– Richard Rose no significa nada para mí…, ahora menos aún que nada. Le invitaba a mis cenas porque era uno de la pandilla. Es entretenido. Pero no me ha gustado durante la mayor parte de mi vida.
– No fue Richard Rose. Yo siempre pensé que lo sería, porque se mostraba muy duro en las negociaciones que tuve con él y Sutherland en los Jardines de Monserrate.
– ¿No?
– Yo tampoco me lo podía creer… que ya estuviera en nómina tan pronto.
– Philby también era un mentiroso.
– Tengo las pruebas documentales de sus últimos trabajos, Andrea. Todos esos archivos que rescaté de los fondos de la Stasi. Están todos en casa.
– Si es él, quiero oírlo de sus propios labios.
– No estoy seguro de que eso sea muy prudente, Andrea -dijo Voss-. Tanto Philby como Blake eran hombres despiadados. Enviaron a centenares de agentes a la muerte, pero puedo asegurarte que Meredith Cardew era peor que los dos juntos.
Esa noche durmieron profundamente a causa de la bebida. Se despertaron bien entrada la mañana e hicieron el amor por primera vez, mientras las camareras cantaban por los pasillos.
Al llegar la tarde Voss no se encontraba bien y sentía dolor. Tomaron un taxi al aeropuerto y regresaron a Londres. A las once de la noche Voss estaba en el Hospital John Radcliffe de Oxford. A las once y cuarto ya había sido trasladado, víctima de un sufrimiento atroz, a la Unidad de Alivio del Dolor del hospital especializado en cáncer, el Churchill, donde pusieron bajo control su situación. Por la mañana se encontraba estable.
El especialista le dijo a Andrea que podía ser cuestión de días, como mucho dos semanas. Voss insistió en quedarse con ella en casa. Andrea pagó a una enfermera privada para que lo visitara dos veces al día. Voss fue instalado en la cama de Andrea con un goteo de morfina, cuyas dosis podía controlar con un dispositivo manual de administración que calculaba la cantidad recibida para que no pudiera aplicarse una sobredosis.
Andrea no subió a la buhardilla. No encendió el ordenador de Voss. Nunca se enteró de que un virus había corrompido todos sus datos ni de que alguien se había llevado una muestra de los documentos del cofre. Se quedó en el dormitorio con Voss y le leyó, porque era reconfortante para los dos.
Por la noche preparó una cena ligera y antes de subir a la cama, a las once, soltó a Ashley en el jardín. Se quedó a la luz en la puerta de atrás, mientras el perro se perdía en la oscuridad. Hacía una noche apacible pero llevaba una rebeca que sostenía pegada al pecho, aunque era consciente de que el frío procedía de su interior. Había intentado no pensar en ello, pero sabía que iba a tener que hacerlo de nuevo. Iba a tener que atravesar una vez más en su totalidad ese proceso doloroso: asimilar la palabra «nunca». Hasta dentro de un millón de años. De aquí a la eternidad. Una ausencia infinita.
Recordaba su salida de la Basílica da Estrela en 1944 después de haberse vaciado en lágrimas y la sensación de que la brisa la atravesaba. ¿Había sido mala esa sensación? No del todo. Se había producido una liberación, un aflojamiento de las amarras que había dejado su barco todavía unido al continente de su dolor pero con el instinto intacto para seguir adelante. Ésa era su generación. No montes un escándalo. Haz de tripas corazón. ¿Y ahora? Después de una vida de amor suspendido de un hilo. Y la ancianidad, y el único fin posible de la ancianidad.
Por la tarde había paseado por el cementerio de la iglesia y había mirado las lápidas de las parejas casadas, preguntándose si eso era algo macabro. Se dio cuenta de que, si la mujer moría primero, el hombre siempre la seguía en menos de un año. Si el que moría era el hombre, la mujer no se adentraba de buen grado en la noche de su esposo. Las mujeres se aferraban a sus cuerpos decrépitos mientras los corazones marcaban los años a latidos.
Iba a terminar la vida tal y como la había empezado. Sola. Con la salvedad de que en esa ocasión había conexiones y le vino a la mente una imagen de escaladores que remontaban con cuerdas una abrupta pared, y las miradas de ánimo que compartían.
Llamó a gritos a Ashley.
No hubo respuesta.
