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Pero, ¿qué otra cosa podían exigirle? ¿Qué más podían esperar que diera? Después de todo, ¿qué podía hacer un hombre?

Un espasmo de miedo le hizo pestañear. Las estrellas filosas se desintegraban, mientras la sombra amenazadora del dilema oscurecía el horizonte de su conciencia. Mas…

Se estremeció y dio la espalda a la inmensidad. Seguramente podía absorber a un hombre.

Ti, el copiloto de la lanzadera de carga, tenía los ojos cerrados. Tal vez es lo natural en estos momentos, pensó Silver, mientras le estudiaba el rostro a unos diez centímetros. A esa distancia, sus ojos no podían superponer las imágenes estereoscópicas, de manera que veía dos caras. Si miraba bien, podía hacer que el tipo tuviera tres ojos. Los hombres eran verdaderamente extraños. Sin embargo, los contactos metálicos implantados en la frente y las sienes no producían ese efecto de extrañeza. Parecían mis un adorno o un distintivo de rango. Silver cerró un ojo, luego el otro. Parecía que la cara del copiloto se moviera hacia atrás y hacia adelante en su visión.

Ti abrió los ojos un instante y Silver se puso inmediatamente en acción. Sonrió, entrecerró los ojos y adoptó el ritmo de sus caderas.

—¡Ooooh! —murmuró, tal y como Van Atta le había enseñado. Quiero oír una respuesta, cariño, le decía Van Atta, y entonces ella comenzaba a hacer la colección de ruidos que parecían complacerlo. También funcionaron con el piloto cuando se acordó de hacerlos.

Ti cerró los ojos y abrió la boca cuando la respiración se hizo más rápida. El rostro de Silver se relajó una vez más, agradecida por la intimidad. De todas maneras, la mirada de Ti no la hacía sentir tan incómoda como la de Van Atta, que siempre parecía sugerir que debía hacer algo más o diferente.

El piloto tenía la frente perlada de sudor. Un rizo de cabello castaño le caía sobre el contacto brillante. Mutante mecánico, mutante biológico, igualmente tocados por tecnologías diferentes. Tal vez ésa era la razón por la que Ti se había acercado a ella, porque también era un hombre extraño. Dos engendros juntos. Por otra parte, tal vez era porque el piloto de la nave de Salto no era demasiado exigente.

Ti se estremeció, respiró convulsivamente, la apretó contra su cuerpo. En realidad, parecía bastante vulnerable. El señor Van Atta nunca parecía vulnerable en ese instante. Silver, en realidad, no estaba segura de lo que parecía y lo que no.

¿Qué es lo que siente que yo no?, se preguntó Silver. ¿Qué me pasa? Tal vez era frígida, como la había acusado una vez Van Atta. Frígida, una palabra desagradable que le recordaba a maquinaria y los depósitos de basura fuera del Hábitat. Por eso había aprendido a hacer ruidos para complacerlo, a moverse con placer, a relajarse, como él le había enseñado.

Silver recordó que tenía otra razón para mantener los ojos abiertos. Miró detrás de la cabeza del piloto. La ventana de observación de la cabina de control oscurecida, donde ellos se encontraban, daba al compartimento de carga. El área entre la cabina de control del compartimento y la entrada a la escotilla de la lanzadera de carga estaba levemente iluminada y sin movimiento.

De prisa, Tony, diantre, pensó Silver, preocupada. No puedo mantener a este tipo ocupado todo el turno.

—¡Uf! —exclamó Ti, al salir de su trance, abrir los ojos y sonreír—. Cuando os diseñaron para caída libre, pensaron en todo. —El piloto se soltó de los omóplatos de Silver y le acarició la espalda, las caderas y los brazos inferiores, para terminar con una palmada en las manos que apretaban sus musculosas caderas—. Realmente funcional.

—¿Cómo hacen los terrestres para no soltarse? —preguntó Silver, con curiosidad, sacando ventaja del hecho de haberse encontrado con un experto en la materia.

Ti se sonrió.

—La gravedad nos mantiene juntos.

