Выбрать главу

– Todos los jefes de sección. Están en el despacho de Speke.

Andrea jadeaba. El corazón le latía a ráfagas y golpeteaba como un puño cerrado contra una de sus costillas superiores. Le había dejado la tarjeta a Gromov. Había tomado precauciones en todo momento. Le había llevado una eternidad llegar a Pellatt Road para asegurarse de que no la seguían. Se cubrió la nariz y la boca con las manos juntas como si fuera a recitar una plegaria, cerró los ojos, le dijo algo a un Dios al que había olvidado y llamó a la puerta de Speke. Le abrió Cardew. Speke estaba delante de la ventana, con la chaqueta de punto puesta. Wallis estaba apoyado en una esquina. Le pidieron que se sentase en una silla del centro de la habitación. Speke volvió a su escritorio. Cardew se cernía a su izquierda.

– Qué intimidante -dijo ella-. Espero no haber sido demasiado dura con los gastos de sus agentes.

– No era nuestra intención -dijo Speke-. La cosa es seria, nada más.

– Ni siquiera llevo aquí lo bastante para hacer una declaración trimestral -dijo ella-. No veo en que…

– Esto es diferente, Andrea -dijo Wallis, mientras se sentaba sobre los barrotes del radiador de delante de la ventana.

Andrea tenía las uñas azules de frío.

– Hace seis años que Wallis tiene un agente doble en Berlín Este -dijo Speke-. Ninguno de nosotros sabe nada de él, ni el nombre ni nada. Lo único que sabemos por la calidad de su información es que tiene contactos tanto en la KGB como en la Stasi. Además de su información, que siempre ha sido perfecta, ha facilitado una serie de deserciones. Se las ha apañado para mantener un anonimato absoluto al financiarse por su cuenta y no exigir ningún pago. No tenemos ni idea de cómo se financia pero siempre ha sido capaz de sufragar los gastos no desdeñables que entraña este trabajo. Sin embargo… ahora hay un problema.

– Bueno, hay dinero de sobra en Emergencias e Imprevistos -dijo ella.

– Gracias -dijo Speke.

– No es un asunto de finanzas -apuntó Wallis.

– El agente estaba organizando la deserción de un hombre cuyos conocimientos especializados nos proporcionarían una mayor comprensión del despliegue de ICBM de la Unión Soviética. En este momento han sucedido una serie de cosas que le han complicado la vida al agente. Tenemos que darle un apoyo temporal hasta que pueda sacar a ese desertor. Después podrá desaparecer una vez más en su tapadera y reconstruir su sistema.

– ¿Apoyo? ¿Qué tipo de…?

– Apoyo operativo.

Contempló las caras de los hombres que la rodeaban. Le devolvieron la mirada.

– Lo mío es administración -dijo ella, citando a Jim Wallis. ›:

– De momento -matizó Speke.

– Me adiestraron como agente en 1944. Mi servicio activo duró menos de una semana y, como bien sabe Jim, no fue del todo satisfactorio.

– Pero no fue por culpa tuya, Andrea -terció Wallis-. La operación fue un desastre desde el principio.

– Pero estoy segura de que podrán encontrar a alguien con un poco más de experiencia que yo. Quiero decir, el espionaje de la Guerra Fría es…

– Bastante parecido -terminó Cardew-. Los americanos siguen sin contarnos lo que hacen y la BND de Alemania Occidental tiene su propio programa. Una semana de entrenamiento en Lisboa en 1944 va a resultarte muy útil.

– La cuestión -dijo Wallis- es que nuestro hombre no quiere a nadie con experiencia. No quiere a nadie con antecedentes en espionaje después de la guerra. Quiere a alguien, como él dice, con el expediente sanitario limpio.

– Entonces habrá alguien en adiestramiento. Vamos, es ridículo enviar a una contable de operaciones.

Los hombres se miraron entre ellos como si muy bien pudiera ser así.

– Lo que nos decidió es el hecho de que acabes de empezar aquí, y tengas un curriculum ya hecho -comentó Cardew-. En este momento no hay nadie en adiestramiento a quien podamos meter en Alemania Oriental con tanta facilidad como a ti.

– ¿Alemania Oriental?

– Tiene usted un curriculum muy particular -observó Speke-. Hemos hablado con el director del departamento de matemáticas de Cambridge y al parecer tendría algo de sentido que le hiciera usted una visita al profesor Günther Spiegel, que enseña en la Universidad Humboldt de Berlín Este. Estamos trabajando para conseguirle una invitación.

