Llamó al abogado y reservó dos billetes para Lisboa el 26 de junio. Voss se había hecho tan experto en evitarla que tuvo que apostarse a la espera como un cazador.
– Te he comprado un regalo -le dijo.
– ¿Por qué?
– Por tu cumpleaños.
– Faltan tres días para mi cumpleaños.
– Lo sé -dijo ella-. El regalo está en Lisboa. Salimos mañana. -Unmòglich -objetó él. «Imposible»-. Mi trabajo. Tengo que hacer mi trabajo.
– Nada de unmòglich -replicó ella-. Vamos a un sitio muy importante.
– Nada es más importante que mi trabajo. En cuanto lo haya terminado… sólo entonces seré libre -dijo él, y su propia voz vaciló al pronunciar esa última palabra, como si él mismo no se la creyera.
– ¿Te niegas a aceptar mi regalo? '
Voss parecía atormentado.
Volaron a Lisboa la tarde del z6 de junio. El vuelo fue un auténtico suplicio para Voss, que tuvo que aguantar dos horas y media sin tabaco. Pasó el tiempo liando cigarrillos hasta tener un centenar listos para fumar. Tomaron un taxi a la ciudad que les llevó por Saldanha, la Praça Marqués de Pombal, el Largo do Rato y por la Avenida Alvares Cabral hasta el Jardim da Estrela.
Andrea estaba sentada del lado malo de su cara pero le distinguía el ojo, que oteaba desde su nido membranoso y retorcido, captándolo todo, rememorando. Al pasar por la Basílica da Estrela Voss inclinó la cabeza para observar que la fachada de su antiguo edificio de la Rua de Joào de Deus seguía intacta, en realidad, inalterada, apenas un poco más agrietada y ruinosa. Sólo entonces Andrea reparó en lo brillante de su regalo. Esas partes de Lisboa no habían cambiado en absoluto en cincuenta años, y algunas ni siquiera desde el terremoto de 1755.
Embocaron la Avenida Infante Santo y entraron en Lapa. El coche callejeó hasta llegar a la Rua das Janelas Verdes y la York House. Subieron los mismos escalones de piedra que los monjes pisaran en el siglo xvn, cuando eso era el Convento dos Marianos. Voss se detuvo en el antiguo claustro, bajo la extensa copa de la palmera, y recordó a todos aquellos personajes de todas aquellas otras pensòes de Lisboa, leyendo sus periódicos, esperando la verdadera información del día que nunca tenían impresa delante.
Descansaron y al anochecer pasearon hasta el Jardim da Estrela. Tocaron los azulejos de la fachada del vetusto edificio. Voss pasó las manos por los cuellos de los cisnes de hierro que soportaban el techo del quiosco ahora en desuso en el que solía comprar el tabaco y los periódicos. Tomaron una cerveza en el café de los jardines. Se detuvieron en el sitio donde Voss se había entregado y había alzado la vista hacia la ventana del antiguo piso, ahora abierta al frescor de la noche.
Trazaron el paseo que creían que había supuesto su perdición: por la Calçada da Estrela hasta Sao Bento y la Asamblea Nacional, hasta el borde del Bairro Alto, rodearon la iglesia y tomaron por la Rua Academia Ciencias, subieron por la Rua do Seculo y se adentraron de lleno en el entramado del Bairro Alto. Andrea cenó rojóes, cerdo cortado en dados con comino, en un restaurante de Minhote. Voss la miró y consumió buena parte de una botella de vinho verde tinto de Ponte da Lima. En la penumbra alumbrada de faroles dejaron atrás bares, restaurantes y personajes de mala catadura que ofrecían una noche de fado como si se tratara de una película porno. Llegaron a la Rua de Sao Pedro de Alcántara y caminaron por entre los raíles plateados de las vías del tranvía al cruzar la calle que llevaba al miradouro. Se detuvieron en la barandilla y contemplaron el Castelo
Sao Jorge, al otro lado de la ciudad, como habían hecho cuarenta y siete años antes, pero sin tocarse.
Voss todavía no había hablado gran cosa desde su llegada, pero su silencio ya no era el silencio duro, torvo y obsesivo del mes en Langfield. Parecía que se estaba llenando, como un jarro seco de arcilla que oscurece con la humedad al recibir el agua de un arroyo. Andrea se apoyó en los barrotes y lo atrajo por las solapas para mirarle el lado bueno de la cara.
