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– Lo siento… Estaba diciendo… Me parece que estaba a punto de darme una lección sobre los enemigos del estado.

– Sí… Hemos construido este muro para proteger a nuestros ciudadanos, pero nuestros enemigos persisten en sus frecuentes intentos de penetrarlo. Envían gente para que nos espíe. Gente como estudiantes de matemáticas de posgrado de Cambridge. Mi trabajo en el Arbeitsgruppe Auslánder consiste en arrancar los falsos y dejar los verdaderos. Me han llegado dos informes contradictorios, y por eso he hecho que la trajeran para hacerle unas preguntas.

– No estaré mucho tiempo en Berlín Este, comandante. Esta interrupción interfiere en mi muy breve estancia. Le agradecería que fuese al grano.

– Desde luego. Llegó ayer, comió en su hotel, el Neuwa, fue a ver al doctor Spiegel, tomó café en la cantina, asistió a una conferencia, volvió a su hotel y después fue a cenar con el doctor Spiegel en su piso del Ernst Thàlmann Park.

– Dios mío -dijo ella-. Me gustaría poder decir que encuentro su vigilancia reconfortante, comandante, pero no es así.

– Ahora viene la causa de nuestra contradicción. Mi informe dice que tomó un taxi de vuelta al Hotel Neuwa.

– Que es lo que hice.

– El taxi la recogió a las 21:5 5.

– Probablemente.

– La recepción del Hotel Neuwa informa de que llegó usted a las 23:15. Eso supone una hora y cuarto para llegar del Ernst Thàlmann Park hasta Invalidenstrasse, lo cual deja aproximadamente una hora en blanco.

Silencio. Cerca de un minuto.

– Lo de este país es increíble.

– ¿Increíble?

– ¿Es eso lo que hacen todo el día…, vigilarse los unos a los otros? ¿Esperar a que alguno dé un tropezón para poder denunciarlo? Pregúntele al taxista. Me llevó a hacer un recorrido por Berlín Este. El Volkspark Friedrichshain, la estatua de Lenin, el teatro Volksbühne, la… la famosa torre de agua donde los nazis asesinaban a los comunistas en los años treinta. Fue todo muy instructivo y muy largo.

– Eso sigue sin explicar la hora entera, señorita Aspinall.

– Ha dicho que existía una contradicción, comandante. ¿Cuándo dice la gente de vigilancia que volví al hotel?

– A las 22:15.

– ¿Y usted a quién cree?

– Por esta vez, a la recepción del Hotel Neuwa -dijo Schneider-. Y usted no va a volver a la universidad hasta que disponga de una explicación satisfactoria para esta discrepancia.

– Antes de partir de Inglaterra me dijeron que la Stasi no era diferente de la Gestapo y, ¿sabe qué?… Se equivocaban. Son peores.

– Tengo todo el día, señorita Aspinall. El resto de la semana. Un mes. A este lado del Telón disponemos de la bendición del tiempo.

Se quedaron en silencio durante diez minutos, sonrientes, mirándose.

– Esto es ridículo -dijo ella.

Schneider se levantó y paseó por la sala. Se acercó a ella, bajó la cara hacia la suya y le metió el pasaporte y el dinero en el bolso abierto.

– Cuénteme lo que pasó en esa hora y, mientras no estuviese espiando o sacando fotos de edificios comprometidos, o entrando en contacto sin autorización con determinadas personas… podrá volver a su hotel. De lo contrario, tendré que llevármela a una celda de detención y…

– Quiero hablar con el general Oleg Yakubovski -dijo ella, grave de pronto.

Silencio mientras Schneider parpadeaba e introducía esa información en el cerebro. Andrea volvió lentamente la cabeza hacia él. Sus caras estaban apenas a centímetros de distancia, sus labios.

– ¿Me ha oído, comandante?

– Sí, sí -dijo él-. Sólo me preguntaba por qué…, es decir, cómo conoce al general Yakubovski.

– Trabajo bajo su autoridad… y la del señor Gromov, de Londres.

Schneider se levantó y volvió a sentarse con el corazón desbocado, aunque sabía lo que venía a continuación.

– ¿Qué operación es ésta?

