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Oyó la llave en la cerradura y se levantó para escuchar con la cara deformada por la agonía de la luz. Lo subieron de nuevo a la sala donde lo habían registrado. Pidió un cigarrillo. Le hicieron caso omiso, lo sentaron en una silla y se fueron dejando la puerta abierta. Esperó el elemento psicológico y tras unos minutos su esposa y sus dos hijas desfilaron por el pasillo.

– ¿Kurt? -dijo su mujer, confusa.

– Vatti -exclamaron las niñas.

Se las llevaron. A él lo devolvieron a su celda con la certeza de que estaban interrogando a su mujer y sus hijas y estaban registrando el piso. Seguía tranquilo. Ellas no sabían nada y siempre se había asegurado de no tener nada en el apartamento. Ni parafernalia de espía, ni moneda ilegal ni documentos. Gracias a Dios había dejado el pasaporte estadounidense de camino a Wandlitz.

Probablemente pasaba de medianoche cuando volvieron a por él. Le llevaron a una sala de interrogatorios. Dos sillas, ninguna mesa, un panel de espejo y tal vez público detrás. Lo dejaron de pie en el centro de la sala y empezaron con las preguntas, interminables, repetidas hasta la saciedad; cualquiera que fuera la tangente por la que parecieran acercarse, terminaban siempre apuntando al mismo nexo. Su relación con Stiller, las actividades de Stiller en Berlín Oeste, el interés de Stiller en el Arbeitsgruppe Auslánder.

Se trataba de un proceso de ablandamiento y Schneider se dejó ablandar. Dejó que su cabeza oscilara y se enderezara con una sacudida como si cayera dormido. Fue soltando frases confusas que ellos recogían y le arrojaban más adelante a la cara. Pedía cosas constantemente: tabaco, café, agua, el baño. Ellos le daban vueltas, le atacaban con las preguntas por todos los ángulos y manoseaban su cerebro como un pedazo de arcilla. Las rodillas le cedieron al cabo de seis horas de pie y lo obligaron a hacer «la estatua»: apoyado en la pared con los brazos extendidos y todo el peso apoyado en las puntas de los dedos. El dolor no tardó en volverse atroz. Responder a las preguntas se convirtió en algo casi imposible, tan sólo palabras apenas audibles entre gruñidos agónicos.

Después de tres horas alternadas entre la posición de firme y «la estatua» ya no tenía que esforzarse por fingir. Uno de los interrogadores desapareció durante unos minutos y volvió con su camisa y sus pantalones.

Le dijeron que se vistiera y lo hicieron desfilar por pasillos y escaleras que ascendían hasta una puerta sin rótulo, que abrieron con los hombros. Lo dejaron en una oficina con un escritorio y dos sillas. Se sentó en una y cayó dormido al instante.

Le despertaron un par de gruesos guantes marrones que lo abofeteaban con suavidad. Centró la mirada en el general Rieff, sentado al borde de su escritorio, que le quitaba el polvo de la cara.

– Al lado tiene un poco de café, comandante -dijo.

Rieff iba a tener que esforzarse mucho más si quería quebrantarlo.

El general le tiró un paquete de Marlboro y extendió el mechero encendido.

– También tiene un bollo, un poco de mantequilla, queso.

– Su amabilidad me mata, general. ¿Qué tengo que hacer?

– Si le parece bien, podría empezar por contarme por qué mató al general Stiller y a Olga Shumilov.

Schneider se recostó, cruzó las piernas y le dio una calada al cigarrillo.

– Incluso usted sabe que eso no es cierto, general Rieff.

– ¿De verdad? Ya tenemos la autopsia. Quizá le apetezca leer el informe. Tal vez le interese la hora de la muerte.

Schneider cogió el papel y lo recorrió con la mirada.

– Entre las cinco y las seis de la mañana -leyó-. Muy conveniente.

Se sirvió café, partió el bollo, lo untó de mantequilla y le añadió una loncha de queso. Lo masticó despacio, tomándose su tiempo para demostrarle a Rieff que sus tácticas de terror no funcionaban.