– Dichoso perro -dijo, y avanzó por el sendero.
Lo encontró al tropezar con su cuerpo tendido. El cuerpo estaba caliente pero totalmente inerte y, a la luz que llegaba al jardín desde la puerta de atrás, distinguía que si alguna vida quedaba en su ojo visible era un mínimo atisbo. Lo recogió. Bastante pesado para ser un perro salchicha. Volvió a la luz, le hizo una somera inspección, lo llevó dentro y lo dejó en un extremo de la mesa de refectorio. Lo estudió a conciencia en busca de alguna señal de lo que había acabado con él. Le llegó a la espalda el tibio soplo del aire nocturno. Le abrió las mandíbulas y descubrió vestigios de carne roja entre los dientes. En el momento mismo en que se le ocurrió que lo habían envenenado, una bufanda blanca de seda voló por delante de sus ojos y se le cerró con fuerza en torno al cuello.
Trató de agarrar las riendas de la bufanda por detrás de su cuello y descubrió que un par de fuertes manos masculinas de piel vaporosa sostenían el lazo de seda. Intentó moverse pero el firme cuerpo que tenía detrás la empujó contra la mesa. Pateó hacia atrás en busca de las espinillas y distinguió un par de doctor Martens color caoba. El agresor la empujó hacia delante una vez más con las caderas y la dobló sobre la mesa hasta que sintió que su única oportunidad era encaramarse a ella y tratar de cruzarla a cuatro patas. Las poderosas riendas la hicieron retroceder y se le vinieron encima. Se volvió hacia el atacante y le lanzó manotazos a los hombros, tratando de debilitarlo de cualquier modo a su alcance, pero la capacidad de lucha se le escapaba. La cara se le estaba hinchando y su visión se oscurecía en los bordes. En su cabeza se ennegrecía la sangre y a través del túnel cada vez más angosto le vio la cara. Articuló su nombre con los labios gruesos y púrpuras. Su última palabra, una pregunta insonora: -¿Morgan?
Voss se despertó. La única luz de la habitación procedía de los dígitos rojos del despertador que señalaban las 00:28. Lo había despertado el dolor. Apretó el dispensador de morfina pero en esa ocasión no sintió el chorrillo de Lete, como habían empezado a llamarla. Miró la almohada que tenía al lado. Vacía. Movió el brazo, sin impedimento, y vio a la débil luz roja que le habían cortado el tubo de la morfina. El dolor que sentía en el costado era atroz, como si allí tuviera una mano de acero que sin tregua le oprimiera algún órgano. Retiró las mantas, encendió la lámpara de lectura y vio que la bolsa del gotero estaba vacía aun cuando sabía que tendría que haber estado medio llena.
Se lanzó al borde de la cama y tiró el gotero al suelo con estrépito. Gritó.
– ¡Andrea!
Fue un grito débil. La mano de acero le constreñía también el aliento. Alcanzó la jamba de la puerta con el tubo cortado pero todavía unido a la aguja intravenosa clavada en su brazo azotándole la cara. Bajó a trompicones las escaleras, entró en la cocina y vio los cuerpos sobre la mesa. El perro a los pies de ella.
¿Qué está haciendo Andrea?
Un dardo de dolor le atravesó el pecho, tan agudo y veloz que en su cerebro se produjo un destello de neón. Llegó dando tumbos al canto de la mesa, lo agarró con las manos descarnadas y bajó la vista al rostro que era el de ella pero no lo era.
Tosió al sentir un dolor que era mucho mayor que nada que pudiera ocasionar la mano de acero. Tosió al sentir una agonía entera en el pecho, la partida de la posibilidad, la fuga del futuro. Unas gotas oscurecieron la lana de la rebeca fucsia cuando bajó la cara hacia la de ella, tocó su mejilla con el pómulo bueno y sintió su calor residual. Se tumbó a su lado sobre la mesa, la agarró de la mano y por un esplendoroso momento se sintió feliz, la vio cayendo entre las burbujas de agua mientras él bajaba a toda prisa hacia ella, para sacarla, para llevarla de vuelta a la luz. Y entonces el dolor de su pecho se intensificó pero esa vez sin amainar y, aunque él no quería oponer resistencia, su cuerpo se arqueó al sentirlo, el último dolor. Y a través de él la vio al otro lado del río, en la orilla de enfrente, saludándolo.