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– «Und der Haifisch, der bat Zàhne» -dijo la voz.

– «Und die tragt er im Gesicht» -replicó él.

En esa ocasión el hombre le ofreció algo de beber, lo cual significaba que no iba a ser una operación sencilla. Molle mit korn. Cerveza con aguardiente. No era la hora del día habitual, pero parecía apropiado. Se bebieron de un trago el aguardiente y echaron un sorbo de cerveza.

– ¿Está listo? -preguntó El Leopardo de las Nieves.

– Menos la fecha de entrada.

– Ya no necesito la fecha de entrada.

– Eso no va a abaratarlo, herr Kappa.

– Debería.

– Sé quién es -dijo el hombre-. He leído los periódicos. -Me sorprende que alguien como usted pierda el tiempo con esos panfletos.

– Es Grigori Varlamov. El físico. Va a dar un par de conferencias. Van a otorgarle una medalla en no se qué banquete y después ¿qué? ¡Hala por encima del Muro! Debe de estar loco, herr Kappa.

– No le pido que vaya con él. Limítese a hacer su trabajo.

– Esto está muy pero que muy lleno, herr Kappa.

– ¿Le he pedido que firme su trabajo? Nadie va a mirarlo ni a llamar a su puerta.

– Si se lleva a Varlamov al otro lado del muro las cosas se nos pondrán más feas a todos. Nadie moverá un músculo durante meses. -Hable claro.

– Me estoy privando de trabajo. -Ya casi ha llegado.

– Tengo gente pendiente. Gente que recogió su pase clandestino hace años… Confían en mí. -Siga. -Cinco mil.

– Y ahí lo tenemos por fin. El precio de la libertad. -Cinco mil.

– Le he oído a la primera -dijo él, haciéndose fuerte-. Veamos el trabajo.

El hombre salió de la habitación y al volver se encontró a El Leopardo de las Nieves contando dinero. Sintió alivio. -Es mi mejor obra en mucho tiempo -dijo.

Schneider contempló el pasaporte, lo sostuvo a contraluz y echó un trago de cerveza, de súbito abrumado de tristeza. Bajó la jarra, entregó el dinero y se guardó el pasaporte en el bolsillo.

– ¿Con quién ha hablado de esto? -preguntó.

– Nunca hablo con nadie.

– Será mejor que cuente el dinero.

El hombre contó los billetes con ayuda del pulgar. Schneider le golpeó en la garganta con fuerza. El hombre cayó; El Leopardo de las Nieves se arrodilló sobre su pecho, le clavó los dedos enguantados en la tráquea y apretó, con la vista alzada hacia la puerta para no verle la cara. El puñetazo en la garganta le había desprovisto de cualquier posible resistencia. Murió sin apenas debatirse. Schneider recogió el dinero, limpió los dos vasos y se quedó delante del cuerpo. Estaba enfadado por lo que el hombre le había obligado a hacer pero a la vez se sentía despiadado. No iba a dejar suelto a un hombre como ése, mientras Andrea corría riesgos.

– Estúpido -dijo, y se fue.

Andrea se sentó en la parte de atrás del coche mientras los dos hombres ocupaban los asientos delanteros, animados, hablando de fútbol, dedujo por sus movimientos de cabeza. Fumó su tabaco del duty-free y pensó en el cuerpo de Schneider. El cuerpo que acababa de sostener, al meter las manos bajo el abrigo para abrazarle, era delgado y duro como un barrote. Supo al mirarle la garganta, las venas que destacaban en el cuello, que no había ganado peso, y al ponerle las manos encima le dio la impresión de estar más delgado aún de lo que recordaba. Los grandes huesos sobresalían como duros nudillos en sus hombros, codos y muñecas. Le había contado que los dos años en Krasnogorsk a base de pan y sopa de verduras, con algún ocasional trozo de pescado, le habían dejado así. No engordaba por mucho que comiera. Era como si algo en su interior devorara los alimentos, un gusano o algo más grande, una serpiente. Delgado o no, todavía lo deseaba. Todavía conservaba el sabor de su sal en la boca, después de tantos años.

El coche se desvió de la calle principal. Una extensión blanca que desaparecía en líneas más grises hasta llegar al negro pasó ante sus ojos en un destello de fotogramas. De su mente surgió la palabra «gulag» y se le pegó a la garganta, lo cual no era buena señal.

