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16 de enero de 1971, casa franca, Pellatt Road, Londres.

Gromov estaba sentado en el sillón del salón de la casa franca de Pellatt Road. Se había quitado los zapatos y se calentaba los pies en la chimenea. Andrea estaba sentada frente a él y no le apetecía oler ningún vapor procedente de los pies de Gromov. Acababa de dar parte de su conversación con los jefes de sección y Gromov, junto con dos galletas que le habían llenado la ropa de migas, la estaba digiriendo. Andrea encendió un cigarrillo y tiró la cerilla al fuego por encima de los dedos juguetones de Gromov.

– Un giro muy interesante, ¿no le parece? -dijo el ruso, sin el menor atisbo de interés.

– Parece un avance.

– ¿Lo que tiene El Leopardo de las Nieves es un problema de dinero? -Wallis me dijo que no era un asunto de financiación. -Así que no es financiación. ¿Y cuál es su problema? -¿Algo relacionado con el desertor?

– El desertor. Un experto en el despliegue de misiles balísticos intercontinentales en la Unión Soviética -dijo Gromov-. En la Universidad Humboldt se espera a un físico ruso para que dé dos conferencias, asista a un banquete, reciba un premio y pase la noche antes de volver a Moscú. Se llama Grigori Varlamov.

– ¿Se trata de un riesgo de deserción conocido?

– Si lo fuera no lo enviaríamos a la Universidad Humboldt -dijo Gromov-. ¿Cuándo parte hacia Berlín? -Mañana por la mañana.

– Varlamov llega pasado mañana… por la tarde, y se queda veinticuatro horas -dijo, y después, pensando en voz alta-: Si el objetivo de la operación del SIS fuera la satisfactoria deserción de Varlamov, ¿qué puede estarle causando el problema a El Leopardo de las Nieves? Si no es el dinero, su situación debe de haber cambiado y, por la razón que sea, está hallando dificultades para maniobrar.

Gromov sacó una bolsa blanca de papel arrugada de las que daban en las confiterías. Se la ofreció a Andrea, que la rechazó con un movimiento de la cabeza. El ruso pescó una pelota de rugby amarilla en miniatura con sabor a sorbete de limón y se la metió en la boca. Se paseó la chuchería por el paladar ruidosamente.

– Usted me dio la lista de Cleopatra -dijo-. En ella aparecía un nombre que no debiera haber constado. Cuando envié esa lista a Moscú me dijeron que el general Lothar Stiller, que era el encargado de la seguridad personal del secretario general Walter Ulbricht, no tenía permiso para tomar parte en esa operación.

– ¿Era?

– Stiller no presentó ninguna explicación susceptible de salvarlo -explicó Gromov, y Andrea palideció-. No, no, no… Nada que ver con su información. Más adelante he llegado a saber que ya estaba condenado a muerte. Fue la KGB la que le pasó su nombre a Cleopatra. Su presencia en la lista de Londres no era más que una especie de trámite para legitimar su ejecución.

– ¿Ante quién?

– Ante los alemanes del Este, por supuesto. Si les damos pruebas terminantes de que su hombre es un traidor, de que está fichado como traidor en Londres, no hay discusión posible.

– ¿Por qué quería Moscú librarse de Stiller?

– Era una deshonra para el comunismo y, debido a su corrupción o generosidad, como prefiera, poseía una base de poder amplia y muy extendida dentro de la Stasi. Y eso es todo lo que estoy dispuesto a contarle por el momento. El suceso tiene una vertiente política que no puede comentarse. A lo que voy es que los problemas de El Leopardo de las Nieves comenzaron tras la muerte de Stiller.

– ¿De modo que ahora investiga los contactos de Stiller?

– Ya le he dicho que eran amplios y muy extendidos. Hemos empezado un proceso de investigación pero hay centenares de personas implicadas y, dado que Varlamov llegará a Berlín Este en las próximas treinta y seis horas y le otorgará al SIS veinticuatro horas para sacarlo, disponemos de muy poco tiempo. Hace falta tiempo para sonsacar a la gente. Su actuación será más rápida y directa.

– ¿De verdad espera que me lo crea? -preguntó Rieff.

