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La noche que no había llegado a casa había sufrido una crisis de nervios. Se despertó por la mañana y se encontró todas las herramientas de jardinería expuestas en la cocina. ¿En qué habría estado pensando? Volvió en sí, con el pulso de su hijo latiendo en su interior.

– En su mesa están las cartas que escribió -dijo-. Hay una para ti. Léela y volveremos a hablar. Y echa un poco de carbón al fuego. Sé que escasea pero hoy tengo mucho frío… ya sabes cómo a veces se te mete hasta el tuétano.

Karl echó unas astillas al fuego y dejó allí las manos un momento hasta notar el mordisqueo del calor. Fue al estudio de su padre, acompañado por el ruido que hacían sus botas sobre el suelo de madera del pasillo, igual que las de su padre, que siempre oían Julius y él desde el piso de arriba. Cada vez más fuerte, a medida que ganaba peso con los años.

Encontró la carta y se sentó en el sillón de cuero que estaba al lado de la ventana, y que aún ofrecía una tenue luz vespertina.

Berlín-Schlachtensee

14 de enero de 1943

Querido Karclass="underline"

El acto que he cometido es el resultado de la percepción personal de una serie de acontecimientos de mi vida. No tiene nada que ver contigo. Sé que hiciste todo lo posible por sacar a Julius y era típico de él quitarle hierro a lo grave de su condición física, para que ninguno de nosotros supiera lo cerca de la muerte que se encontraba. Tu madre tampoco tiene ninguna culpa. Ha sido una fuente constante de fuerza y en los últimos dos años le he hecho la convivencia conmigo incluso más difícil de lo habitual.

Me ha abrumado la desesperación, no sólo por la súbita finalización de mi carrera, sino también por mi impotencia ante lo que temo que comporte consecuencias gravísimas para Alemania, como resultado de nuestra agresividad y el alcance de nuestra agresión en los últimos tres años.

No me malinterpretes. Como sabes, en los primeros años, yo veía a Hitler con buenos ojos. Le devolvió a la nación la fe en nosotros mismos que habíamos perdido en aquella primera guerra terrible. Animé a Julius a que entrara en el Partido así como en el Ejército. Yo, como todo el mundo, me sentía inspirado. Pero la Orden del Comisario, a la que me opuse con vehemencia, se debe a un motivo muy importante. En Alemania y el resto de Europa se han producido ciertos hechos y seguirán produciéndose mientras los nacionalsocialistas estén en el poder. Has oído hablar de ellos. Son en verdad espantosos. Demasiado espantosos, en muchos aspectos, para creérselos. Mi postura contraria a la Orden del Comisario era un intento de evitar que el Ejército tomara parte en esos actos, más siniestros, de índole política y absolutamente deshonrosos. Fracasé y pagué el precio, pequeño si se compara con la condenación eterna del Ejército alemán por su implicación en estos hechos atroces. Si perdemos esta guerra, lo cual es posible, dado el extremo al que nos hemos estirado en tantos frentes, y tal vez la derrota del Sexto Ejército en Stalingrado sea el principio, los oficiales de nuestro Ejército recibirán el mismo trato que las bestias y matones de las SS. Todos estamos manchados por obedecer la Orden del Comisario.

Eso marcó el inicio de mi desesperación y la retirada del campo de batalla la exacerbó con mi impotencia. Cuando el abandono de los principios se vio acompañado por el absoluto fracaso de la autoridad a la hora de responder a las vicisitudes de un ejército lejano, me di cuenta de que estábamos perdidos, de que ya no se aplicaba la lógica militar más fundamental, de que se había entregado algo más que el honor con el consentimiento a la Orden del Comisario. Nuestros generales han sido castrados; desde ahora nos dirigirá el cabo. Que esta infausta coyuntura diera como resultado la muerte de mi primogénito ha sido más de lo que podría soportar. Ya no soy joven. El futuro se me aparece inhóspito en medio del páramo de mis creencias despedazadas. Todo lo que he defendido, creído y apreciado ha caído.

