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Bebieron un poco más y acabaron la comida. El ruso marcó el fin de la velada sosteniéndole a Schneider el abrigo para que se lo pusiera. Al ajustárselo a los hombros le habló en voz baja al oído.

– No volveremos a vernos en las mismas condiciones, ya me entiende. Si le pasa algo, no podré ayudarle. Sería poco recomendable emplear mi nombre.

La media botella de vodka evitó que el miedo de Schneider le llegara a las terminaciones nerviosas, lo cual permitió que el pelo de la nuca permaneciera liso como el de una foca.

– ¿Puedo preguntarle por el poder que tiene el general Rieff en este asunto, señor?

– Ocupa una posición muy buena. Mire su carrera antes de convertirse en jefe de Investigaciones Especiales.

– ¿Y ve con buenos ojos a alguno de nosotros?

– No, Herr comandante, no -dijo Yakubovski-. Es de la escuela ascética. Un hombre de cilicio.

En el exterior se había levantado un viento gélido que en el corto trayecto hasta el coche le despellejó del abrigo. Se sentó al volante lloroso, jadeante y con el organismo repleto de alcohol. Se clavó los pulgares enguantados en los ojos para atajar las lágrimas e intentó concentrarse.

Yakubovski le estaba diciendo que aquello era un trabajo de la KGB y que la trama oculta era política y, por difícil que fuera de creer, más importante que él. Una directiva de Moscú pero, ¿con qué fin? Y dejaba a Rieff en una situación de enorme poder.

No se le ocurría nada.

Arrancó el coche, llegó a la puerta principal y salió a la Neuwiederstrasse. La suspensión precaria y su ebriedad hacían que diera tumbos en la cabina como si estuviera en una divertida atracción de feria. Paró en la Kòpernickerstrasse y se subió al bordillo cerca de una de las alcantarillas

que todavía estaban a la vista. Rechinaba los dientes y golpeaba el volante lleno de rabia y frustración. Sacó el fajo de marcos, palpó lo nuevos que estaban, olisqueó la tinta. Dinero nuevo. Dinero de verdad. Pero demasiado si uno se encontraba en la posición inesperada a la que se había visto abocado. Añadió su propina inicial al montón de billetes, abrió la puerta y lo tiró todo por la alcantarilla. Ahora tendría un problema incluso para conseguir que le devolvieran ese pasaporte.

Fue a casa y aparcó en el garaje de debajo del edificio. Cerró la puerta del coche con llave, avanzó dando tumbos hacia las escaleras y entró en el repentino destello de un par de faros. Dos hombres se le acercaron desde la oscuridad tras su espalda; sus zapatos rechinaban sobre el hormigón.

– ¿Comandante Kurt Schneider?

– Sí -dijo, relamiéndose.

– Nos gustaría que nos acompañase para tener… una pequeña charla.

34

Diciembre de 1970 a enero de 1971, Londres.

Andrea ocupó su escritorio, el mismo que ocupara su madre durante más de veinte años para hacer el mismo trabajo. Su tarea no era difícil y le daba la oportunidad de conocer a todo aquel que realizara cualquier tipo de misión operativa, y todos hablaban con ella porque querían que se mostrara permisiva e indulgente al revisar sus hojas de gastos.

Andrea había tenido que soportar una prolongada entrevista con Dickie Rose, como ahora le llamaban, y un hombre tímido llamado Roger Speke, que sólo le hacía preguntas por mediación de Rose y nunca directamente. No descubrió nada sobre ninguno de los dos, ni su trabajo ni el título de su cargo. También se había visto con Meredith Cardew, pero el encuentro había consistido más bien en una charla sobre los viejos tiempos: Lisboa, sardinadas en la playa, y si el Restaurante Tavares seguía abierto. Sólo en el momento de irse Andrea mencionó lo mucho que le extrañaba encontrárselo en la Empresa.

– Sí, bueno, le cogí el gusto durante la guerra -dijo él-. En Shell me aburría así que, cuando vine de viaje, pedí una entrevista. Una tontería, en realidad. Las cosas me habrían ido mejor en el mundo del petróleo pero, ya ves, estaba lo otro: Dorothy se había cansado de viajar y quería volver a Inglaterra.

– ¿A Londres?

