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Leo permaneció silencioso durante un momento y luego se inclinó hacia adelante.

—Doctora Yei, estoy cuarenta y cinco mil kilómetros más arriba. Usted está en la misma habitación. Deténgalo usted. —Apagó la pantalla y permaneció en silencio.

—¿Le parece que eso ha estado bien? —le preguntó Ti, con incertidumbre.

Leo sacudió la cabeza.

—No lo sé. Pero si no hay público, se acabó la función.

—¿Eso era una actuación? ¿Hasta dónde puede llegar ese hombre?

—En el pasado, solía tener un temperamento bastante incontrolable, cuando se veía amenazado. Cualquier cosa que elogiara sus intereses personales, solía calmarlo. Pero como tú mismo has podido comprobar, los beneficios para su carrera en todo este desorden son mínimos. No sé hasta dónde puede llegar. Tampoco sé si él mismo lo sabe.

Después de una larga pausa, Ti dijo:

—¿Todavía, necesitas… un piloto para la nave, Leo?

14

Silver se aferró a los brazos del asiento del copiloto de la lanzadera, en una mezcla de excitación y de miedo. Tenía los brazos inferiores sobre el borde delantero del asiento, donde encontraba un punto de apoyo. La desaceleración y la gravedad la sacudían. Soltó una mano para verificar el cinturón de seguridad justo en un momento en que la lanzadera alteró su rumbo hacia abajo y pudieron ver el suelo. Las montañas desérticas coloradas, rocosas y amenazantes, se encorvaban debajo de ellos, cada vez a más velocidad a medida que se acercaban.

Ti estaba sentado junto a ella en el asiento del comandante. Casi no despegaba las manos y los pies de los controles. Su mirada pasaba de una lectura a la otra y luego al horizonte real, totalmente absorto. La atmósfera crujía sobre la superficie de la nave, que se sacudía violentamente al atravesar fuertes ráfagas de viento. Silver comenzó a entender por qué Leo, a pesar de su angustia manifiesta ante el riesgo que representaría para todos ellos perder a Ti, no había puesto a Zara o a otro piloto de las naves remolcadoras en su lugar. Incluso exceptuando el hecho de manejar los pedales, aterrizar en un planeta era una disciplina muy diferente a pilotar una nave en caída libre, especialmente en un vehículo del tamaño de un módulo de Hábitat.

—Allí está el lecho seco del lago —Ti señaló con la cabeza sin sacar los ojos de su tablero—. Justo en el horizonte.

—¿Será mucho más difícil que aterrizar en una pista de la Estación de Lanzaderas? —preguntó Silver, preocupada.

—No hay problema —Ti sonrió—. Si hay alguna diferencia, es más fácil. Es un gran charco. De todas maneras, es uno de nuestros sitios de aterrizaje de emergencia. Sólo hay que evitar las hondonadas en el extremo norte y estamos libres en casa.

—Oh —dijo Silver, aliviada—. No sabía que habías aterrizado aquí antes.

—Bueno, en realidad, no lo hice —murmuró Ti—, porque todavía no ha habido ninguna emergencia… —se incorporó y se concentró aún más en los controles. Silver decidió que por el momento tal vez era mejor no distraerlo con su conversación.

Se asomó por encima del borde de su respaldo para mirar al doctor Minchenko, que ocupaba el asiento del ingeniero detrás de ellos, para ver cómo se lo estaba tomando. La sonrisa que le devolvió el doctor fue sarcástica, como si se estuviera burlando de su ansiedad, pero Silver percibió que también él estaba verificando el cinturón de seguridad de su asiento.

El suelo se acercaba a toda velocidad. Silver lamentaba que, después .de todo, no hubieran esperado que fuera de noche para hacer el aterrizaje. Por lo menos, no habría podido ver cómo se acercaba la muerte. Por supuesto, podía cerrar los ojos. Los cerró, pero los volvió a abrir casi de inmediato. ¿Por qué perderse la última experiencia de su vida? Lamentaba que Leo nunca le hubiera hecho una proposición amorosa. Seguramente, también él estaba bajo los efectos de la tensión acumulada.

