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En el Sagrado Corazón entendían de disciplina y religión y poco más, pero eso no le había impedido obtener una plaza en St Anne's, Oxford, como estudiante de matemáticas. Llevaba cumplidos casi dos años de carrera cuando su tutor la invitó a una fiesta en St John's. En ella se sirvió una gran cantidad de bebida, de la que dieron buena cuenta profesores, estudiantes y otras personas no directamente relacionadas con la universidad. Los invitados flotaban por la sala y de tanto en tanto se anclaban a alguien más joven y trababan conversaciones sobre política e historia. Acudió a otras fiestas como aquélla y conoció a un hombre que adoptó un interés especial por ella, al que llamaban, sencillamente, Rawlinson.

Rawlinson era muy alto. Vestía traje de tres piezas gris marengo, cuello almidonado fijado con gemelos a la camisa y corbata de su centro de enseñanza, la cual, de haberlo sabido ella, le habría indicado Wellington y el ejército. Rondaba los cincuenta y tenía el cabello intacto, moreno en la parte superior, canoso en las sienes y surcado de brillantina. Sólo tenía una pierna y la prótesis que llevaba era rígida, de modo que al caminar trazaba un semicírculo con esa extremidad y tenía que apoyarse en un bastón con puño de cabeza de pato. Andrea se sentía afortunada porque, aunque su conversación fuera la cantinela penetrante de siempre, él la emprendía con el encanto de un tío que en verdad no debiera encapricharse de su sobrina pero no pudiera evitarlo.

– Dígame una cosa -le dijo-. Las matemáticas. ¿Alguna vez le ha preguntado alguien por qué matemáticas? Es interesante.

Andrea, algo borracha, se encogió de hombros. Poco preparada para la pregunta, su cerebro vacilaba. Habló con la cabeza en otra parte.

– Puedes hacer que las cosas cuadren, supongo -dijo, y se sintió estúpida y avergonzada al instante.

– No siempre, diría yo -observó Rawlinson, sorprendiéndola al tomárselo en serio, al tomársela en serio incluso a ella.

– No, no siempre, pero cuando se consigue es… bueno… tiene belleza, una inconcebible simplicidad. Como dijo Godfrey Hardy: «La belleza es la prueba. No hay lugar en este mundo para las matemáticas feas».

– ¿Belleza? -preguntó Rawlinson, perplejo-. No es algo que recuerde de las clases de matemáticas. Diabólicas, más bien. Muéstreme belleza… Belleza que yo pueda entender.

– El número seis -dijo ella- tiene tres divisores: el uno, el dos y el tres, que sumados dan… seis. ¿No es perfecto? Y, visto de ese modo, ¿no resulta bello también el teorema de Pitágoras? Tan sencillo. El cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos. Cierto para todos los triángulos rectángulos jamás creados. Lo que parece terriblemente complicado puede resolverse mediante ecuaciones… fórmulas encaminadas a completar el… bueno, al menos parte del rompecabezas.

El se dio unos golpecitos en la mejilla con un dedo largo.

– ¿El rompecabezas?

– Cómo funcionan las cosas -explicó ella, presa de una creciente histeria a medida que se acumulaba la banalidad.

– Y las personas -dijo él; pregunta o afirmación, no estaba segura.

– ¿Las personas?

– ¿Cómo cuadran las personas en la ecuación?

– En las matemáticas existen infinitas posibilidades. Todo número es un número complejo. Puede ser real o imaginario, y los reales pueden ser racionales o irracionales. Racionales como los enteros y fracciones, irracionales como el álgebra o los números trascendentales.

– ¿ Trascendentales?

– Reales, pero no algebraicos.

– Ya veo.

– Como pi.

– ¿Qué me está diciendo, señorita Aspinall?

– Le hablo del modo más sencillo posible, al nivel más básico de las matemáticas, y ya hay cosas que no entiende del todo. Es un lenguaje secreto. Hay muy pocas personas que lo conozcan y puedan hablarlo.

– Eso sigue sin explicar el modo en que las personas encajan en su mundo.

– Me limitaba a demostrarle que los números pueden ser complicados del mismo modo que las personas. Y otra cosa… Yo también soy una persona, con todas las necesidades humanas normales. No siempre hablo en algoritmos.

– Los números son más estables que las personas, diría yo. Más predecibles.

– No me he cruzado con ningún número emocionado… todavía -admitió ella, sintiendo las manos enormes a los costados, batiendo como alas de albatros-, y es por eso, supongo, que es posible hacer que cuadren las cosas… de vez en cuando.

– ¿Son importantes las soluciones para usted?

Andrea lo contempló durante un momento, desconcertada por el peso de entrevista que acompañaba a la pregunta. Sus ojos no se apartaron ni un milímetro de los de ella. Perdió el partido.

– Me gusta resolver problemas. Esa es la recompensa. Pero no siempre es posible y trabajar en pos de algo puede resultar igual de satisfactorio -dijo, sin creérselo, pero pensando que tal vez a él le complaciera.

Tras aquella retahila de fiestas su tutor la envió a Oriel a hablar con alguien sobre «cuestiones relativas al esfuerzo bélico». La envió a un doctor que le realizó una revisión médica de media hora. No supo nada durante una semana hasta que volvieron a convocarla a Oriel y se encontró firmando la Ley de Secretos Oficiales para que, al parecer, le pudieran impartir un curso de mecanografía y taquigrafía. Pensó que iba encaminada hacia un centro de descodificación, a los que había oído que enviaban a muchos de los otros estudiantes de matemáticas, pero en lugar de eso le proporcionaron un adiestramiento adicional. Puntos de entrega de mensajes secretos, tinta invisible, uso de cámaras en miniatura, seguimiento de personas, hablar con gente fingiendo ser otro para descubrir lo que saben… juegos de improvisación, lo llamaban. Las minúsculas artes del engaño. También le enseñaron a disparar una pistola, montar en moto y conducir un coche.

La enviaron a casa a principios de julio a la espera de una misión. Una semana después Rawlinson se puso en contacto con ella y le dijo que iba a ir a tomar el té con su madre. Era importante establecer una situación de normalidad en casa, y había que contarle algo oficial a su madre sobre lo que iba a hacer su hija aunque, desde luego, no la realidad.

– ¡Andrea!

Su madre le gritaba desde el vestíbulo por el hueco de las escaleras. Apagó el cigarrillo en la pared y volvió a meter la colilla en el paquete. -¡Andrea!

– Ya voy, madre -dijo, mientras abría la puerta de golpe. Contempló desde arriba de las escaleras el rostro blanco de luna pero no tan luminoso de su madre, situado en la curva del pasamanos.

– Ha venido el señor Rawlinson -dijo con un escénico susurro.

– No le he oído llegar.

– Bueno, pues aquí está. Zapatos.

Volvió al dormitorio descalza, se puso los horribles zapatos de su madre y se los ató. Olisqueó el aire, todavía lleno de humo, comportándose todavía como la nenita de mamá. Definitivamente, para nada una espía.

– Es muy joven, ¿sabe? -oyó que decía su madre en el salón-. Es decir, que tiene diecinueve años, no veinte, aunque no los aparente. Fue a un colegio de monjas…

– El Sagrado Corazón de Devizes -dijo Rawlinson-. Buen colegio.

– Y fuera de Londres.

– Lejos del bombardeo.

– No fue por el bombardeo, señor Rawlinson -aclaró su madre, sin explicar por qué había sido.

Andrea hizo acopio de fuerzas para soportar el tedio del comportamiento formal de su madre delante de extraños.