– ¿Es esto completamente normal? -preguntó.
Él se debatió. Su mirada no terminaba de fijarse en la cara de Andrea.
– No… No recuerdo las palabras -dijo.
– Las recuerdas -replicó ella-. Me las dijiste.
– Se me han ido de la cabeza.
– ¿Es esto completamente normal? -repitió ella, mientras lo sacudía por las solapas.
– No… No lo sé -dijo él-. Sólo he estado enamorado una vez.
– ¿De quién?
– De ti… locamente.
Lo había dicho pero no con la misma convicción de hacía cuarenta y siete años.
– En ese caso -dijo ella, ablandada-, se te permite entrar en mi habitación del hotel.
Esa noche se acostó con ella y Andrea durmió de espaldas a él, sus cabezas unidas en la misma almohada y las manos juntas sobre su estómago.
Por la mañana Andrea salió sola y encontró el despacho del abogado en el Chiado. El le dio la caja de madera y ella firmó conforme se la habían entregado. Compró papel, la envolvió, fue a la estación de autobuses y adquirió dos billetes a Estremoz para el día siguiente.
Tomaron el tren que llevaba de Lisboa a Estoril a lo largo del resplandeciente Tajo de hojalata; veían los vagones de delante cuando tomaban las curvas sobre los raíles brillantes y luminosos. En el centro del estuario el oleaje rompía contra el faro de Búgio y la joroba del banco de arena acechaba detrás como una ballena emergente.
Les horrorizó lo chabacano que se había vuelto el casino: chicas desnudas y plumas de avestruz. El pasaje que subía al jardín de la Quinta da Águia ya no existía. Habían construido casas encima y sobre la colina de detrás. Comieron en el paseo marítimo. Voss perforó sus sardinas. Andrea le enseñó dónde había vivido al casarse con Luís y tomaron el tren de vuelta a la ciudad a última hora de la tarde.
Al llegar a Estremoz al día siguiente el calor ya era brutal. Tomaron un taxi hasta la pausada de dentro del castillo y se desplomaron durante una hora.
Bajaron al pueblo para comer y encontraron una tasca fresca y oscura cuyas paredes estaban atestadas de jarras de vino de terracota, todas tan altas como un hombre. El local estaba abarrotado de portugueses, trabajadores y turistas, todos sentados en bancos de madera mientras consumían descomunales raciones de comida.
– ¿Ves a esta gente? -preguntó Andrea.
– Sí, los veo -respondió Voss, receloso.
– ¿Qué piensas de ellos?
– Que pueden ponerse muy gordos -dijo él, el hombre delgado y petulante.
– Yo pienso que nada les importa un pimiento, excepto la comida de sus platos, el buen vino de sus vasos y la gente que los rodea. No es una forma de ser tan mala.
Voss asintió y se comió un cuarto de su pescado a la parrilla y una hoja de lechuga.
Un taxi los llevó hasta la capillita con cementerio rodeada de canteras de mármol de las afueras del pueblo. Recorrieron las hileras de tumbas y panteones hasta llegar al mausoleo familiar de los Almeida. Voss se quedó un poco atrás mirando las fotografías de los muertos, que eran muy formales; algunas no tenían nada que envidiar a las de los archivos policiales. Toqueteó las flores, algunas de las cuales eran de plástico y otras de tela. Llegó a la altura de Andrea, sin saber lo que hacían allí. Ella dio unos golpéenos sobre el retrato de Juliáo, ajado por años de sol secante. Voss miró más de cerca para escudriñar el contorno de la cara.
– No me has preguntado nada sobre él -dijo Andrea-. Así que se me ha ocurrido empezar por el final. En su final está tu principio…, algo por el estilo.
Voss se agarró a los barrotes de hierro forjado de la puerta del mausoleo y contempló las ataúdes, que ya eran más, y las dos urnas de Juliáo y de Luís, sobre el mismo estante. Andrea quitó la antigua fotografía y puso una nueva. Le entregó la vieja a Voss. Salieron del cementerio, Voss con la cabeza inclinada sobre la fotografía descolorida, y encontraron un taxi que los llevó de vuelta a la pousada.