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De repente Speke miró el reloj, se sobresaltó, recogió las fotos, cerró el archivo y lo tiró a la sección enrejada. Volvió a cerrarla y se encaminó a la puerta con tanta rapidez que Andrea apenas tuvo tiempo de dar la vuelta a la estantería para que no la viera.

Oyó la cerradura y la puerta al cerrarse. Contó hasta quince obligándose a marcar los segundos. Después encajó su tarjeta en la puerta y marcó los números. No hubo chasquido. La cerradura no se corrió. Volvió a marcar. Nada. Sabía que los números eran los correctos. Nunca se equivocaba con los números y menos con ése. Se trataba de un número famoso.

Era el 1729. Ningún matemático olvidaría ese número. Era la menor expresión posible obtenida por la suma de dos cubos de dos modos diferentes. Su cerebro se precipitaba descontrolado por una cresta de puro pánico, en blanco, blanco, blanco.

Respiró dos veces profundamente. Frenó un poco las cosas. Probó con los números al revés mientras pensaba «Holloway, Holloway». La cerradura se abrió con un chasquido. En la puerta exterior tintinearon las llaves de Broadbent. Se abalanzó hacia su escritorio, tiró debajo los zapatos y se lanzó sobre la silla con tanta fuerza que a punto estuvo de caerse al suelo.

– ¿Qué, sigue ahí? -preguntó Broadbent.

Andrea se dio unos golpecitos en los dientes con el lápiz y se hizo la sorprendida al verlo.

– ¿Qué? -¿Sigue ahí?

– Para serle sincera, señor B, no estaba aquí.

– ¿De verdad?

– Me he ido a Lisboa a comer. Langosta a la plancha y vino blanco en la terraza.

– Hay a quien le gusta -dijo él, monótono, taciturno. El estómago de Andrea se le desenredó del corazón y los pulmones y regresó al sur.

Se encontró con Gromov en una casa franca pegada a Lordship Lañe, en Peckham o East Dulwich. Un hombre bastante calvo de pelo canoso le abrió la puerta del adosado que se encontraba a media altura de Pellatt Road, detrás de un jardín delantero con setos y varios gnomos en plena faena. Siguió sus grandes zapatillas de suelas de goma hasta el salón, donde Gromov esperaba sentado frente a una chimenea encima de cuya repisa había un reloj y la estatuilla de una mujer con bonete y un ramo de flores. El ruso parecía no encajar con su cara inmóvil y gris junto a un grabado de dos encantadoras niñitas titulado Naturaleza.

– Me parece que no he estado nunca en esta parte de Londres -dijo ella-. Brockwell Park, ahora Lordship Lañe. Pensaba que todo esto pasaba en Hampstead Heath.

– No en esta época del año, y en verano está lleno de funcionarios con sus chicos entre los setos.

– No tenía ni idea.

– Algunos son chicos nuestros -dijo él sin sonreír. -Están en todas partes, señor Gromov.

– Casi.

Le contó que no había constancia de El Leopardo de las Nieves en los archivos del personal activo y Gromov asintió como si eso fuera del dominio público. Andrea le dijo que no había tenido tiempo de revisar los archivos de operaciones por culpa de Speke y dejó claro que no pensaba intentarlo de nuevo, vistos los peligros.

Gromov parpadeó y lo aceptó, impertérrito. Su resignado silencio se le clavaba. Le habló del archivo de Cleopatra y captó su atención. Gromov estaba complacido de observar que trabajaba por iniciativa propia. Andrea le contó lo extraño del archivo, las opiniones de Cardew sobre la Empresa, la atmósfera de desconfianza, la brecha entre Administración y Operaciones. Le dio detalles de lo que constaba en el archivo. Gromov seguía sin dar muestras de sorpresa.

– En la lista había seis nombres -dijo ella.

– ¿Seis? -preguntó él-. ¿Está segura de que eran seis?

– Hasta hace seis semanas trabaja en un proyecto de matemáticas, señor Gromov. Sé contar.

– Déme los nombres.

– Andréi Yuriev, Iván Korenevskaya, Óleg Yakubovski, Alexéi VoBtova, Anatoli Osmolovski y un alemán, Lothar Stiller.

