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– No estoy seguro de que esto último sea posible. Tengo entendido que no hay legación soviética en Lisboa.

– Cierto. Salazar no lo consentirá. Nada de ateos en la católica tierra portuguesa. Eso me recuerda que tenemos que asegurarnos de que los portugueses no le denieguen el visado.

El hombre pareció reírse sin ningún motivo en particular, o tal vez fuera un estornudo que se convirtió en tos. Encendió un cigarrillo.

– Es posible que Olivier Mesnel le lleve a alguna parte. Debe de ir a Lisboa con un propósito que no creo, dadas sus creencias políticas, que sea el de embarcarse hacia Estados Unidos.

– En la Conferencia de Casablanca se decidió que nuestra rendición tenía que ser incondicional. Tendremos que ofrecerles a los ingleses y estadounidenses algo extraordinario para que se planteen siquiera romper con los rusos.

Un largo silencio. El humo que surgía de la silla flotaba hacia la lámpara que había detrás.

– Créame, los estadounidenses estarán ansiosos por encontrar cualquier razón para desmarcarse de Stalin a la primera oportunidad, sobre todo cuando los rusos hayan invadido Europa. En la Conferencia de Teherán Stalin dijo que habría que ejecutar hasta cien mil oficiales alemanes y que le harían falta cuatro millones de esclavos, tal cual, alemanes para reconstruir Rusia. Ese tipo de discurso resulta inaceptable para hombres con humanidad como Churchill y Roosevelt. Si podemos aportar un catalizador… -Hizo una pausa y se revolvió en la silla como si de repente se hubiera estrechado-. La muerte del Führer, me parece, debería bastar.

Voss se estremeció a pesar de que hacía calor en la habitación. Las aguas en las que se estaba adentrando de repente parecían profundas y frías.

– ¿Se trata de una acción planeada?

– Una de tantas -dijo el hombre, tan cansado como si las hubiese planeado todas él.

Voss quería apartarse de la contemplación de la enormidad de la idea.

– No he podido seguir el avance de nuestro programa atómico. Eso podría ser importante para los aliados. Han visto que disponemos del potencial… ¿Podemos tranquilizarlos?

– Está todo en los documentos.

– ¿Cuánto tiempo tenemos?

– Esperamos progresar… como todas las cosas, en la primavera, pero a finales de verano como tarde debemos tener resultados. Los rusos han retomado Zhitomir y han cruzado la frontera polaca: se encuentran a no más de mil kilómetros de Berlín. Los aliados nos están reduciendo a escombros a fuerza de bombardeos. La ciudad está en ruinas, las fábricas de armas y municiones trabajan a duras penas al cincuenta por ciento. La fuerza aérea no alcanza las nuevas fábricas de armas rusas al otro lado de los Urales. El oso cobra fuerza y el águila se hace más débil y miope.

No parecía haber necesidad de más preguntas después de aquello; el hombre indicó con un gesto la mesa donde le esperaban tres gruesos archivos. Voss se sentó y estiró el brazo hacia la lámpara. Una mano aterrizó en su hombro y se lo apretó de la manera en que acostumbraba su padre: tranquilizadora, fortalecedora.

– Es usted muy importante para nosotros -dijo la voz-. Entiende lo que hay escrito en esos archivos mejor que nadie, pero también le hemos escogido por otros motivos. Sólo le pido, por favor, que cuando llegue a Lisboa no cometa el mismo error que con mademoiselle Larache. Esto es demasiado importante. Está en juego la supervivencia de una nación.

La mano se apartó. El hombre y su voz agobiada salieron de la habitación. Voss trabajó hasta las 6:00 a.m. repasando los archivos sobre el programa atómico y de cohetes V1 y V2.

El 20 de enero de 1944 se le concedió a Olivier Mesnel un visado de salida para viajar a España. El 22 de enero Voss se subió al mismo tren nocturno que Mesnel, quien partió de la Gare de Lyon en dirección sur hacia Lyon y Perpiñán, cruzó la frontera por Portbou, pasó por Barcelona y llegó a Madrid. Mesnel salió de su compartimento en contadas ocasiones. En Madrid se alojó en una pensión barata durante dos noches y después tomó otro tren hasta Lisboa la noche del 25 de enero.

