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– Y, desde luego -añadió él-, a cambio, esperamos que te muestres razonable respecto a tu relación con el señor Gromov.

– ¿Y si no?

– No pase por la Salida. No cobre las doscientas libras. Vaya a la Cárcel. -Le dije a Gromov que sólo haría un trabajo para él.

– ¿De verdad? ¿Por qué?

– Quería esa pensión de la que me hablas. No quería vivir sudando a todas horas. Y, además, el odio ha desaparecido. Ya no queda nada que me motive.

– ¿Odio? -preguntó Wallis-. No sé muy bien de qué me hablas, vieja amiga.

– El modo en que Louis Greig consiguió que trabajara para Gromov, para empezar.

– Pero ¿«odio»? ¿A quién odias? ¿A Louis Greig?

– Louis acabó siendo patético -dijo ella y, tras una pausa cargada de tensión-: A lo mejor odio a la misma persona que tú.

– Yo no odio a nadie -objetó Wallis, desplazándose hasta la esquina del taxi y mirándola-. El odio…, ya sabes, Andrea, no es muy británico, ¿verdad? No tenemos ese tipo de… sentimientos.

– Lo sé, Jim, tú no odias ni siquiera a tus traidores, ¿verdad? O a lo mejor lo harías si estuvieran cerca de verdad, bien adentro…, vamos, en la Sala Reservada…, tan adentro digo.

– Hemos hecho limpieza. Los sesenta fueron un cromo, pero ahora estamos limpios como una patena -dijo Wallis, a la defensiva, tomándoselo como un extraño ataque personal.

– ¿Tú lo estás? -preguntó ella, distraída por un momento-. Sabes, cuando le comenté a Gromov el contenido del archivo de Cleopatra…, los nombres.

– Sí, Cleopatra -dijo Wallis, tomando el relevo, aliviado, de nuevo con las riendas-, eso era una pura cortina de humo, sólo para probar las… líneas de comunicación entre Londres, Moscú y Berlín. Moscú quería debilitar a Ulbricht y depurar a sus amigotes, incluido Stiller. De modo que Yakubovski lo metió en la lista. Tú lo descubriste y se lo contaste a Gromov. Gromov presenta el caso ante Moscú. Moscú le pregunta a Mielke qué demonios pasa. Yakubovski obtiene la orden de ejecución. Andrea Aspinall aprueba su examen de iniciación con Gromov.

– Ya veo… De modo que fuiste tú quien dejó el archivo Cleopatra en mi mesa y después me dejaste entrar en la Sala Reservada.

– Tú le birlaste a Speke la tarjeta.

– ¿Cómo supiste que trabajaba para Gromov?

– Porque llevamos cinco años vigilando a Louis Greig.

Andrea asintió al acordarse del interés de Rose en la fiesta del funeral.

– Todavía no me has dejado contarte lo que me dijo Gromov.

– ¿Después de que le dieras el nombre de Stiller?

– Me dijo que habría que contrastar la información. Yo estaba molesta después del calvario que había pasado y le pregunté que qué quería decir. Me dijo: «Que lo contraste alguien de Grado 10 Rojo».

– Pura maldad -replicó Wallis.

– ¿De verdad? ¿Por qué?

Wallis se dio unos golpecitos en los labios con el índice; algo no iba del todo bien. El día echado a perder. Una pena.

– No vas a usarme contra Gromov -dijo Andrea-. No tendría sentido hasta que hayáis limpiado vuestra casa.

– Te sacarán a patadas, Andrea.

– No, no lo harán -dijo ella-. Porque tú vas a darme todo tu apoyo, Jim.

– Sólo hasta cierto punto.

– No… del todo -dijo, y le pasó el sobre-. Hasta la empuñadura. -¿Qué es esto?

– Un regalo de El Leopardo de las Nieves. Me dijo que el negativo está a buen recaudo en Berlín Este. También me dijo que quizá no te apeteciera mirarlo. A mí me dijo que no lo hiciera y no lo he hecho.

– Una vez más, no te sigo, amiga mía -dijo él-. Jodidamente misteriosa, ¿eh? Siempre lo has sido.

– Hablamos de nuevo de esa persona, la que odiamos, la que nos acompaña a todas horas, de la que nunca podemos alejarnos, la única que nos es posible conocer si alguna vez lo permitimos.

