De vez en cuando Voss orquestaba algún arresto en la calle para mantener la verosimilitud.
La mayor parte de las actividades de inteligencia consistían en espejismos y artificios. Muy poca cosa era real. El espionaje, descubrió, se sostenía sobre los cimientos de la imaginación y, en el caso de los juegos de radio, en una fe ciega en la veracidad de la tecnología. Se trataba de un concepto terrorífico, tan terrorífico como si los principios básicos de la física estuvieran equivocados, se hubieran erigido disciplinas académicas enteras sobre falacias y, por tanto, todos los hallazgos fueran intrínsecamente incorrectos y todos los avances, falsos.
Voss también aprendió a no enamorarse nunca en ese mundo. Los amantes se traicionaban con facilidad. La tortura, el método predilecto de la Gestapo, no resultaba necesaria. La mera insinuación de la infidelidad de su amante a un prisionero resultaba tan poderosa como cualquiera de sus atroces tratamientos. La traición emocional trastocaba las mentes de maneras tortuosas y crueles. Los celos resultaban inevitables en la soledad de una celda. La oscuridad, con la única compañía del pensamiento enfermo, generaba imágenes poderosas que al principio desanimaban y luego enfurecían y asolaban de tal manera a los prisioneros que sacaban fuerzas de flaqueza y en su avidez vengativa arrastraban no sólo a su amante, sino a todos sus contactos.
Eso no significaba que Voss mantuviera el celibato durante su estancia en París -eso era imposible y además había que demostrarle algo a Giesler- pero guardaba las distancias. Una francesa llamada Françoise Larache le dio una lección diferente y más oscura sobre el amor en el juego del espionaje.
Se conocieron al frecuentar el mismo bar. Si Voss tomaba un café por la mañana, se la encontraba observándole. Si pasaba por la tarde para tomar algo, a menudo la veía en una mesa, fumando sus cigarrillos fuertes. Cruzaron unas cuantas palabras y empezaron a compartir mesa, donde él observaba el modo en que sus labios rojos entraban en contacto con la punta del cigarrillo y sus dedos recogían las hebras de tabaco de su lengua puntiaguda. Una noche fueron a cenar y acabaron en el apartamento de Voss, donde hicieron el amor. Ella era enérgica e imaginativa, e hizo cosas en su primera noche que le sorprendieron.
Se convirtieron en compañeros asiduos de cama y, dado que Françoise no dudaba a la hora de exigir, también fuera de ella. Le empujaba a hacer cosas que al principio resultaban emocionantes y con el tiempo se hicieron cada vez más temerarias. Le gustaba hacer el amor en el balcón mientras la gente paseaba por la calle. Se recostaba en la barandilla con los brazos alrededor del cuello de Voss y de repente se soltaba de forma que a él casi se le escapaba hacia abajo. Hacían el amor en portales y rellanos mientras la gente comía y comenzaba la sobremesa. A veces incluso gritaba y en el interior se interrumpían las conversaciones. Voss tenía que taparle la boca con la mano. Cuantas más posibilidades había de que los descubrieran, más se excitaba Françoise.
Entonces, un día de otoño, mientras las hojas secas susurraban desde el balcón, su ojo travieso, el que destellaba cuando alzaba la vista hacia él desde debajo de la ceja, se tornó más oscuro, como si le dejara ver más adentro y lo que hubiera allí fuera más siniestro, tabú.
Todo empezó con la petición de que le diera unos azotes por ser una niña mala. Voss se sentía estúpido con una mujer hecha y derecha sobre las rodillas y ella tuvo que animarlo a tomárselo en serio y ser más severo. Ya no parecía divertido. A Voss Françoise aún le inspiraba lujuria, pero para ella el sexo estaba a las órdenes de algo más. Él se volvió reacio a seguir sus juegos, ella se enfadaba. Tenían discusiones feroces, broncas monumentales con vuelo de objetos que terminaban en brutales sesiones de sexo donde cada embestida dentro de ella parecía una represalia. Al salir dando tumbos de su piso a la docilidad del París ocupado, Voss se descubría incapaz de creer en lo que había participado la noche anterior, consciente tan sólo de que era algo poderoso, intenso y degradante.