– Dios bendito, no, nos compramos una casa en Gloucestershire. Allí estamos en la gloria. Ahora las chicas ya han volado del nido, claro. Todas casadas. Nos quedan los nietos y los perros.

– Y usted tiene la Empresa.

– Ya estoy pensando en la jubilación. Lo mejor ha quedado atrás. Berlín en los cincuenta, eso fue grande. Tenemos que tomar una copa, Anne…, ponernos al día. Pásate por el piso una de estas tardes frías y hazle compañía a un anciano.

– Ahora soy Andrea, Meredith.

– Por supuesto. Perdona. Sí. Y mis condolencias por Luís y Joáo. Jim me contó la desgracia. Un mazazo terrible.

El modo en que lo dijo, como si hubiera ocurrido hacía un mes y en el momento mismo en que se iba, la transportó un cuarto de siglo atrás a la casa de Carcavelos. Otro mazazo terrible, como decía él. Le agitaba algo en el pecho, un pájaro que aleteaba contra sus costillas intentando escapar.

Empezó a principios de diciembre. Wallis la acompañó en un recorrido por el edificio. Volvió a presentarle a todos los asistentes a la fiesta del funeral. Peggy White, que había sido asistente de su madre en Banca; John Travis de Documentación; Maude West de la Biblioteca y Dennis Broadbent de Archivos, que era el único que tenía algo que explicarle.

– Aquí te tengo como Grado 5 Azul y Amarillo. Grado 5 significa seguridad media, Azul es por Banca y Amarillo por Extranjero, lo cual significa que tu acceso está limitado a archivos de esa clasificación y todo lo que tenga una clasificación de seguridad de 5 o menos. Todos empezamos por 5.

– ¿Cuál es el máximo?

– Grado 10 Rojo. Con eso se puede mirar cualquier cosa, incluida la sala reservada, pero no hay muchos Grados 10 Rojo. Cinco en todo el edificio, de hecho, y uno de ellos es «C», el jefe supremo.

– ¿La sala reservada?

Broadbent señaló una puerta que tenía ranura para tarjetas y un teclado numérico junto a la jamba.

– Todo Alto Secreto y Operativo.

– ¿Qué otros colores no puedo mirar?

– El Verde es de Nacional/Mi5, muy aburrido. El Blanco es de Personal, y en unas semanas te darán acceso. -¿Y Rosa? ¿Hay Rosa? -Pues sí, ya que lo preguntas. -¿Y qué es el Rosa? -Sexo.

– ¿Eso también lo guardan en la sala reservada?

– Y bajo llave.

– ¿Y quién tiene la llave?

– Roger Speke.

– Los mosquitas muertas siempre son los peores, señor Broadbent.

– Igualita que su madre -dijo Broadbent con una risotada-. Es asombroso.

Peggy White la instruyó en los procedimientos de Banca, sin dejar de dar sorbos a un vaso de agua mientras se mordisqueaba los labios al hablarle de transferencias internacionales, hojas de gastos, fondos para imprevistos, informes financieros trimestrales, liquidez, presupuestos y el resto de jerigonza contable.

– De un tiempo a esta parte la cosa está tranquila. El último lío gordo fue en el 68, después de la Primavera de Praga. Los agentes volaban de un lado a otro. El dinero no paraba de rodar. Para entonces tu madre se había jubilado. Sí, la Primavera de Praga acabó con su sustituía. Hizo una auténtica chapuza. En cualquier caso, nos creímos de verdad que aquello era el fin, sabes. Que los rojos iban a retirar el Telón de Acero, cargar y no parar hasta llegar a Holyhead. En fin, ahora ya es agua pasada. Me encantaba que los días pasaran volando. Para serte sincera, ahora se arrastran como tortugas. Pero… con los rusos, nunca se sabe.

Andrea se puso manos a la obra y se hizo amiga de todo el mundo, sobre todo de Broadbent. Este la dejaba a solas en Archivos, de modo que podía curiosear en los documentos a los que todavía no le habían concedido acceso y podía observar incluso quién estaba autorizado a entrar en la Sala Reservada. Sólo la empleaban Rose, Speke y Wallis. Broadbent le reveló que existía una tarjeta con cinta magnética y que cada semana Roger Speke asignaba un código de cuatro números.