te quiero como a un hijo y te aprecio con el aprecio con que un padre estima a su hijo, que no en balde te he criado desde chico a mi mesa. Por eso quiero que me oigas ahora, no como a tu señor natural, sino como a un padre se le oye, porque los consejos que he de darte son de sustancia. Con una tropa de esforzados hombres vas a meterte por África en servicio del Rey, que Dios guarde muchos años, y vas a meterte donde no sabes tú, ni nadie, lo que vas a encontrar, porque ningún cristiano ha puesto los pies antes que tú en tales lugares. Abre bien los ojos y no te fíes de nadie y menos de los moros, que son gente de natural traidor y venderían a su hermano o a su padre cuanto más a ti. Tampoco te fíes de los hombres que van sujetos a tu mando, que el que manda no ha de tener amigos, y no consientas que la codicia del oro o las especias los aparte de la verdadera empresa que ha de ser encontrar al unicornio y traerlo. Mira también, y mucho, que no hay hombre enamorado que sea diligente en cosa que sea, salvo en todas las cosas que a su amor pertenecen, que de otros negocios suyos o ajenos tanto le da que se pierdan como que se cobren.