– Trabajando suena a…

– Existe cierta premura -dijo Speke. -Suena a que no me dan mucha elección en el asunto. -Podría negarse -aseveró Speke.

– Y nosotros perderíamos a un desertor muy valioso -dijo Wallis-. Y, posiblemente, también a un agente.

Silencio mientras dejaban que el peso de aquella información ejerciera presión en su conciencia.

– El tal Günther Spiegel -dijo ella, tras una prolongada pausa-, ¿es de los nuestros?

Los hombres se recostaron y la presión aflojó.

– No, no, es profesor de matemáticas. Es su billete de entrada y salida, eso es todo.

– ¿Y qué se espera que haga yo?

– Lo que le pidan. Piense sobre la marcha -dijo Speke. -¿Quién es el desertor? ¿Se espera de mí que ayude en eso? -Le dirán de quién se trata en su debido momento y sí, se espera que colabore.

– ¿Y para quién voy a hacer esto?

– Se entablará contacto.

– ¿Cómo conoceré al contacto?

Speke le hizo una seña a Cardew con la cabeza y salieron los dos de la habitación. Wallis arrancó una página de un cuadernillo y la puso en la rodilla.

– El te hará esta pregunta -le dijo mientras escribía.

Le pasó a Andrea el papel. Decía: «¿Dónde están echados los tres leopardos blancos?».

– Y ¿cuál será tu respuesta?

Andrea escribió: «Bajo el enebro», y le devolvió el papel. -Sabía que podíamos confiar en ti -dijo él; encendió la hoja y la tiró a la papelera metálica.

– ¿Tiene nombre en clave?

Wallis se inclinó hacia ella, le acercó los labios al oído y susurró: -El Leopardo de las Nieves.

35

15 de enero de 1971, Berlín Oriental.

El Leopardo de las Nieves tuvo el primer indicio de que aquello tal vez no fuera a ser una charla civilizada cuando uno de los hombres le pidió las llaves del coche. Metieron a Schneider con el otro hombre en la parte de atrás del suyo y salieron en convoy de la finca a la Karl Marx Allee. El segundo indicio llegó cuando vio que no se dirigían al cuartel general de la Stasi sino rumbo norte por Lichtenberg, hacia el Centro de Interrogación Hohenschònhausen, al que llegaban los carros de carne en tiempos de guerra para suministrar comida a las inmensas cocinas nazis, aunque ahora lo que volcaban era carne viva y sospechosa para que la interrogaran en los tenebrosos sótanos conocidos como el Submarino.

Lo ficharon en recepción y metieron el contenido de sus bolsillos y su reloj de pulsera en un sobre acolchado, que uno de los hombres se llevó, junto con el abrigo, a una habitación del pasillo. Allí le pidieron que se desvistiera y descalzara hasta quedarse en calzoncillos. Añadieron la ropa y los zapatos al abrigo y se los llevaron. El hombre que se había quedado le ordenó que apoyara las manos en la pared y abriera las piernas. Apareció un sujeto de bata blanca y lo registró a conciencia: pelo, orejas, axilas, genitales y la afrenta final del dedo enguantado y lubricado en el recto. Lo sacaron de nuevo al pasillo y bajaron las escaleras del sótano. Una puerta insonorizada daba a la luz sódica de una caverna de frío gélido y ruido infernal. Unos altavoces retransmitían interminables sesiones de tortura de hombres que gritaban y gritaban hasta que parecía imposible que sus laringes aguantaran más. Lo metieron en una celda sin muebles con el suelo de hormigón cubierto por fragmentos de hielo. Lo dejaron encerrado en la oscuridad total. Al cabo de unos minutos se encendió una luz de intensidad quirúrgica y pasada media hora hizo lo que había oído que acostumbraban

hacer otros internos de la Hohenschònhausen. Se arrodilló en el suelo, cerró los puños por delante del cuerpo y apoyó en ellos la cabeza. Desapareció entre sus pensamientos. Estaba muy al corriente de los métodos de la Stasi. No aporreaban y apalizaban. Jugaban a largo plazo, el lento juego de la destrucción psicológica. Al cabo de un rato dejó atrás esos pensamientos y pasó a una región en la que no sucedía nada, donde el ser físico estaba suspendido, insensible, como un murciélago de día.