Llegaron a la estación de Santa Apolónia de Lisboa a última hora de la tarde siguiente. Llovía, y Mesnel, enfundado en su abrigo demasiado grande y su sombrero, caminó con paso fúnebre desde la estación hasta la descomunal plaza del Terreiro do Paco, que a Voss le sorprendió descubrir custodiada y protegida por sacos terreros en un país neutral. Siguió al francés a través de la Baixa y por la Avenida da Liberdade hasta la Praça Marqués de Pombal donde Mesnel, arrastrando los pies, en apariencia débil por el hambre, entró en una pequeña pensào de la Rua Braancamp. Voss tomó con alivio un taxi hasta la Legación Alemana de la Rua do Pau de Bandeira, en Lapa, un elegante barrio de las afueras. El coronel de las SS Reinhardt Wolters le esperaba dos días antes pero le dio la bienvenida de todos modos.

El 13 de febrero, el jefe de la Abwehr, el almirante Canaris, fue escoltado al exterior del complejo Maibach II por los oficiales de la Oficina Central de Seguridad del Reich enviados por Kaltenbrunner. Le llevaron hasta su residencia dentro del recinto, donde hizo las maletas, y después le acompañaron hasta su domicilio de Schlachtensee. El 18 de febrero la Abwehr se disolvió y se puso bajo control directo de Kaltenbrunner. La lluvia repiqueteaba contra las ventanas de la Legación Alemana de Lapa cuando Wolters entró en el despacho de Voss para comunicarle la buena nueva. En cuanto el hombre de las SS salió de la habitación, Voss se vio embargado por una sensación de soledad, un hombre abandonado a su suerte en la punta más occidental de Europa que sólo tenía al enemigo para hablar.

6

10 de julio de 1944, Orlando Road, Clapham, Londres.

Andrea Aspinall se derrumbó sobre su cama con las ventanas del dormitorio abiertas, recién llegada de otra excursión al refugio antiaéreo; los cohetes eran una amenaza que los sobrevolaba a cualquier hora del día, a diferencia de las añoradas y previsibles noches de interminables bombardeos del 40 al 41. A veces fantaseaba con la idea de no acudir al refugio: escuchar el grave zumbido del motor diesel del misil, esperar a que parara, jugársela bajo su caída silenciosa, poner a prueba su umbral de aburrimiento.

Fue a sentarse en la repisa de la ventana de su habitación, en la parte de arriba, las antiguas dependencias de los criados. Echó un vistazo por encima del jardín trasero, a través de los limeros, hacia Macauley Road. Cuatro casas más allá, un impacto directo de bomba volante; no quedaba gran cosa: vigas chamuscadas, cascotes apilados, pero no había nadie en casa en ese momento. Se vio reflejada, sólo su cabeza, en la esquina inferior del espejo del tocador, al otro lado de la habitación. Pelo largo negro, piel morena, casi color aceituna, ojos marrones veinteañeros que querían ser mayores.

Abrió un paquete de Woodbine, apoyó el cigarrillo sin filtro en el labio inferior y dejó que se le pegara. Prendió una cerilla en la pared exterior, ladrillo caliente. Su mano volvió a entrar en el marco, volvió la cara y aceptó el fuego. Echó la cabeza hacia atrás, despegó el cigarrillo, soltó una larga bocanada de humo y volvió a su reflejo con la lengua sobre el labio superior, a lo sofisticado. Sacudió la cabeza burlándose de sí misma y miró por la ventana: todavía una niña tonta que realizaba juegos románticos frente al espejo. No una espía.

Se había pasado la mayor parte de la vida en el Colegio del Sagrado Corazón de Devizes, donde la habían ingresado a los siete años, cuando murió su tía abuela y no quedó nadie que la cuidara mientras su madre trabajaba. Ése era el motivo de que el profesor de piano y su esposa, cuya casa habían bombardeado durante la ofensiva aérea alemana, hubieran sido tan importantes para ella, se hubieran convertido en su familia, la hubiesen cuidado durante las vacaciones escolares. El profesor de piano era su padre. No había llegado a conocer al de verdad, el que había muerto de cólera antes de que naciera.