Las incitaciones de Françoise fueron a peor. La diversión ya había desaparecido. Un día le dijo cosas terribles e imperdonables y, aunque Voss sabía lo que le estaba haciendo, también él participaba. No había vuelta atrás. Le obligó a abofetearla, no un simple cachete para calmar la histeria, sino un bofetón de castigo. Quería que le pegaran con fuerza. Le plantó cara. Las palabras cortaban el aire, lacerantes como puñales, afiladas para clavarse hasta el hueso. Forcejearon y pelearon hasta acabar los dos en el suelo. Ella le hundió las uñas en el cuello. Él se zafó y se descubrió con el puño a punto a la altura del hombro. Se tambaleó, mareado por el extremo al que habían llegado las cosas. De repente Françoise tenía la cara relajada, la mirada perdida. Eso era lo que quería. Voss se levantó y se alisó la ropa. Ni rastro de lujuria. Ella endureció las facciones. Voss le tendió la mano, ella la asió y Voss la levantó. Ella le escupió en la cara. Voss la llevó a tirones hasta la puerta, agarrando su abrigo y su bolso por el camino, y la echó del piso.
Realizó discretas pesquisas. Era una informadora, una colaboracionista. Entregaba a sus paisanos, bien empaquetados, a la Gestapo. El hombre de la SD con el que habló se dio unos golpecitos en la sien y sacudió la cabeza.
La vio una vez más antes de dejar París, paseando por una calle nevada del brazo de un descomunal sargento de las SS con gabardina negra. Voss se escondió en un umbral mientras pasaban. Ella se llevaba un puñado de nieve a un lado de la cara.
A mediados de enero de 1944 convocaron a Voss a una reunión en el Hotel Lutecia. Era de noche y la habitación en que se celebraba el encuentro estaba a oscuras. Sólo una lámpara iluminaba un rincón. El hombre al que había ido a ver estaba sentado delante de la luz, sin cara, tan sólo la silueta de un pelo peinado hacia atrás, quizá gris o blanco. Tenía voz de viejo. Una voz que hablaba bajo presión, como si el pecho estuviera cargado de flema.
– Se van a producir algunos cambios -dijo-. Parece que nuestro amigo Kaltenbrunner de la Oficina Central de Seguridad del Reich se va a salir con la suya y va a poner a la Abwehr bajo control directo de la SD. Dios sabe que hace mucho que andaban detrás de eso. Es algo con lo que tendremos que vivir. Queremos asegurarnos de que esté en su puesto con la información adecuada para negociar con los aliados antes de que eso suceda. Tengo entendido que ha estado siguiendo las actividades de un intelectual comunista francés, Olivier Mesnel, aquí en París.
– Estamos intentando desenmarañar su red. Todavía no hemos descubierto cómo llega su información a Moscú ni cómo entran sus instrucciones.
– Acaba de solicitar un visado para ir a España.
– Su destino final es Lisboa -explicó Voss-. Tuvimos la suerte de interceptar el correo que enviaron los comunistas portugueses para pedirle que fuera.
– ¿Tiene idea de por qué le quieren en Lisboa? -No, y no creo que Mesnel la tenga.
– Aprovechará esta oportunidad para seguirle hasta Lisboa e instalarse como agregado militar y oficial de seguridad de la Legación Alemana. Cuando se produzcan estos cambios, lo cual podría ser el mes que viene, estará bajo las órdenes directas del coronel de las SS Reinhardt Wolters. No es de los nuestros, por descontado, pero debe trabar amistad con él. Sutherland y Rose están a cargo de la sección lisboeta del Servicio Secreto de Inteligencia británico; hablará directamente con ellos, el procedimiento consta en el dossier. También incluye unos cuantos documentos que debería mirar y memorizar antes de partir y una carta que contiene información importante en micropunto. Empleará esa información para dar inicio a las negociaciones con los británicos. Debe demostrarles que somos de fiar, que nuestras intenciones son honorables y que lo contrario es cierto de los rusos.