– ¿Dónde está la pistola, general Rieff? No hay pistola.

– Al contrario, hemos encontrado la Walther PPK del general Stiller en el suelo y al cargador le faltan dos balas. Quizá quiera leer el informe de balística.

– Resultaría algo previsible.

– Lo bueno de una cadena perpetua en un campo de trabajo, comandante, es que nunca es tan larga como lo hubiera sido la vida de verdad. La suya probablemente habrá terminado en cuestión de quince años.

– En vez de sacudir al pelele, general Rieff, se me ocurre que su tiempo estaría mejor empleado en la persecución de los auténticos asesinos del general Stiller. A estas alturas ya debe de saber quién estaba en esa casa…

– No sea ridículo, comandante -rugió Rieff-. Si va a perseverar en ese tipo de actitud le enviaré de vuelta abajo, y esta vez por algo más que diez horas. Una semana le sentaría bien. Al final tendrá el cerebro hecho fosfatina.

Schneider acabó el café, se limpió la boca de pan y queso y se sirvió otro. Recogió su cigarrillo, que aún humeaba, y volvió a sentarse.

– No veo qué puedo decirle que no sepa usted ya. Me imagino que por sus mismas manos pasaba parte de la generosidad del general Stiller. Sabe que vivía fuera de los límites de la paga de un general. Sabe que era venal y depravado. Yo puedo proporcionarle los detalles sucios, algunos rebosantes de lascivia, pero no estoy seguro de que eso vaya a ayudarle con el caso.

Rieff pareció sorprendido por la veracidad de aquellas palestras, porque de repente adoptó la expresión de un toro que supervisara la cristalería arrasada y se preguntara qué hacía pisoteando todo ese vidrio.

– ¿A qué se dedicaba para el general Stiller en Berlín Occidental?

– Le hacía encargos -dijo Schneider-. Eso es lo que era, general Rieff, y usted lo sabe: un chico de los recados. No estoy orgulloso de ello pero no tuve elección.

– ¿De qué encargos se trataba?

– A juzgar por las preguntas que me hizo en la casa, ya lo sabe. Diamantes. Arte. Iconos. Se los vendía al Oeste.

– ¿Y quién llevaba la parte rusa de esta operación? -Eso no puedo decírselo.

– ¿No lo sabe?

– Si lo supiera, general Rieff, y usted actuase según lo que le contara, ¿cuánto cree que duraría?

– ¿Era el general Yakubovski?

– No puedo responderle -dijo Schneider-. Pero eso debiera bastarle, ¿o no?

Rieff asintió y dio una vuelta alrededor de la mesa. -¿Entabló alguna vez contacto con agentes extranjeros? -Trabajo para el Arbeitsgruppe Auslánder. Mi trabajo es hablar con extranjeros, seguirlos, revisar sus contactos… -Por encargo del general Stiller, me refiero.

– El objetivo fue siempre la moneda fuerte, general Rieff -dijo Schneider-. Nunca incluyó traición.

– El noventa por ciento de los espías traicionan a sus países por dinero.

– Estoy seguro de que no es tan sencillo -replicó Schneider.

– ¿Ha oído hablar alguna vez de un agente extranjero con el nombre en clave de Cleopatra?

– No. ¿Para qué agencia trabaja?

– Para el Servicio Secreto de Inteligencia Británico.

– ¿En Berlín Occidental?

– Sí.

– ¿Es importante? -preguntó Schneider.

Rieff no respondió. Volvió al otro lado del escritorio y se hundió en la silla, meditabundo. Se trataba de un hombre enjaulado en su propia paranoia, decidido a saberlo todo de todo el mundo, y cuando no sabía algo se reconcomía. No sabía quién era Cleopatra, ni si era importante.

– ¿Cree que Stiller estaba en contacto con un agente llamado Cleopatra y que pasaba información al Oeste? -preguntó Schneider.

– Sí, lo creo, y también creo que era usted quien se encargaba de ese contacto. Usted era su títere, comandante Schneider.