– Habrá que comprobarlo -dijo él bruscamente.

– ¿Comprobarlo?

– Ha hecho un gran trabajo.

– ¿Cómo comprueba esta información, señor Gromov?

– Hago entrar a alguien más…, a alguien con Grado 10 Rojo.

Hubo un profundo silencio por parte de Andrea.

– Ha demostrado que es de fiar -dijo Gromov-. Eso era lo más importante de este ejercicio.

Estaba furiosa.

– No haga nada hasta recibir noticias mías -dijo él, y fue hacia su abrigo.

Le entregó un sobre.

– ¿Qué es esto?

– Quinientas libras.

– No quiero su dinero.

– Su madre no era tan orgullosa -dijo él, y Andrea recordó la caja de seguridad número 718 deslizándose otra vez en la ranura.

Ese fin de semana Louis Greig apareció delante de la casa. Llamó al timbre y ella no contestó. Louis se quedó allí, caminando arriba y abajo por la acera, mirando por la ventana del salón y escudriñando por los paneles de cristal tintado de la entrada. Se fue y volvió después de comer, y Andrea supo que iba a tener que recibirlo o verse sitiada en su propia casa.

Quería confinarlo al umbral pero él pasó de largo sin una palabra y entró en el recibidor. Parecía angustiado. Su pulcritud habitual había desaparecido. Tenía el pelo desordenado y encrespado. Sus ojos estaban oscuros por la falta de sueño.

– He tratado de dar contigo -dijo.

– Viví con un amigo hasta que…

– Sí, tus inquilinos, los americanos, me lo contaron.

– Acabo de mudarme -añadió ella, para mantener el tono banal.

– Martha y yo estábamos en los Estados Unidos.

– Así que fuiste, al final.

– Ella se fue y yo la seguí más adelante -dijo-. En Cambridge me estaba volviendo loco.

Se produjo un silencio muy largo en el que el mero hedor de su desesperación se hizo insoportable. A Andrea no se le ocurría nada para aliviarla.

– Lo siento -dijo él, con labios reducidos a líneas blancas en un apretón, en un intento de guardarse para sí la magnitud de su desdicha. La hacía sentirse cruel-. Es que… No puedo… Estoy completamente desesperado, Andrea.

– Esto no puede ir a ninguna parte, Louis. Se acabó.

– ¿No podríamos…?

– ¿Qué?

– ¿Hablar?

– Ya lo hemos hecho. Estás perdonado. Ahora vete.

– Es que no puedo… Tengo que estar contigo. No dejo de pensar en ti.

– ¿Cómo piensas en mí, Louis? -preguntó ella, más despiadada-. ¿En el banco del parque, en el asiento de atrás de tu coche, en tu cama de latón…, en el cobertizo?

Él se puso más nervioso.

– Martha me ha dejado -dijo-. Podríamos… podríamos estar juntos… Bien.

– No.

Él se mesó una y otra vez los cabellos sueltos y se tocó la cara ansiosa.

– ¿No podríamos…?

– No.

Louis cerró los ojos y tomó carrerilla. El auténtico motivo de su visita. -Sólo una vez más -dijo-. Por favor, Andrea. Por última vez. Ella estaba asqueada y abrió la puerta.

– Sólo tócame como antes me tocabas -dijo-. ¿No te acuerdas? En el campo… del modo en que tú… en que te enseñé. -Vete, Louis. Él tragó saliva.

– Tócame una vez y me iré.

Andrea se puso detrás de él y lo sacó a empujones. La resistencia fue sorprendentemente endeble. Se había puesto juguetón. Andrea cerró de un portazo a sus espaldas. Él estampó la cara en los cristales.

– ¿No te acuerdas de cómo era, Andrea? ¿No te acuerdas?

El lunes por la mañana el ambiente en el trabajo había cambiado. Se palpaba una tensión similar tan sólo a la que sentía en el colegio cuando había pasado algo muy grave. Peggy White ya estaba a medio camino de su primer vaso de ginebra aguada y no pasaban ni cinco minutos de las nueve.

– Quieren verla -dijo.

– ¿Quiénes? -preguntó Andrea.