Выбрать главу

Para mediados de diciembre ya había repasado la mayor parte del grueso de los archivos y no había encontrado nada de interés ni referencia alguna a El Leopardo de las Nieves por ninguna parte. Diez días antes de Navidad los estadounidenses por fin se mudaron de su casa de Clapham y Andrea dejó la buhardilla de Wallis para instalarse allí. Volvió a encontrarse con Gromov en la explanada de juegos de Brockwell Park. El ruso le dijo lo que ya sabía, que iba a tener que conseguir acceso a la Sala Reservada y mirar en los archivos operativos para descubrir cualquier referencia a El Leopardo de las Nieves. Si le llevaba una tarjeta él podía encargarse de que le hicieran un duplicado de la noche a la mañana. En cuanto lo tuviera, lo único que tenía que hacer era enterarse del código numérico de la semana. Fácil. Fácil para Gromov, con su gran abrigo y su cara helada mientras chupaba una de sus debilidades capitalistas, los sorbetes de limón.

Andrea retomó su vigilancia de los usuarios de la Sala Reservada y de donde guardaban las tarjetas. Wallis y Rose la visitaban con menos frecuencia que Speke y guardaban las tarjetas en la cartera. Speke, que iba dos veces por mañana, la guardaba en el bolsillo del pecho de la americana. Observó a Speke durante una semana y reparó en que sólo trabajaba en el material de la Sala Reservada por las mañanas. No estaba permitido que los archivos de Grado 10 Rojo salieran de la sala. Los hombres trabajaban dentro y sólo podían llevarse notas. Nada de fotocopias.

Descubrió que Speke era un hombre muy correcto, de modelos y forma de vestir remilgados de los que siempre tiene algo que decir sobre el número de botones de las chaquetas, y nunca trabajaba con la americana puesta. Se la ponía cuando iba a otro departamento, pero siempre se la quitaba antes de sentarse. Debajo llevaba una chaqueta de punto y siempre colgaba la americana de una percha detrás de la puerta. El único problema era que Andrea nunca tenía acceso a Speke. Él no hablaba con ella, ni con nadie a decir verdad, salvo el resto de jefes de sección. Se iba a las cinco y media todas las tardes y jamás se quedaba a tomar una copa. No le sorprendía no haberlo visto en el funeraclass="underline" no era de los que le iban a su madre.

Empezaba a desesperar mientras pensaba en cómo iba a enterarse de quién era el quinto poseedor de tarjeta cuando en su escritorio apareció una hoja de gastos con una petición de más fondos. Revisó sus archivos y descubrió que al agente, de nombre en clave Cleopatra, aún deberían quedarle 4.500 libras. Como base de Cleopatra constaba Tel Aviv. Oriente Medio era la sección de Speke.

Esperó a que faltaran dos minutos para la comida y llamó a la puerta de Speke. Éste se encontraba frente a la ventana, contemplando Trafalgar Square con las manos en los bolsillos, estirando la chaqueta hacia delante. Se sobresaltó al verla y fue hacia su escritorio como si en él guardara una pistola. Andrea sudaba bajo su traje de algodón, y la blusa se le pegaba a la parte baja de la espalda. Le pasó a Speke la hoja de gastos y le comentó el problema. Él se rascó la punta de la nariz y parpadeó por detrás de las gafas bi-focales. Cogió el teléfono. Andrea le dijo que volvería por la mañana. Speke se levantó mientras ella se iba. Después se encaminó de nuevo a la ventana. Andrea abrió la puerta. Él se inclinó para hacerle unos mimos a una planta de la repisa. Andrea metió dos dedos en el bolsillo de la americana, sacó la tarjeta y cerró la puerta.

Cuando volvió a su escritorio Peggy White le preguntó si le pasaba algo.

– La calefacción central, señora White. No la aguanto.

– Su madre era igual.

Andrea salió a comer y se puso a la cola de un fotomatón de la estación de Charing Cross. Un hombre se colocó detrás de ella. Andrea entró en la cabina y dejó la tarjeta de Speke detrás del tablero de fotos de muestra. Se levantó y esperó a que se revelaran las fotos. El hombre que tenía detrás salió al acabar la sesión pero no esperó. Salieron las fotos de Andrea. Un poco después aparecieron las del hombre, negras.

