– Ha llevado una vida recluida -observó Rawlinson.
– Eso dice mi madre.
– El Sagrado Corazón. Luego Oxford. Muy recluida.
– También pasé un tiempo aquí durante los bombardeos -dijo Andrea-. Eso también fue una vida recluida.
Rawlinson se tomó un tiempo para dar con el chiste y gruñó, reacio a que le divirtieran.
– De modo que se encontrará bien en Lisboa -dijo, levantándose bruscamente de la silla y asestándole con la pierna un golpe tremendo a la mesa.
«Trabajará como secretaria para un ejecutivo de la Shell Oil llamado Meredith Cardew -dijo Rawlinson, dirigiéndose al cielo-. Se trata más bien de una vacante fortuita. La última chica se casó con un portugués. Al marido no le gusta que trabaje. Está embarazada. Se le ha dispuesto un alojamiento, cuya elección no trataré de explicar pero que constituye el elemento crucial de su misión. ¿Cómo está en física?
– Tengo el certificado del colegio.
– Tendrá que bastar. Realizará algunas traducciones. Revistas científicas alemanas al inglés para los estadounidenses, de modo que tendrá trabajo de sobra, con lo de ser secretaria de Cardew y demás. Sutherland y Rose están a cargo de la sección de Lisboa. Se comunicarán con usted por medio de Cardew. Un coche la recogerá el sábado por la mañana y la llevará a la base de la RAF de Northolt donde le entregarán la documentación Para viajar a Lisboa. Al aeropuerto la irá a buscar un agente llamado James -Jim- Wallis que trabaja para una compañía de importación y exportación del puerto. La llevará a la casa de Cardew, en Carcavelos, a las afueras de Lisboa. Todo lo que necesita saber a estas alturas consta en el expediente que la señorita Bridges le entregará y que usted leerá aquí y memorizará.
Le dio la espalda al sol. Su cara, iluminada por detrás desde la ventana, se nubló. Alargó la mano.
– Bienvenida a la Empresa -dijo.
– ¿La Empresa?
– Así nos llamamos entre nosotros.
– Gracias, señor.
– Lo hará muy bien -dijo él.
La señorita Bridges la instaló en una habitación pequeña al lado de su despacho con el expediente. No era muy largo. Los cambios que habían introducido en su vida eran pequeños pero significativos. Desde ese momento iba a llamarse Anne Ashworth. Sus padres vivían en Clapham Northside. Su padre, Graham Ashworth, era contable y su madre, Margaret Ashworth, ama de casa. Sus vidas hasta la fecha habían sido casi demasiado aburridas para leérselas. Digirió el material, cerró el archivo y se fue.
Cruzó St James's Park y el Mall y recorrió la calle St James hasta llegar a la calle Ryder, donde sabía que su madre trabajaba en una oficina del Gobierno. Se plantó en el lado de St James opuesto a la entrada de la calle Ryder y esperó. Al mediodía las calles empezaron a llenarse de gente que salía a comer algo. Los hombres se zambullían en los pubs, las mujeres en los salones de té. La cara blanca de su madre apareció en la entrada del 7 de la calle Ryder y avanzó hacia St James. Andrea la siguió desde la otra acera hasta el parque. Giró a la derecha frente al lago y escogió un banco con vistas a la Isla de los Patos y la Horse Guard Road.
El paso distintivo de Rawlinson era inconfundible. Llegó desde el otro lado del parque y se sentó junto a su madre en el banco. Miraron juntos los animales. Rawlinson tenía la mano apoyada en el bastón con puño de cabeza de pato. Al cabo de unos minutos le cogió la mano a su madre; Andrea vio la unión justo por debajo de las dos tablas de madera del respaldo del banco. Un perro vagabundo se paró a husmear a sus pies y siguió adelante. Su madre se volvió para mirar el costado de la cara de Rawlinson y le dijo algo al oído, a tan sólo unos centímetros de distancia. Se quedaron allí durante media hora y después avanzaron juntos, pero sin tocarse, hacia el puente que cruzaba el centro del lago, donde se separaron.