– Ya le dije a mi contacto que no se lo creería -dijo Schneider, que acababa de explicarle a Rieff la Operación Cleopatra a grandes rasgos, sin teoría ni mención alguna a Stiller, sólo que los americanos la habían montado para comprar información soviética con la certeza de que recibían desinformación de la KGB a partir de la cual los servicios de inteligencia aliados esperaban extraer conclusiones que les dieran una idea general de la verdad.

– Es absurdo.

– Es el extremo al que hemos llegado en el… impasse -argüyó Schneider; eso pareció llegarle a Rieff, porque dio un pequeño respingo en su asiento.

– Sería propio de la KGB, ¿sabe? -dijo.

– ¿El qué? -preguntó Schneider, removiendo con desaliento el tosco azúcar cubano en su café solo y flojo.

– Que la KGB montara una operación sin informarnos y sin mostrarnos los resultados.

– ¿Qué hay que mostrar? -preguntó Schneider-. ¿Que hemos reducido al enemigo a tales absurdos? Supongo que podría mejorar la moral.

– ¿Cree que la moral está baja?

– Quiero decir que podría suponer un estímulo adicional a nuestra ya de por sí elevada moral.

– A mi no me engaña con esa jeta de plástico, Schneider. El resultado de su supuesto accidente de laboratorio -añadió con befa.

A Schneider no le gustaba ese aspecto de Rieff. El modo en que abrazaba a uno, con complicidad, para después darle un puñetazo en el vientre justo cuando lo tenía por amigo. No dijo nada.

– Con motivo de su trabajo para la AGA conoce a muchos extranjeros -prosiguió Rieff-. Debe de tener una buena red a ambos lados del Muro.

– Llevo siete años trabajando en ello.

– ¿En esos siete años ha topado alguna vez con un agente con el nombre en clave de El Leopardo de las Nieves? -No, nunca. ¿Por qué lo pregunta? -Porque quiero encontrarlo. -¿Cuál es su juego?

– Es un agente doble que ha destapado con éxito varias de nuestras operaciones secretas en el Oeste, a la vez que ha organizado al menos tres deserciones de alto nivel.

– ¿Lleva mucho tiempo operando?

– Cerca de seis o siete años.

– Circularé el nombre por mi red, a ver si descubro algo. -Me extrañaría.

– ¿Por qué no? Es muy difícil operar de forma completamente anónima. No debería ser tan pesimista, general.

– Tan sólo lo dudo, comandante, porque creo que El Leopardo de las Nieves es usted.

Andrea tomó un vuelo de Interflug hasta el Aeropuerto Schónefeld de Alemania del Este. Los alemanes orientales sólo se habían mostrado dispuestos a aceptarla como matemática de visita en la Universidad Humboldt si llegaba como invitada de la RDA, aunque eso no significaba que le pagaran el vuelo o el hotel, que eran gastos que iba a tener que cubrir con divisa fuerte.

Fue sometida a una prolongada comprobación de documentos, durante la cual verificaron por vía telefónica sus dos cartas de invitación, una del rector de la universidad y la otra del director del Departamento de Matemáticas, Günther Spiegel. Desmantelaron su equipaje y dejaron de su cuenta el volverlo a ordenar, pero no hubo registro personal. Efectuó una declaración de divisas y compró los habituales veinticinco Osmarks del banco estatal. La esperaba un chófer enviado por la universidad, con su nombre mal escrito en un cartel. La llevó sin escalas al centro de la ciudad, al interior de la ciudad más llana en la que jamás había estado, y la dejó en el Hotel Neuwa de la Invalidstrasse. No soltó prenda, ni por iniciativa propia ni en respuesta a ninguna de las preguntas de Andrea.

Comió sola en el hotel. Un espantoso pedazo de cerdo cartilaginoso con un puré de col lombarda y patatas aguadas. El chófer volvió y la llevó sumido en su habitual silencio hosco hasta la universidad. La guió escaleras arriba al primer piso, señaló una puerta y partió. Una mujer respondió a su llamada y, al pedirle que entrara, le ofreció las primeras palabras de bienvenida desde su llegada al país. Tuvo un encuentro inicial con Günther Spiegel, que al final le solicitó que asistiera a una de su conferencias por la tarde, con un grupo de sus estudiantes de posgrado.