A la mañana siguiente había dos tarjetas en el buzón de su casa, el original y la copia. Fue pronto al trabajo, por si Speke iba directo a la Sala Reservada. Speke llegó. Andrea le concedió unos minutos y después fue a verlo. Todavía llevaba puesta la americana. Andrea parpadeó para rebajar la intensidad de su mirada y se calmó. Speke estaba una vez más frente a la ventana, con la vista puesta en la mañana helada y quebradiza. Speke, el pobre y bien plantado Speke, al que le gustaba disponer de diez minutos para recobrarse de su viaje en metro matutino, se enervó.

– Ya volveré más tarde -dijo Andrea.

– No, no, no, ¿qué pasa?

– La hoja de gastos de Cleopatra.

– Tenemos que cambiar ese nombre en clave, ¿no le parece? -Estoy de acuerdo. Resulta absurdo pensar cosas tan mundanas de Cleopatra.

– Desde luego. Un día encontraremos al pie: un áspid: 3 libras, 9 chelines, 6 peniques -dijo, y se rió de su propia gracia.

Pobre Speke, jamás iba a ser capaz de adaptarse al sistema decimal.

– Esperemos que no, señor Speke -dijo ella-. ¿Le cuelgo la americana?

– Oh… gracias -replicó él; cinco opciones entrechocaban en su cerebro.

Andrea le quitó la americana de los hombros, dejó la tarjeta en su sitio y la colgó.

– Tiene razón -dijo él-. Cleopatra no tendría que solicitar más fondos. Le enviaré un mensaje de inmediato. ¿Qué le parece que debería escribir…, señorita Aspinall?

– ¿Te deseo toda la dicha de la serpiente? -sugirió Andrea, a sabiendas de que Speke reconocería a Shakespeare.

Su risa sonó más aguda que la carcajada de una hiena por la noche en pleno monte.

– Tal vez eso resulte un tanto siniestro -dijo-, pero es excelente en cualquier caso. Meteríamos un poco de miedo en Tel Aviv. No estaría mal.

Andrea salió exhausta. Esas cosas parecían muy fáciles en las películas pero le destrozaban a una los nervios, como robar monedas del bolso de su madre con la salvedad de que ese tipo de sustracciones domésticas acarreaban diez años en la cárcel de Holloway. Y aún tenía que conseguir el código semanal de acceso. Y entrar en la Sala Reservada con el tiempo suficiente para conseguir algo. Sabía lo que le esperaba. Cientos de archivos, y eso no era más que la sección Berlín/Soviético.

Cardew la invito a compartir cena y unas copas en su piso, un apartamento de un dormitorio en un edificio señorial de Queen's Square, Bloomsbury. Bebieron gintonics mientras Cardew preparaba salsa boloñesa en su cocinita, y Don Giovanni sonaba en el tocadiscos.

– Los espaguetis a la boloñesa son mi alimento básico -dijo él; por detrás daba cierta impresión de tristeza, los pantalones le colgaban en forma de bolsa-. Me hago a la idea de probar otra cosa pero entonces empiezo a gravitar hacia la carne picada y las latas de tomate. En fin, patético. En Lisboa comíamos tan bien…

– Echo de menos el pescado -dijo Andrea-. Echo de menos incluso el bacalao salado, y jamás pensé que eso fuera posible.

– Hoy en día el pescado sólo llega congelado -observó él-. Sabes, a mí me gustaba el bacalao salado con jamón curado encima. ¿Lo llegaste a probar? Una de nuestras chicas era del norte y nos dijo que era así como lo preparaban allí.

– ¿No baja nunca Dorothy a cocinarte algo… o para ir al teatro?

– A Dorothy no la verás en Londres ni muerta. La odia con todas sus fuerzas. Asquerosa y sucia. Llena de niños bien pagados de sí mismos. Ya estoy bien aquí, allá se pudran, así lo ve ella. Es una pena. Aquí llevo una vida de lo más solitaria. Gintonic, espaguetis a la boloñesa y ópera por las noches.

Comieron la pasta y la ensalada y estrenaron la segunda botella de tinto. La conversación de Cardew derivó hacia el trabajo.

– Sí, los cincuenta fueron tremendos en cuanto nos libramos de los imbéciles de Burgess y Maclean. Nos creíamos los más listos hasta que descubrimos que era todo una jodida farsa; George Blake le entregaba en bandeja a la KGB el trabajo de Berlín con todo lujo de detalles y Kim nos tomaba el pelo en casa. Quedamos como tontos. Jrushchev le dijo una vez a Kennedy que tendríamos que pasarnos una lista de todos nuestros espías y que probablemente descubriríamos que eran los mismos. Una verdad como un templo. ¿Otro poquito, querida?