Dos cosas más. A mi funeral acudirá un hombre, el comandante Manfred Giesler. Es oficial de la Abwehr. Puedes hablar con él, si crees en lo que te he dicho en esta carta con anterioridad, o bien no. Es decisión tuya.

Mi cuerpo será incinerado y me gustaría que esparcieses mis cenizas sobre una tumba del cementerio de la iglesia de Wannsee, la de Rosemarie Hausser, 1888-1905.

Te deseo una vida feliz y llena de éxitos, y espero que puedas aprovechar de nuevo tu talento para la física en tiempos más pacíficos.

Tu padre, que siempre te querrá

P.D. Es absolutamente necesario que destruyas esta carta después de leerla. De lo contrario estaríais en peligro tú, tu madre y el comandante Giesler. Si mis predicciones en lo relativo al devenir de esta guerra se demuestran correctas, comprobarás cómo las cartas que contengan este tipo de opiniones acarrean graves consecuencias.

Voss releyó la carta y la quemó en la chimenea hasta que vio cómo las llamas lentas y verdosas ennegrecían y consumían el papel. Volvió a sentarse junto a la ventana consternado por aquel primer contacto íntimo con el funcionamiento de la mente de su padre. Se tomó unos minutos para recomponerse; tenía que embridar las emociones en conflicto antes de hablar con su madre. La ira y el dolor no parecían capaces de ocupar la misma habitación durante mucho tiempo.

Volvió con su madre, que seguía sentada en la misma posición, bajo una luz más débil aunque se le distinguía el cuero cabelludo debajo del pelo gris, algo que Karl no había observado nunca.

– Y bien -le dijo antes de que se sentara-, te cuenta lo de la chica.

– Me dice que quiere que esparza sus cenizas sobre su tumba.

Su madre asintió y miró por encima del hombro, como si hubiera oído algo en el exterior. La luz le alumbró la cara, no había tristeza en ella, tan sólo aceptación.

– Era una chica que conoció, hija de un oficial del Ejército. Se enamoró de ella y ella murió. Creo que la trató en total durante una semana.

– ¿Una semana? -dijo Voss-. ¿Te lo contó él?

– Me habló de la chica; era un hombre absolutamente honorable, incapaz siquiera de omisión. Su hermana me proporcionó los detalles.

– Pero tú eres su mujer y… No puedo hacerlo.

– Sí que puedes, Karl. Lo harás. Si ése era su deseo, también es el mío. Piensa en ello como en el enamoramiento de tu padre con una idea, o más bien un ideal, que no se veía complicado ni enturbiado por el peso de la vida cotidiana. Se trata de la forma de amor más pura que puedas encontrar. La perfección -concluyó, con un encogimiento de hombros-. No se me ocurre nada mejor después de lo que tuvo que pasar tu padre: que descanse con su ideal. Para él era una visión de la paz que no logró obtener en vida.

El funeral se celebró tres días después. Hubo pocos asistentes: la mayoría de amigos de su padre se encontraban en un frente o en otro. Frau Voss invitó a los escasos presentes a su casa para tomar el té. El comandante Giesler se contaba entre los que aceptaron. En la casa Karl le pidió tener una conversación en privado y fueron juntos al estudio de su padre.

Voss empezó a describirle el contenido de la carta de su padre. Giesler lo frenó, fue al teléfono, siguió el cable hasta la pared y lo desenchufó. Volvió a sentarse en el sillón de cuero de al lado de la ventana. Voss le expuso su disposición a hablar. Giesler no dijo nada. Tenía las manos juntas y se mordisqueaba un nudillo, una de las pocas zonas libres de vello de su cuerpo. Era muy moreno y sus cejas gruesas y negras coincidían sobre el puente de la nariz. Tenía una boca grande de labios gruesos y sus mejillas, rasuradas esa mañana, ya necesitaban otro afeitado.