– Se llama Operación Leopardo de las Nieves y eso es todo lo que pienso decir hasta que se informe al general Yakubovski.

Schneider se levantó y al hacerlo apartó la silla de una patada. Le tendió la mano.

– Le ruego que acepte mis disculpas -dijo-. No estábamos informados de su presencia aquí. Espero no haberla molestado sin motivo.

– Lo ha hecho, comandante -replicó ella-. Y me pregunto por qué no llama al general Yakubovski.

– No es necesario, señorita Aspinall. Y… le quedaría muy agradecido si por favor no mencionara esto al general en caso de que hable con él.

Andrea se levantó, cogió el bolso y rehusó la mano que le tendía.

– Me lo pensaré.

– ¿Me permite que la acompañe de vuelta a la universidad o su hotel?

– Es usted bastante patético, comandante -dijo ella, y salieron de la sala.

Schneider llamó a un coche y, mientras esperaban, retiró la cinta de la conversación. Llevó a Andrea a la universidad y volvió a su despacho. Llamó al general Rieff. El general había salido y no se le esperaba hasta las cuatro en punto.

La secretaria del general Rieff le tuvo esperando con su cinta y su expediente durante media hora antes de pasar su llamada. Rieff añadió otros quince minutos antes de llamar para que entrara. Schneider depositó el archivo de Andrea sobre la mesa y pidió permiso para poner la cinta. La rebobinó y se recostó para observar mientras el general tamborileaba o golpeaba de forma alternativa el brazo de la silla escuchando la cinta, medio aburrido por lo que parecía ser el interrogatorio de costumbre hasta que oyó la mención al general Yakubovski. Después se quedó quieto y escuchó atentamente hasta el final.

– ¿Por qué no llamó al general Yakubovski?

– Ya había hablado con él.

– ¿Por qué?

– Le había pedido que me ayudara. Le conté que usted me había acusado de ser El Leopardo de las Nieves. Estaba desesperado por que intercediera en mi favor. Lo único que hizo fue preguntarme cómo sabía usted lo de El Leopardo de las Nieves. Yo, por supuesto, no lo sabía. Después me puso la mano en el hombro y me dijo que no me preocupara, que yo no era El Leopardo de las Nieves, que El Leopardo de las Nieves era una operación de la KGB que estaría concluida en las próximas veinticuatro horas. Me ha dicho que no hablara con nadie, y menos que nadie con usted.

– ¿Eso hizo?

– He indagado sobre la señorita Aspinall y regresa a Londres mañana en el vuelo de las 11:00 a.m. -dijo Schneider-. También la acompañé en persona hasta la universidad para congraciarme con ella, para que no diera parte del incidente al general Yakubovski. Ha accedido a que lo ocurrido quede entre nosotros.

– El Leopardo de las Nieves no es una operación de la KGB -dijo Rieff-. Se trata del nombre en clave de un agente doble y nosotros tenemos el mismo derecho a descubrirle que la KGB. Más derecho que ellos, porque está aquí, ahora, en este edificio, pasando al Oeste los nombres de nuestros agentes, ayudando a los desertores…

– Intervendré el teléfono de Aspinall y pondré vigilancia en el Hotel Neuwa.

– Usted y sólo usted, comandante, escuchará el teléfono intervenido, y la vigilancia le informará a usted si se mueve. Nadie más de este edificio tiene que enterarse -dijo, al tiempo que cogía el expediente-. ¿Es el de ella? ¿Ha efectuado una comprobación de sus antecedentes?

– Sí, señor. Nada fuera de lo normal. Se ha pasado los dos últimos años haciendo investigación básica en matemáticas puras en Cambridge y antes fue estudiante de posgrado en la Universidad de Lisboa. También me he interesado por el señor Gromov, a quien menciona en la cinta. Tiene estatus diplomático en la embajada soviética de Londres, pero también tiene el rango de coronel de la KGB.

A las 7:30 p.m. Andrea volvió al Hotel Neuwa desde la Universidad Humboldt. Se sentó en la cama con la cabeza entre las manos y miró el teléfono. Le picaban las encías y tuvo un acceso de bostezos. Cogió el auricular y marcó el número de Yakubovski.