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– Ahora te culpas tú por lo que tuve que hacer, ¿o no? -le dijo a la nuca.

– No dejo de pensar que debía de haber otra manera.

– La estratega soy yo, recuerdas, y no había otro camino. La única incógnita era que se presentase allí. Al verlo, hice lo que me habías dicho. Fue irónico, nada más.

– ¿Irónico?

– Mi profesor de piano murió por un impacto directo en su casa durante los bombardeos de 1940. Yo tenía dieciséis años y en ese momento me prometí que mataría a un alemán. Al llegar el momento de saldar esa cuenta… me vi incapaz de encontrar nada de ese antiguo odio: sólo miedo y certeza. Lo hice y no me causó satisfacción.

– ¿Certeza?

– Por esa crueldad de la que me hablaste.

– No tendrías que haberte visto en esa situación, para empezar.

– Ahora vas a echarle la culpa a Jim Wallis.

– Sí.

– Tal y como yo lo veo, fui yo la que me puse en esa situación. Accedí a trabajar para Gromov en Londres. Di el paso de volver a la Empresa. Jim Wallis se limitó a hacer su trabajo -dijo ella-. Me ha sorprendido descubrir que era tan duro. Lo tenía por un hombre débil…, bonachón.

Schneider sacó un sobre acolchado del bolsillo y se lo pasó por entre los asientos.

– Tu seguro -dijo.

– ¿Qué es?

– No lo abras. No lo mires. Sólo dáselo a Jim y dile que el negativo está a buen recaudo en Berlín Este. -¿Qué es?

– Es otra de las tristes y sórdidas baratijas de nuestra magnífica industria de espionaje -dijo Schneider-. Se trata de una foto de Jim Wallis sodomizado en unos baños públicos de Fulham.

– ¿Jim? -preguntó ella, atónita-. Jim va por el segundo matrimonio.

– A lo mejor por eso no funcionó el primero -replicó él-. El pegamento que nos mantiene unidos es, con no poca frecuencia, nuestra vergüenza.

– Aun con eso las voy a pasar canutas por haber sacrificado la deserción de Varlamov.

– Varlamov -dijo Schneider para sí-. Varlamov me daba mala espina desde el principio.

– ¿Esto es inspiración retrospectiva?

– Probablemente. Cuando me encargaron que organizase la deserción se mostraron muy firmes en un aspecto: que en ningún caso debía establecer contacto con el sujeto hasta que me dieran luz verde. Todavía estoy esperando. Varlamov iba a partir hoy.

– Yakubovski dijo que se lo llevarían de vuelta a Rusia cargado de cadenas.

– No creo que Varlamov pensara desertar. Jim Wallis lo usó para tener distraída a la KGB. Se creyeron que era el objetivo de la operación cuando… Bueno… Todo ha salido bien. Mi tapadera sigue intacta, al igual que la tuya con los rusos, y Varlamov, un gran servidor del estado, ha quedado desacreditado.

Pasaron por debajo de la S-bahn entre Schòneweide y Oberspree y el tráfico se despejó al subir a la Adlergestell. El tendió la mano hacia atrás entre los asientos y Andrea la cogió y le acarició los nudillos con el pulgar.

– ¿Por qué me hablaste del intercambio de disidentes que vas a hacer el domingo por la noche?

El entrelazó los dedos con los de ella.

– Me planteé irme con ellos -dijo, y ella le apretó la mano, de repente nerviosa-. Me planteé conducir hasta el centro del puente para el intercambio y entonces seguir adelante. Sería…, sería posible… en mi mente.

– De modo que no vas a hacerlo.

Sus ojos se encontraron en el retrovisor.

– Elena y las niñas -dijo él-. Las abandonarían a su suerte.

Andrea volvió la cabeza y dejó que su mirada cayera en las líneas de la carretera que pasaban veloces, la nieve sucia, los árboles desnudos.

A la altura de Grünau Schneider retiró la mano y se separaron de la Adlergestell; dieron la vuelta para pasar por debajo y pusieron rumbo sudoeste por la autobahn hacia Schónefeld. Atravesaron un control de documentos en el puesto de policía que marcaba el final de la zona metropolitana de Berlín y desde allí quedaban unos escasos minutos hasta el aeropuerto.

