– El Leopardo de las Nieves ha establecido contacto de nuevo -dijo.
– ¿Dónde?
– Me pasaron una nota en la cantina de la universidad. -¿Ha solicitado un encuentro? -Por supuesto, tiene que hacerlo, necesita mi ayuda. -¿Dónde?
– Recuerde lo que le dije… No quiero ver a nadie. Tenemos que tomarlo como el tipo de animal que es.
– Por supuesto, pero tendré que hacer un informe.
– El encuentro tendrá lugar sobre el arco del tercer piso del dreiterhof en la Mietskasern del número 11 de la Knaackestrasse, en Prenzlauer Berg, a las 22:00.
A las 7:38 p.m. Schneider reprodujo la conversación intervenida para el general Rieff.
– ¿Qué cree que significa eso? -preguntó el general-. Cuando dice: «No quiero ver a nadie».
– Tal y como yo lo entiendo, señor, quiere decir que piensa encargarse de El Leopardo de las Nieves ella sola.
– No.
– ¿No?
– No pienso tolerarlo. El Leopardo de las Nieves debe ser interrogado. Tenemos que descubrir hasta qué punto ha puesto en peligro a nuestros agentes y a quién tiene planeado ayudar a desertar. Si lo mata perderemos esa información tan valiosa. Perderemos la oportunidad de convertirnos nosotros en El Leopardo de las Nieves… las posibilidades de desinformación son ilimitadas. No lo permitiré.
– ¿Conoce el lugar donde dice que van a verse?
– Vagamente.
– Entonces sabrá por qué se propone acabar ella con El Leopardo de las Nieves -dijo Schneider-. Es el único modo de asegurarse.
– Ahora déjeme; lo pensaré y decidiré un curso de acción.
– Para controlar una de esas Mietskasernen yo le recomendaría cien hombres, y si se presenta con cien hombres estoy seguro de que no verá a El Leopardo de las Nieves.
– Gracias por el consejo, comandante… Ha sido usted indispensable.
– ¿Puedo añadir otra cosa, general Rieff? Me permitiría sugerir que si interfiere podría generar mucha mala sangre entre nosotros y la KGB.
– ¿Herr comandante?
– Sí, señor.
– Yo me cago en la KGB.
A las 9:00 p.m. Andrea comprobó la pistola. Todavía tenía el cargador lleno, al igual que las cincuenta últimas veces que lo había comprobado. Salió del hotel y cogió un taxi libre, al que pidió que la llevara al cementerio judío cerca de Kollwitzplatz. Se detuvo en una esquina oscura y observó. Nadie la seguía. Yakubovski parecía haber sido fiel a su palabra y Schneider se había asegurado de que nadie la siguiera desde el hotel. Subió por Husemannstrasse y dobló a la izquierda por Sredzkistrasse.
Su aliento formaba una nube en el aire y se dispersaba en la noche apacible y gélida. Sus tacones sobre los adoquines plateados eran el único sonido de la calle. Al llegar a Knaackestrasse giró a la izquierda y se dirigió directamente a la entrada de la Mietskasern. Se apoyó en la pared y tragó aire helado por la nariz para tratar de aclarar la mente, rezando por que fuese veinticuatro horas más tarde y todo hubiera acabado.
El le había dicho que no pensara en ello. Que siguiera adelante, sin parar nunca, sin detenerse nunca por una fracción de pensamiento momentáneo. Cuando ella le dijo que era incapaz, él le recordó la crueldad con la que actuaban todos los demás.
– Lo único que tienes que hacer es encontrar tus propios valores -le había dicho-, los que estés dispuesta a proteger con la misma crueldad.
Se le apareció una imagen de Dios no sabía en qué oscuro lugar de su memoria. Una que no había visto nunca. Judy Laverne en la jaula incendiada de su coche precipitado por el barranco. Lazard había sido cruel. Sí. Beecham Lazard. La visión de esa bala que le desgarró la garganta, el estallido de la pistola, la sangre. Era la única ocasión en que había visto matar a alguien de cerca, tan cerca como iba a estar de aquel hombre. Aquel hombre al que no conocía. El que iba a salvarlos. El le había explicado cómo reconocerle, cómo estar segura de que estaba allí y de que se trataba del hombre en cuestión. También le había explicado las cosas terribles que tenía que hacer, cómo hacerlo real, cómo hacerlo verosímil. Iba a exigirle más que cualquier otro acto de su vida. Sí. Actúa, le había dicho él. Actúa siempre. No serás tú, le había dicho, pero era ella.
