El brillo plateado de los trajes de trabajo fue lo que alcanzó a ver sobre la superficie externa del Hábitat. ¿Refugiados? ¿Un grupo de reparaciones? ¿Sería correcta su primera hipótesis de un accidente real, después de todo? No eran buenas noticias, pero, de todas formas, seguía siendo el bebé de Graf.
Pero había cuadrúmanos allí fuera. Maldición. Cuadrúmanos que habían sobrevivido. Podía ver los brazos. Graf no había hecho un ataque completo. Con sólo dos cuadrúmanos que sobrevivieran, uno hombre y otro mujer, sería lo mismo que si fueran mil, desde el punto de vista de Apiñad. Tal vez eran todos hombres en el grupo de reparaciones.
Hasta el mismo Graf estaba entre todas esas figuras. Llevaban un equipo de herramientas. La visión distorsionada que tenía a través del puesto de observación le impedía divisar de qué se trataba. Torció el cuello, hasta dolerle. Pero el grupo de trabajo había desaparecido en una curva del Hábitat. Una nave remolcadora aparecía y desparecía frente a sus ojos, sobre el módulo de conferencias.
¿Otros que lograban escapar? ¿Cuadrúmanos o terrestres?
—¡Hey! —una voz excitada en el interior del módulo de conferencias interrumpió sus observaciones—. Tenemos suerte. Este armario está lleno de máscaras de oxígeno. Debe de haber unas trescientas.
Van Atta giró la cabeza para mirar el armario en cuestión. La última vez que había estado en el módulo, el armario estaba lleno de equipos audiovisuales. ¿Quién diablos había hecho ese cambio y por qué?
Un ruido repercutió en todo el módulo, con una resonancia particular. Algo así como meter la cabeza en un balde de metal y que alguien lo golpeara con un martillo. Fuerte. Temblores y gritos. Las luces se apagaron y luego volvió la luz, mucho menos intensa que antes. Estaban con la energía de emergencia del módulo. La energía proveniente del Hábitat se había cortado por completo.
La energía no era lo único que se había cortado. Sorprendido, Van Atta vio cómo el Hábitat comenzaba a girar lentamente junto a su puesto de observación. No, no era el Hábitat. Era el módulo lo que se estaba moviendo. Un grito generalizado provino de í la multitud en su interior, cuando comenzaron a caer sobre una pared, por la leve aceleración que se impartía desde el exterior.
Van Atta se aferró al pasamanos del puesto de observación.
Su toma de conciencia le afectó casi físicamente. Irradiaba calor desde el pecho, por los brazos y las piernas y le llegaba a la cabeza como si quisiera hacerle estallar el cráneo.
¡Traicionado! Había sido traicionado, traicionado por completo y a todo nivel. Una figura con traje espacial, y con piernas, los estaba despidiendo con la mano desde un agujero quemado en uno de los lados del Hábitat. Van Atta se estremeció de furia. ¡Te atraparé, Graf! ¡Te atraparé, maldito hijo de puta! A. ti y a todos esos malditos deformes de cuatro manos…
—¡Cálmese, hombre! —le estaba diciendo la doctora Yei, que también había logrado acercarse hasta el puesto de observación—. ¿Qué sucede?
Van Atta se dio cuenta de que había estado murmurando en voz alta. Se secó la saliva de las comisuras de la boca y miró a la doctora Yei.
—Fue usted… usted… la que no lo detectó. Se suponía que tenía que llevar un registro de todo lo que pasaba con esos monstruos. Y no detectó nada. —Se abalanzó sobre ella, sin saber con qué intención, se soltó de uno de los pasamanos y se estrelló contra la pared. La sangre le latía tanto en los oídos que tuvo miedo de sufrir un ataque coronario. Se quedó" quieto un momento, con los ojos cerrados, respirando, mientras intentaba controlar sus emociones. Contrólate, se decía a sí mismo, con un miedo mortal a su inminente autodestrucción. Contrólate. Mantente bajo control y ocúpate de Graf mas tarde. De atraparlo a él y a todos los demás…
12
Leo desoyó los sollozos de los cuadrúmanos perturbados.