—¡Qué curioso! Siempre pensé que la gravedad era algo contra lo que se tenía que luchar todo el tiempo.

—No, solamente la mitad del tiempo. La otra mitad, trabaja para ti —le dijo, tranquilizándola.

El piloto se separó de su cuerpo con cierta gracia. Tal vez estaba poniendo en práctica toda su experiencia como piloto. La besó en la garganta.

—¡Encantadora!

Silver se ruborizó y agradeció que el lugar estuviera poco iluminado. Ti pasó a concentrarse en su aseo. Un pequeño soplido y el condón impregnado de espermicida desaparecería por la salida de desperdicios. Silver tuvo que contener un leve lamento. Era una lástima que Ti no fuera uno de ellos. También era una lástima estar tan alejada de las que estaban programadas para ser madres. Una lástima…

—¿Le preguntaste a tu compañero, el médico, si realmente los necesitamos? —Ti le preguntó.

—No pude preguntárselo al doctor Minchenko directamente —contestó Silver —. Pero supongo que piensa que cualquier concepción entre un terrestre y uno de nosotros abortaría espontáneamente. Pero nadie lo sabe con seguridad. También podría salir un bebé con extremidades inferiores que no fueran ni brazos ni piernas, sino algo intermedio. (Y probablemente, no me dejarían tenerlo,) De todas formas, nos ahorra el tener que limpiar los fluidos por toda la habitación con una aspiradora manual.

—Es cierto. Bueno, de hecho, todavía no estoy preparado para ser papá.

Es incomprensible, pensó Silver, para un hombre de su edad. Debe de tener por lo menos veinticinco años. Mucho mayor que Tony, que era uno de los más viejos entre todos ellos. Silver tuvo cuidado de flotar de forma que el piloto quedara de espaldas a la ventana. Vamos, Tony, si piensas hacerlo que sea ya…

El viento frío de los ventiladores le puso la piel de gallina y se estremeció.

—¿Tienes frío? —le preguntó Ti y le frotó los brazos para darle calor. Luego le acercó la camisa y los pantalones cortos azules del otro lado de la habitación, donde ella los había dejado. Silver se vistió rápidamente, al igual que él, y Silver observó, fascinada, cómo se ponía los zapatos. Esas cosas tan pesadas y rígidas. Pero los pies tampoco eran flexibles. Le recordaban mazos. Esperaba que supiera cómo dominarlos en el aire.

Ti, sonriente, desenganchó su maletín del estante en la pared, donde lo había puesto cuando se habían refugiado en la cabina de control, media hora antes.

—Tengo algo.

Silver saltó de alegría y juntó las cuatro manos.

—¡Oh! ¿Has conseguido más discolibros de esa mujer?

—Sí, aquí tienes —Ti sacó unos cuadrados de plástico del maletín—. Tres títulos nuevos.

Silver se abalanzó sobre ellos y leyó las solapas con ansiedad. Novelas ilustradas Arco Iris: La Locura del señor Randan, Amor en el Mirador, El señor Randan y la Novia Comprada, todos de Valeria Virga.

—¡Maravilloso!

Rodeó el cuello de Ti con su brazo superior derecho y le dio un beso espontáneo y vigoroso.

El sacudió la cabeza, fingiendo desesperación.

—No sé cómo puedes leer esa bazofia. No obstante, creo que la autora es, en realidad, un colectivo.

Es fabulosa —Silver defendió con indignación su literatura favorita—. Está tan, tan llena de color, de lugares y tiempos extraños… Muchos transcurren en el viejo planeta Tierra, en esos tiempos en que todos vivían abajo. Es sorprendente. La gente estaba rodeada de animales. Esas criaturas enormes llamadas caballos los llevaban sobre sus espaldas. Supongo que la gravedad cansaba a la gente. Y esa gente rica, como los ejecutivos de las compañías, los «señores» o «excelencias», vivían en casas fantásticas, pegadas a la superficie del planeta. Y no había nada de esto en la historia que nos enseñaron. —Su voz denotaba cierta indignación.

—Pero esto no es historia —objetó Ti—. Es ficción.