Echó a andar y cruzó la explanada que separaba el ersterhofy el ztveiterhofy atravesó el arco que llevaba al siguiente patio. Desvió sus pasos hacia la esquina izquierda. Sacó la linterna que llevaba, subió las escaleras hasta el tercer piso y aminoró el paso. Apagó la linterna. Esperó. Olió el aire gélido atravesado por la humedad del yeso en mal estado, el moho de la madera podrida. Cerró la mano en torno a la pistola que llevaba en el bolsillo derecho. Recorrió el pasillo paso a paso hasta situarse encima del arco. Miró el reloj. Las diez y un minuto. Paseó el haz de la linterna por la habitación y enfocó las dos pilas de bloques de hormigón que había a los lados de la mesa. Se sentó en una de las pilas, palpó bajo la mesa y encontró el pasamontañas de lana, que guardó en el mismo bolsillo que el pasaporte y el dinero. Esperó, desesperada por fumar aunque quería mantener el aire limpio. Las diez y seis minutos. Apagó la linterna y se quitó los zapatos.
Se acercó a la puerta a tientas y giró a la izquierda por el pasillo con una mano en la pared mientras con la otra sostenía la pistola a la altura de la cintura. Llegó a la primera puerta, asomó la cara a la penumbra de la habitación y respiró. Avanzó hasta la siguiente. Nada. Antes incluso de alcanzar la tercera le llegó el inconfundible aroma del tónico capilar. Se detuvo en el umbral y encendió la linterna. Rieff estaba en una esquina, con la pistola a un costado y los ojos abiertos a la luz de la linterna. Andrea disparó rápido, tres veces. Tres impactos en el abrigo grueso. La pistola de Rieff cayó al suelo. Andrea corrió hacia él en cuanto lo vio caer hacia delante y le embistió con el hombro, de modo que Rieff dobló las rodillas y se derrumbó de lado contra la pared. Sacó el pasamontañas del bolsillo y se lo pasó por la cabeza, sin pensar, sólo actuando, y para que pareciera real, para que fuera verosímil, le atravesó el pasamontañas con un cuarto disparo en la cara. La pesada cabeza de Rieff retrocedió con una sacudida, le desestabilizó y le empujó hacia delante, separado de la pared y quedó boca abajo en el suelo. Andrea le quitó la pistola de la mano y la metió en un bolsillo de su abrigo ensangrentado. Sacó el pasaporte y el dinero y se los puso en el otro bolsillo. Salió corriendo de la habitación, retrocedió por el pasillo y entró en la habitación de encima del arco. Se puso los zapatos, se sentó en los bloques de cemento, apoyó la frente en la mesa y vomitó entre sus pies.
Unos pasos cruzaron el patio y corrieron escaleras arriba. Los siguieron otros pasos, más lentos. Haces de linterna rebotaban por el pasillo. Aparecieron en la puerta dos hombres armados y pertrechados para el combate. Uno se quedó y el otro siguió adelante. A los pasos más lentos les llevó una eternidad remontar las escaleras. Avanzaron pesados por el pasillo. Hubo un intercambio de palabras en ruso. Yakubovski le echó un vistazo a Andrea y se acercó al soldado que montaba guardia.
Dio una orden. El soldado reaccionó. Sobrevino un silencio de asombro. Ladró otra orden. Yakubovski desanduvo sus pasos por el pasillo y apareció en el umbral con el pasaporte en la mano. Farfulló algo más y los soldados pasaron tambaleándose con el cadáver entre ellos. Desenganchó los dedos de Andrea de la pistola y se la guardó en el bolsillo con el pasaporte. Recogió la linterna, le tendió el brazo y salieron del edificio.
– Siempre es traumático -dijo- descubrir que uno de nuestros más apreciados colegas es, en realidad, un charlatán.
Por la mañana, como muestra del respeto debido a una valiosa servidora de la Unión Soviética, el general Yakubovski ordenó al comandante Kurt Schneider de la AGA que acompañara a Andrea al aeropuerto. Schneider la recogió en el hotel y juntos se dirigieron a la salida sur de la ciudad, sin hablar durante los primeros minutos del trayecto. Desde el asiento de atrás Andrea contemplaba la gama de grises del paisaje urbano enmarcado.