Más y más rápido…

La nave chocó, rebotó, resonó, se meció y rugió sobre la superficie plana, pero agrietada. Silver lamentaba no haberle hecho una proposición a Leo. Obviamente, uno podía morir esperando que otra gente comience la vida por uno. El cinturón de su asiento le comprimió el pecho cuando la desaceleración la absorbió hacia adelante. La vibración ruidosa le hizo rechinar los dientes.

—No es tan uniforme como una pista —gritó Ti, que por fin le sonrió y le ofrecía una mirada luminosa—. Pero lo suficientemente buena para ser trabajo de la compañía…

Muy bien. Al parecer, nadie temblaba de miedo. Tal vez así era cómo debía ser un aterrizaje. Rodaron hasta detenerse en medio de la nada. Unas montañas rojas dentadas enmarcaban un horizonte vacío. Todo era silencio.

—Bien —dijo Ti—, aquí estamos… —Se soltó el cinturón con un movimiento rápido y se dirigió al doctor Minchenko, que hacía esfuerzos por salir del asiento del ingeniero—. ¿Ahora qué? ¿Dónde está?

—Si fuera tan amable —dijo el doctor Minchenko—, ¿no nos mostraría un panorama exterior?

Una vista del horizonte pasó varias veces por el í monitor, mientras los minutos sonaban en el cerebro de Silver. La gravedad, descubrió Silver,, no era tan horrible como la había descrito Claire. Era algo muy Aparecido al tiempo que se pasa bajo aceleración en el camino hacia un agujero de gusano, sólo que muy estable y sin vibración, o como estar en la Estación de Transferencia, sólo que más fuerte. Sería mejor si el diseño del asiento se hubiera ajustado a su cuerpo. —¿Qué pasa si el Control de Tráfico de Rodeo nos ha visto aterrizar? —dijo Silver—. ¿Qué pasa si Galac-Tech llega aquí antes?

—Es mucho peor si Control de Tráfico no nos ha visto —dijo Ti—. En cuanto a quién llega aquí antes… ¿Bueno, doctor Minchenko?

—Hum —dijo con seriedad. Luego se le iluminó el rostro, se inclinó hacia adelante y congeló la toma. Puso un dedo sobre una pequeña mancha en la pantalla, tal vez a unos quince kilómetros de distancia. —¿Una nube de polvo? — dijo Ti, que intentaba controlar sus esperanzas.

La mancha se hizo más nítida. —Un Land Rover —dijo el doctor Minchenko, que sonreía de satisfacción—. Buena chica.

La mancha se transformó en un remolino de polvo color anaranjado, que se levantaba detrás de un Land Rover. Cinco minutos más tarde, el vehículo se detuvo junto a la escotilla delantera de la nave. La figura debajo de la cubierta corrediza se detuvo para ajustar una máscara de oxígeno. Luego la cubierta se elevó y bajó la rampa lateral.

El doctor Minchenko se ajustó su propia máscara sobre la nariz y, seguido de Ti, bajó a toda carrera las escaleras de la nave para asistir a la mujer, débil y de cabello plateado, que estaba luchando con un montón de paquetes de formas extrañas. La mujer los entregó todos a los hombres con una felicidad evidente, excepto una caja negra pesada, con la forma de una cuchara, que apretó contra su pecho, casi de la misma manera que Claire aferraba a Andy. El doctor Minchenko condujo a su esposa con ansiedad hacia arriba —le costaba mucho subir las escaleras—, donde finalmente pudiera sacarse la máscara y hablar claramente.

—¿Estás bien, Warren? —preguntó la señora Minchenko.

—Perfectamente —la tranquilizó su esposo.

—No pude traer casi nada. Casi ni sabía qué elegir.

—Piensa en todo el dinero que ahorraremos en costes de embarque.

Silver estaba fascinada por la manera en que la gravedad daba forma al vestido de la señora Minchenko. Era un tejido de abrigo y oscuro, con un cinturón plateado en la cintura, y caía con gracia hasta los talones. La falda se movía mientras la señora Minchenko caminaba, haciendo eco a su movimiento.