Jim Wallis sacudió la cabeza. Chiflada.

– ¿Te pusieron en Berlín algo en el agua? ¿Te quitaron un tornillo? ¿Te lavaron el cerebro?

Metió el dedo bajo la solapa y tiró. Sacó la fotografía poco a poco, como si esperase que fuera el naipe que necesitaba, y ni sus treinta años de fingimiento profesional evitaron que palideciera.

El 3 de mayo de 1971 Walter Ulbricht vio retrasada su asistencia a la 16a Sesión Plenària del Comité Central por dos nuevos guardaespaldas nombrados por el general Mielke, jefe de la Stasi. Le llevaron a dar un paseo largo y exasperante por la orilla del río Spree. Cuando llegó a la asamblea, Erich Honecker había sido elegido secretario general del Comité Central y presidente del Consejo de Defensa Nacional.

LIBRO TRES. LAS SOMBRAS VIVAS

39

Septiembre de 1989, casa de Andrea, Langfield, Oxfordshire.

– El único cambio que hice en la estructura fue tirar este muro -dijo Andrea-. No quería pasarme la vida caminando sin parar de la cocina al comedor.

– Hablando de tirar muros… -comentó Cardew.

– Me has prometido que no hablarías de él -interrumpió Dorothy.

– ¿De quién?

– Lo sabes muy bien: de Gorbi.

– A mí sólo me está prohibido comentar los precios de la propiedad -dijo Andrea.

– Oíd, oíd -dijo Rose.

Sólo cuatro de los invitados de la cena de inauguración de Andrea no habían recibido honores de la reina. Los vecinos de al lado, Rubio y Venetia Raitio, eran escultores. El era finlandés. Sir Richard Rose se había traído a su novio, un bailarín tailandés de nombre Boo que en ocasiones se hacía llamar lady Boo si Dickie se ponía demasiado pomposo. Sir Meredith y lady Dorothy Cardew, junto con Jim Wallis, que ostentaba la Orden del Imperio Británico, y su cuarta esposa, una francesa llamada Thérèse, completaban la fiesta.

– ¿De dónde has sacado esta mesa? -preguntó Dorothy Cardew, decidida a salirse con la suya-. Es del refectorio de la reina Ana, ¿verdad? -Una copia, Dorothy. Una copia.

– Todo lo que dice es sensato, este Gorbi -dijo Cardew, poniendo un énfasis cáustico en el nombre-. Todo eso del glasnost y la perestroika… Dorothy entornó los ojos.

– Yo siempre había pensado que eso era un trineo tirado por caballos -comentó Venetia, en un intento de bajar el tono de la conversación.

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– Eso es una troika -corrigió Rose-. Perestroika significa «reconstrucción».

– Qué insulso -dijo Boo, que había aprendido de Rose la mayor parte de su vocabulario.

– A mí me gusta más cómo suenan las campanillas de los trineos -terció Dorothy, para devolver la charla a su banalidad.

– Y glasnost es «apertura» -añadió Rose, una explicación para los idiotas.

– Creo que se equivoca -dijo Venetia, decidida a desinflar a Rose-. Estoy segura de que es una directiva de Moscú para que todos se suban a sus trineos sin techo, se pongan sus mejores abrigos de pieles y canten villancicos en la nieve.

Rose levantó las manos. Boo le dio una palmada en la pierna.

– Viene a ser lo mismo -dijo Wallis-. A mí me da que Gorbi no es trigo limpio. Digan lo que digan, sigue siendo un rojo. Sólo nos gusta porque su mujer está como un tren.

– Es impensable odiag a alguien con esa tache de vin en la cabesa -apuntó Thérèse-. Il est trés, trés sympa.

– Le gusta el antojo de Gorbi, cariño -explicó Dorothy-. Ese archipiélago que tiene en la cabeza… es de lo más entrañable.

– Tarde o temprano sacará el puño de hierro -dijo Cardew-. Ya veréis. El politburó le pondrá las pilas y antes de Navidad ya estará partiendo cabezas.

– Yo creo que lo conseguirá -dijo Andrea.

– ¿El qué? -preguntó Cardew, buscando pelea.

– Tú mismo lo has dicho: «Hablando de tirar muros abajo». Yo creo que lo abrirá todo. Se quitará de encima los estados satélite. Ya no puede permitírselos. Les dirá que se busquen la vida por su cuenta.