—¿Qué queréis decir con que no los atrapamos a todos? —preguntó.
Su júbilo había desaparecido. Había esperado tanto que sus problemas —o por lo menos la parte terrestre de sus problemas— hubieran terminado con la puesta en marcha del jet que separaba el módulo de conferencias C.
—Cuatro supervisores de área están, encerrados en la cámara refrigeradora de vegetales con máscaras de colágeno y se niegan a salir —informó Sinda, de Nutrición.
—Y los tres hombres de la tripulación de la lanzadera que acaba de entrar en el desembarcadero intentaron volver a su nave —dijo un cuadrúmano de camiseta amarilla de Desembarcaderos y Esclusas—. Los atrapamos entre dos puertas, pero han estado forzando el mecanismo y creemos que no los podremos retener mucho tiempo más.
—El señor Wyzak y dos de los supervisores de sistemas de salvamento están atados en Sistemas Centrales, a los ganchos de la pared —informó otro cuadrúmano de amarillo—. El señor Wyzak debe de testar loco a esta altura — agregó con nerviosismo.
—Tres de las encargadas de la guardería se negaron a abandonar a sus chicos —dijo una muchacha cuadrúmana mayor, vestida de rosa—. Todavía están en el gimnasio con el resto de los más pequeños. Están bastante disgustadas. Todavía nadie les ha dicho lo que está pasando, por lo menos no hasta que yo me fui, —Y… hay otra persona más —agregó Bobbi, perteneciente al equipo de trabajo de soldadura de Leo—. No estamos seguros de qué hacer con él…
—Para empezar, inmovilizadlo —dijo Leo, con un tono cansado—. Tendremos que disponer de un compartimento sanitario para llevar a los rezagados.
—Tal vez no resulte tan fácil —dijo Bobbi.
—Vosotros sois más que él. Que vayan diez o veinte. Podéis tomar todas las precauciones que queráis. ¿Está armado?
—No exactamente —admitió Bobbi, que había encontrado en las uñas de sus dedos inferiores un nuevo objeto de fascinación.
—¡Graf! —resonó una voz autoritaria, cuando se abrió la puerta en el otro extremo del vestuario. El doctor Minchenko se abalanzó a través del módulo y se detuvo junto a Leo. Le dio un puñetazo al armario, como si quisiera acentuar su furia. Después de todo, no se podía patalear en caída libre. La máscara de oxígeno que traía le temblaba en la mano—. ¿Qué diablos está ocurriendo aquí? No hay ninguna emergencia por la pérdida de presión.
Inhaló profundamente, como si quisiera probarlo.
Kara, la muchacha cuadrúmana que llevaba la camiseta y los shorts blancos del Servicio Médico, venía tras él. Parecía mortificada.
—Lo siento, Leo —se disculpó—. No pude lograr que se fuera.
—¿Cómo iba a meterme en un armario mientras todos mis cuadrúmanos se asfixian? —preguntó Minchenko, indignado—. ¿Por quién me toma, señorita?
—La mayoría lo hizo —dijo la muchacha, en un tono dubitativo.
—Cobardes… Bribones… Idiotas —protestó Minchenko.
—Siguieron sus instrucciones de emergencia establecidas por ordenador — dijo Leo—. ¿Por qué no lo hizo usted?
Minchenko lo miró.
—Porque toda esa historia apestaba. Una pérdida de presión en todo el Hábitat sería casi imposible. Tendría que ocurrir una cadena de accidentes interrelacionados.
—Sin embargo, esas cadenas ocurren algunas veces —dijo Leo, que hablaba por su gran experiencia—. Prácticamente son mi especialidad.
—Así es —murmuró Minchenko, mientras cerraba los ojos—. Y ese maldito Van Atta lo contrató como su ingeniero favorito cuando lo trajo aquí. Francamente, pensé… —parecía sentirse un poco incómodo—, que usted podría ser su asesino profesional. Ahora, desde su punto de vista, el accidente parecía tan sospechoso y conveniente. Conociendo a Van Atta, prácticamente era lo primero que pensaría.