– Entonces ¿se acabó para nosotros? -preguntó ella-. Puede que un día estemos en el mismo bando.

– Nuestra ración para el próximo cuarto de siglo -dijo él, mientras volvía a poner la mano entre las de ella-. Y sí estamos en el mismo bando…, el nuestro…, donde no importa nadie más.

– Veinticinco años. Eso será en 1996 -calculó ella-. Tendré setenta y dos años. A esas alturas ya me habrán dejado salir de la cárcel.

– No te enviarán a la cárcel, y siempre está la distensión -dijo él-. Debemos tener fe en la distensión. Londres cree que Ulbricht está acabado. Yakubovski dijo que Rieff estaba bien situado. Rieff trabajaba con Erich Honecker. Me parece que Honecker será el nuevo hombre de Moscú.

– ¿Y cómo es?

– Un hombre seco pero no arrogante, como Ulbricht, no tan lleno de vanidad ni de odio hacia Willi Brandt… Un mejor candidato para la distensión… posiblemente.

– O un mejor candidato para que los rusos mantengan el control -dijo ella-. Lo de seco no me suena muy flexible.

– Quizá sea mejor…, quizá sea quebradizo…, fácil de desmigajar.

– Al final, será lo que diga Brezhnev -observó ella, que de súbito se sentía deprimida-. ¿Sabes por qué emplean la palabra «distensión»? Yo creo que es porque no suena tan fácil como «relajación».

Schneider entró en el aeropuerto y aparcó cerca de Salidas.

– Podemos añadir unas dos horas a nuestro total -dijo-. Una vez lo calculé mientras estaba en Krasnogorsk. Todavía no hemos llegado a pasar un día entero juntos… aún.

Le apretó la mano. De repente eran muy conscientes del momento.

– Sé que no ha sido ni un día -prosiguió él-, pero te conozco. Una vez me lo dije en voz alta en el piso de Lisboa. No estoy solo. Suena estúpido, como todas estas cosas, pero es lo que me ha importado todo este tiempo, que al menos ha habido alguien.

– En el vuelo de regreso de Lisboa, después de dejar a Luís y Juliáo en el mausoleo familiar, me entró el pánico. Pensaba que me había entrado miedo a volar. Pero entonces me di cuenta de que era el miedo de encontrarme sola de repente. Fue un acceso súbito de pánico a tener un accidente y morir en compañía de extraños…, conocida y querida por nadie.

– Todos somos extraños -dijo él-. Más aún en este negocio.

– Esa es la cuestión, Karl…

– ¿O es Kurt? -dijo él, con la ceja operativa alzada, y los dos se rieron.

Andrea estiró la mano hacia la puerta del coche y él le pidió un último vistazo al retrato de Juliáo. Lo grabó en la mente mientras asentía con la cabeza.

Schneider cogió la maleta y cruzó el asfalto seco y helado; la nieve que habían retirado se apilaba a los bordes en sólidas escarpaduras. Le dio la maleta a un empleado. Se detuvieron los dos en la entrada, con los alientos unidos en el aire gélido. El le estrechó la mano, le deseó un buen vuelo, dio un paso atrás y saludó. Se alejó sin mirar atrás, subió al coche y partió hacia su mundo incoloro.

Wallis fue a buscarla al aeropuerto y la cogió del brazo como si se la llevara directamente a un coche de policía reservado para ella. Subieron a un taxi.

– Clapham -dijo él, y se recostó, complacido. '

– Hay una comisaría al principio de Latchmere Road -dijo ella. -Venga, Andrea. Eso no viene a cuento. Has hecho un gran trabajo. -Por accidente, más que de forma intencionada. -Oh no, no, no, yo creo que fue intencionado. -¿Y ahora?

– Esto no es Rusia, sabes. No somos la KGB. Aquí no hay minas de sal, amiga mía. Cuidamos de ti. Vuelve a Administración, trabaja duro, consigue tu medalla, recauda tu pensión.

Lo miró para ver si era sincero. Él le devolvió la mirada. Karl tenía razón, seguía siendo joven bajo esa cara regordeta, dispuesto y ansioso por agradar. Hacía que todo sonara acogedor.