Le había preguntado por su esposa. Elena. Una rusa. El le dijo que se había casado con ella por combatir la soledad. No la conocía, pero pensaba que se debía a que había poco que conocer. Sus hijas. Amaba a sus niñas. Su mujer le hacía sentirse solo todavía, pero las niñas le llenaban.

De aquel modo habían estado juntos al cabo de un cuarto de siglo. Una generación entre encuentros, y aun así ningún tiempo en absoluto.

Se detuvieron frente a la barrera del Hospital St Antonius y el humo del coche invadió el pie de la caseta del guarda. Minutos después avanzaban a paso firme por escaleras y pasillos, a través de una oficina, hasta llegar al salón donde el general Oleg Yakubovski, el gordo de las cejas del que Schneider le había hablado, estaba de pie frente al fuego, calentándose las posaderas. Se presentó. El le ofreció café, o algo más fuerte. Aceptó las dos cosas. Parecía complacido.

– Ha entrado en contacto con El Leopardo de las Nieves -dijo Yakubovski-. La hemos visto entrar en el taxi del Ernst Thàlmann Park pero hemos decidido dejar que celebraran su primer encuentro a solas.

– No estoy segura de adonde fuimos. El taxista me dio un paseo. Un parque, una estatua de Lenin.

Él le pidió que le describiera dónde se habían visto y qué aspecto tenía El Leopardo de las Nieves.

– No le he visto la cara porque llevaba pasamontañas. Era unos centímetros más alto que yo. Llevaba guantes y un abrigo gris. Era ancho, corpulento pero sin ser gordo. La única piel que he visto ha sido la del cuello, entre la máscara y el cuello de la camisa. Se veía algo de pelo oscuro, y también era moreno de piel. Tenía la cabeza cuadrada y ancha. Parecía una cabeza pesada.

– ¿De qué han hablado?

– Le he dado veinte mil marcos y un pasaporte americano a nombre del coronel Peter Taylor. Ha dedicado un tiempo a inspeccionar el pasaporte, pero sin quitarse los guantes.

– ¿De qué color eran los guantes?

– Marrones.

– ¿Para qué pretende usar ese pasaporte? -Para pasar a Grigori Varlamov al Oeste. Yakubovski no reaccionó. -Ha estado con él mucho tiempo -dijo. -No me he dado cuenta.

– Su taxi no ha vuelto al hotel hasta después de una hora.

– Me estaba ganando su confianza. Estaba muy nervioso. Le he hablado de mí. Quería que me hablase de él, pero ha sido cauto. Le he contado que iba a asistir a las conferencias que Varlamov va a dar en la Universidad Humboldt. Quería que me utilizara, pero es un hombre muy difícil, general. Me ha dicho que necesitaba veinticuatro horas para cambiar la foto del pasaporte y que luego tendría que llevárselo a Varlamov. Me he ofrecido de nuevo y esta vez sí me ha aceptado. Hemos acordado volvernos a ver y detallar el modo en que abordaré a Varlamov.

Yakubovski anotó dos números en una tarjeta, a los que debía llamar cuando El Leopardo de las Nieves se pusiese en contacto con ella otra vez. Le dijo que la seguirían desde ese momento y ella protestó, aduciendo que era demasiado peligroso, que no quería perderlo cuando estaban tan cerca. Yakubovski le dio la razón a regañadientes. Andrea apuró su coñac. Él le sostuvo el abrigo.

– El Leopardo de las Nieves también me ha dicho que éste será su último trabajo en una temporada. Que su posición estaba cambiando a raíz de cierto giro político sin especificar dentro de la DDR. Me ha dicho que volverá a refugiarse en su tapadera.

Yakubovski la acompañó hasta la puerta.

– El sitio donde nos hemos encontrado -dijo ella-, era enorme. Centenares y centenares de habitaciones, en cuatro pisos, edificio tras edificio.

– Sí. Las Mietskasern se construyeron como alojamiento para trabajadores y sus familias en tiempos de Federico el Grande. No son más que cuchitriles.

– Si El Leopardo de las Nieves tiene la más mínima oportunidad de escapar dudo que lo encuentren en ese sitio, aun con un batallón entero de hombres. Debe de haber un montón de vías de entrada y salida. Es probable que haya algún acceso a las alcantarillas. Es el lugar que ha elegido.