Andrea hizo tiempo en una biblioteca pegada a Leicester Square hasta entrada la tarde. Rawlinson salió puntual del trabajo. Andrea lo vio enfilar la botavara hacia Petty France y meterse en la estación de metro de St James's Park. Lo siguió hasta un adosado de la calle Flood, en Chelsea.
Una mujer le salió al encuentro en la puerta, le dio un beso y le quitó el sombrero. La puerta se cerró y a través de los cristales emplomados Andrea vio cómo el abrigo se desprendía de sus hombros. El mismo abrigo cuyas hombreras le había alisado su madre la tarde anterior. El perfil difuso de Rawlinson apareció en el marco de la ventana de la sala y desapareció engullido por un sillón. La mujer fue a la ventana, miró directamente a través de los visillos al rostro atónito de Andrea y después a un lado y otro de la calle como si esperara a alguien.
Andrea volvió a pie a Sloane Square y cogió un autobús hasta Clapham Common, con los pies en carne viva a causa del cuero duro de los zapatos de su madre. Estaba furiosa por los años pasados viendo cómo su madre apilaba los ladrillos del austero edificio de su hipocresía. Llegó cojeando a casa, arrastró los pies torturados por las escaleras de madera y se derrumbó boca abajo sobre la cama.
La mañana siguiente, durante el desayuno, su madre se plantó en el umbral bien envuelta en una bata de seda color burdeos. Andrea se dio cuenta de que sopesaba seis o siete frentes de ataque antes de poner la tetera en el fuego: la solución inglesa a la confrontación personal.
– Me han dado el trabajo -anunció Andrea.
– Lo sé.
– ¿Cómo?
– La secretaria del señor Rawlinson me llamó a la oficina -dijo-, lo cual fue muy considerado, me parece.
Andrea inspeccionó una vez más a su madre en busca de pistas. Los omoplatos cambiaron de posición bajo la seda.
– ¿Te gusta el señor Rawlinson? -preguntó.
– Parece muy agradable.
– ¿Crees que podría gustarte… más?
– ¿Más? -dijo ella, volviéndose hacia su hija-. ¿Qué quieres decir con «más»?
– Ya sabes -replicó Andrea, con un encogimiento de hombros. -Por todos los santos, sólo le he visto una vez. Lo más probable es que esté casado.
– Sería una pena, ¿verdad? -dijo Andrea-. En cualquier caso, el próximo fin de semana ya no estaré aquí.
– ¿Y eso que se supone que significa?
– Vaciaré mi habitación. Podrías tener un inquilino.
– Un inquilino -repitió la señora Aspinall, horrorizada.
– ¿Por qué no? Pagan dinero. No te vendrían mal unas libras de más, ¿verdad?
La señora Aspinall se sentó frente a su hija, que apoyaba un antebrazo a cada lado del plato, con las manos colocadas sobre la mesa como arañas.
– ¿Qué te pasó ayer por la tarde?
– Nada. Después de Rawlinson, fui a la biblioteca.
– Tú te vas. Tienes toda la vida por delante. Yo me quedo. No habrá nadie más. ¿No te parece que me sentiré sola? ¿Has pensado en eso?
– Eso depende de si estás sola.
Su madre parpadeó. Andrea decidió que la frase era su tiro de despedida. Volvió la vista desde el pie de las escaleras; su madre seguía en la misma posición y la tetera silbaba locamente en sus oídos.
Andrea se aplicó sin tardanza a reunir sus escasas prendas y libros. Su madre subió con estruendo por las escaleras. Se entabló medio minuto de silencio hostil mientras vacilaba frente a la puerta del dormitorio. Se alejó. Corrió el agua en el baño.
Quince minutos después la señora Aspinall entró en la habitación vacía de Andrea, donde sólo había una maleta en el centro del suelo. Todo vestigio de su hija había desaparecido ya.
– Has hecho el equipaje -dijo-. Pensaba que no te ibas hasta el sábado.
– Quería organizarme.
La cara de su madre resultaba indescifrable, había demasiadas cosas en marcha a la vez para que cualquier emoción se hiciera ostensible.
El complicado mundo de los adultos.
7
Sábado, 15 de julio de 1944, aeropuerto de Lisboa.