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El latido de los limpiaparabrisas lo adormecía. El capullo cálido y relleno de humo del coche era confortable. Llegó al centro de la ciudad. Los aparcamientos vacíos y llenos de nieve, los edificios ruinosos enjalbegados de nuevo, las carcasas de las casas abandonadas con los escalones y los alféizares recubiertos por un manto impoluto… todo parecía casi presentable. Qué democrática era la nieve. Incluso el Muro, esa cicatriz que cruzaba la cara de la ciudad, podía parecer agradable bajo la nieve. La franja de la muerte estaba arropada bajo una manta. Las atalayas resultaban navideñas.

Frenó para entrar en la Karl Marx Allee y se unió al denso tráfico matutino, colas pedorreras de Wartburgs y Trabants de dos tiempos que arrojaban estallidos negros del tubo de escape y salpicaban la nieve, que ya era un fango a punto de alcanzar el nivel de las aceras. Entró en Lichtenberg por Friedrichsein y giró a la izquierda hacia la Ruschestrasse antes del U-bahn de la Magdalenstrasse. Ocupó uno de los aparcamientos privilegiados del exterior del descomunal bloque gris del Ministerium für Staatssicherheit. El único indicio de que aquello era el cuartel general de la Stasi era el número de Volkspolizei del exterior y las antenas y mástiles del tejado. El edificio en sí se llamaba Osear Ziethon Krankenhaus Polyklinik, lo cual a ojos de Schneider lo convertía en la institución psiquiátrica más grande del mundo. Treinta y ocho edificios, tres mil oficinas y más de treinta mil personas trabajando en ellas. Era una ciudad en una sola manzana, un monumento a la paranoia.

Atravesó las puertas de acero saludando a derecha e izquierda y se encaminó directamente a su despacho. Se quitó el abrigo y los guantes, rehusó el café gris de su secretaria y llamó a Yakubovski por la línea interna. Acordaron encontrarse en la planta de la HVA, la Hauptverwaltung Aufklárung, Administración Central de Reconocimiento o Servicio de Espionaje y Contraespionaje Extranjero.

Antes que Yakubovski llegaron sus cejas. Schneider se preguntaba por qué un hombre dispuesto a afeitarse la cara todas las mañanas era incapaz de darse cuenta de que necesitaba podar las matas de su ceño. Se vieron;

el ruso hizo una seña con la cabeza y volvió su espalda gris, que era tan ancha que más bien necesitaba un alquitranado que ropa. Yakubovski fumaba un grueso cigarrillo blanco y escupía constantemente las hebras negras que se quedaban pegadas a la lengua. Empezaron un lento paseo. La grasa de Yakubovski, flaccida como la de un oso pardo, se bamboleaba bajo el uniforme. Schneider le dio la noticia. El ruso fumó, escupió, torció el gesto.

– ¿El dinero? -preguntó.

– Está en el coche.

– ¿Todo?

Tentado de nuevo, pero no.

– Sí, señor.

– Venga a Karlshorst, cinco en punto.

– El general Rieff está a cargo de la investigación.

– No se preocupe por Rieff. íjvj

De golpe Yakuboski se alejó a paso ligero y dejó a Schneider pegado a la pared del pasillo.

A las 4:15 p.m. ya había oscurecido. Había dejado de nevar. Schneider limpió las ventanillas del coche por los dos lados. Fue primero hacia casa para ver si Rieff había puesto a alguien tras sus talones. Aparcó y sacó sus 19.500 marcos de uno de los envoltorios. Trazó un lento circuito por los bloques de pisos, regresó a la Karl Marx Allee y se dirigió al sur por la Frankfurter Allee. Giró a la derecha y se metió en el Friedrichsfelde, dejó atrás la extensión blanca del Tierpark, pasó por debajo del puente de la S-bahn y después giró a la izquierda por el Kopernicker Allee. El cuartel general de la KGB se encontraba en el edificio del antiguo hospital de St Antonius de la Neuwiederstrasse. Los guardias cogieron su carnet de identificación y entraron en la caseta. Hicieron una llamada.

Aparcó donde le dijeron y sacó los paquetes de dinero de debajo del asiento. Salió a su encuentro un ordenanza que lo llevó al tercer piso, donde atravesaron una oficina que ya conocía y llegaron a un salón donde no había estado antes. Yakubovski estaba sentado erguido en una silla de cuero de respaldo recto, junto al fuego que ardía en la chimenea. Fumaba el último centímetro más o menos de un puro. Schneider pensó en el cenicero de la villa de Stiller. Le puso nervioso pero se dijo a sí mismo que cualquiera podía fumar puros.

Apareció el ordenanza con una bandeja en la que llevaba un cubo de acero lleno de hielo con una botella de vodka incrustada. A su lado había un plato de arenque en escabeche y pan negro, dos vasos pequeños y un paquete de tabaco sin abrir con la marca en caracteres cirílicos. El ordenanza se retiró de espaldas, como si Yakubovski fuera un hombre al que no conviniese perder de vista.

El ruso apagó su cigarro. El extremo estaba empapado y mordido. Schneider se estremeció bajo el abrigo. Le entregó los paquetes de dinero.

– No quisiera entretenerle si tiene invitados -dijo Schneider-. Ya he cogido mis veinte mil marcos. Quedan doscientos ochenta mil.

– Usted es mi invitado -replicó el ruso-. Y será mejor que coja más. No habrá nada durante un tiempo.

Pescó un fajo de billetes al tuntún que Schneider guardó en el bolsillo. Grueso. Cincuenta mil marcos como mínimo.

– Quítese el abrigo. Necesitamos vodka.

Dieron rápida cuenta de tres vasos de vodka gélido, viscoso y con regusto a limón. Schneider trató de aflojarse el cuello de la camisa, que le apretaba la carne llena de cicatrices. Yakubovski se lanzaba arenques al gaznate como si fuera un elefante marino en plena actuación.

– Stiller está muerto -dijo, lo cual no era ningún avance pero establecía los hechos crudamente y llenó el silencio sofocante de la habitación.

El fuego crepitó y lanzó una chispa chimenea arriba. Más vodka. Schneider sentía un escozor en el lado bueno de la cara. El pan negro giraba en la boca de Yakubovski como medias en una lavadora.

– ¿Sabe quién ha sido, señor? -preguntó Schneider, con una voz que sonó como si hubiera otra persona en la habitación-. ¿Y qué hacía allí la chica, la tal Shumilov? Era una de sus agentes, ¿no?

Yakubovski abrió a zarpazos el paquete de tabaco como un salvaje y encendió uno.

– Es una situación delicada -dijo-. Una situación política.

– Disculpe mi franqueza, señor, pero usted estuvo allí anoche, ¿verdad? -dijo Schneider, envalentonado por el vodka-. ¿Quién más había? Eso daría…

– Comprendo sus nervios, comandante. Es probable que se sienta expuesto… al descubierto -dijo Yakubovski bajo el alero oscuro y amenazador de sus cejas-. Estuve allí, en efecto, con el general Mielke, si eso satisface su curiosidad. Partimos a medianoche. A Stiller lo mataron unas cinco horas más tarde.

– ¿Y las chicas?

– Las chicas llegaron cuando salíamos. Llegaron con Horst Jáger.

– ¿El lanzador de jabalina olímpico? ¿Qué cono hacía allí?

– Según dicen tiene una buena jabalina en los pantalones -dijo Yakubovski, con las cejas fuera de control-. Y no le importa lanzarla por ahí… ni quién mire.

– ¿Y quién era la otra chica?

– No era de las nuestras: sería alguna novia de Jàger.

– ¿Y cuándo se fueron Jàger y su novia?

– A las cuatro, según los guardias.

– ¿Por qué mataron a Olga Shumilov?

– Porque tuvo la mala suerte de estar allí, supongo.

– ¿Y por qué estaba allí?

– Probablemente para asegurarse de que Stiller no se iba a casa -dijo Yakubovski-. Y dadas las circunstancias, comandante, no creo que necesite saber las respuestas a cualquier otra pregunta que tenga. Ya le he dicho que se trata de un asunto político, no de inteligencia, y eso debería de indicarle que cualquier conocimiento adicional podría conllevar sus propias presiones. Pruebe el arenque.