Andrea aterrizó en Lisboa a las tres de la tarde, con la adrenalina de su primer vuelo todavía desbocada por las venas. El calor le salió al encuentro a la puerta del avión junto con el olor del metal caliente, el alquitrán y el combustible de aviación vaporizado. Sacó las gafas de sol de montura blanca que su madre le había regalado para protegerse los ojos y dio sus primeros pasos en tierra extranjera como Anne Ashworth.
El sol caía a plomo sobre los despejados terrenos del aeropuerto. Más allá, el paisaje ondeaba bajo el calor acumulado. Los troncos de las palmeras serpenteaban hasta sus copas raídas. El suelo plano en que se alzaban resplandecía con brillo de espejo. No se movía nadie, ni un pájaro, en la tórrida tarde.
El nuevo aeropuerto, que apenas tenía dieciocho meses, presentaba líneas rectas, duras, fascistas; el edificio principal estaba dominado por la torre de control, erizada de antenas. Policías armados patrullaban por el interior observando a todos los presentes, que a su vez no miraban a nadie, retraídos, tratando de desaparecer. El rostro moreno de Andrea con las gafas de sol blancas llamaba la atención y el funcionario de aduanas la seleccionó con dos dedos indicadores y un cigarrillo que dejaba una estela de humo.
La observó con ojos oscuros de pestañas largas mientras abría la maleta, con labios invisibles bajo el tupido bigote. Los otros pasajeros desfilaron por delante sin merecer apenas una mirada rápida a su equipaje. El funcionario desordenó su maleta, sacudió su ropa interior y hojeó sus libros. Encendió otro cigarrillo y tanteó el forro con la vista alzada hacia ella, que desvió la mirada al espacio vacío, aburrida. La mirada del funcionario rara vez estaba en su trabajo, sino más bien en sus caderas, o taladrándole el busto. Ella le dedicó una media sonrisa nerviosa. La mueca que recibió como respuesta exhibía dientes podridos marrones y negros, bordeados de liquen. Andrea se estremeció. Los ojos tristes del funcionario se endurecieron y se alejó del mostrador. Andrea rehizo la maleta.
El único hombre que quedaba en el área de llegadas no admitía dudas respecto a su nacionalidad. Pelo rubio peinado hacia atrás en carriles rectos, leve bigotillo dibujado, chaqueta de tweed a pesar del calor, corbata de la facultad. Lo único que le faltaba era un silbato colgado al cuello para pitarle a los niños que se salían de la fila.
– Wallis -se presentó-. Jim.
– Ashworth -replicó ella-. Anne.
– Espléndido -dijo él, mientras le cogía la maleta-. Ha estado allí dentro mucho tiempo.
– Me han hecho una demostración de colorido local.
– Ya veo -comentó él, sin saber muy bien de qué le hablaba, pero interesado de todas formas-. Yo la llevaré a casa de Cardew, en Carcavelos. Se lo dijeron, ¿verdad?
– Lo dice como si pudieran no haberlo hecho.
– La comunicación es pésima en este equipo -dijo él.
Metió su equipaje en el maletero de un Citroen negro y se puso al volante. Le ofreció un cigarrillo.
– Três Vintes, los llaman. No están mal. Ni punto de comparación con los Woodies, de todas formas.
Los encendieron y Wallis se dirigió a toda velocidad al centro de Lisboa, que a esa hora y con aquel calor estaba en silencio. Asomó un codo por la ventanilla y echó un vistazo a hurtadillas a las piernas de Andrea.
– ¿Tu primera estancia en el extranjero? -preguntó.
Ella asintió.
– ¿Qué te parece?
– Me lo imaginaba… más antiguo.
– Esto de aquí son todos edificios nuevos. Salazar, el tipo que manda, nos ha sacado tanto dinero… y a los alemanes -ya sabes, que si el volframio, las sardinas y demás-, que está construyendo una ciudad nueva, nuevas autopistas, un estadio, toda esta parte residencial -bairros, los llaman aquí-, todo nuevecito. Se habla incluso de tender un puente de lado a lado del Tajo. Ya verás, pero… cuando lleguemos al centro. Ya verás.
Los neumáticos del Citroen chirriaron al adelantar un carro tirado por muías que llevaba a ocho personas. Las ruedas de madera traqueteaban sobre los adoquines. Los perros atados con cuerdas a los ejes trotaban a la sombra con la lengua fuera. Las caras anchas y morenas de las mujeres les miraban sin ver.
– Tomaremos la ruta panorámica -anunció Wallis-. Las colinas de Lisboa.
Anne, que ya había asumido este nombre como suyo de forma permanente, se inclinó hacia él cuando bordearon la Praça de Saldanha y sus caras se acercaron de repente, la de él con interés más que profesional, lo cual ocasionó a Anne algo de satisfacción infantil. Bajaron disparados por la colina hacia Estefania, rodearon la fuente y cruzaron a gran altura por encima de otra calle hasta llegar a la Avenida Almirante Reis. Wallis aumentó la velocidad a lo largo de la prolongada avenida recta. Aparecieron unos cables por encima de sus cabezas y los neumáticos tropezaron con los raíles del tranvía incrustados en los adoquines. Las murallas del Castelo Sao Jorge, muy por encima de ellos, se veían borrosas en la neblina del calor, al igual que los oscuros pinos que remataban la colina. Llegaron a una zona que parecía haber sufrido un reciente bombardeo, donde incluso los edificios que seguían en pie parecían decrépitos y a punto de desmoronarse, con las paredes y techos cubiertos de hierba y el yeso de las fachadas descascarillado y lleno de costras.
– Esto es la Mouraria, que están demoliendo para hacer un poco de limpieza. Al otro lado de la colina está la Alfama, el mejor sitio para vivir en Lisboa en tiempos de los moros, pero se fueron en la Edad Media. Tenían miedo de los temblores de tierra. Y ya ves, ese barrio fue uno de los pocos que sobrevivió al gran terremoto de 1755. Créeme, aquello es como una medina, bastante insalubre; y yo puedo hablar porque estuve en Casablanca hasta el año pasado.
– ¿Qué hacías allí?
– Cocinar cosas en la casbah.
Llegaron a una plaza cuyo centro estaba dominado por un descomunal mercado cubierto de hierro forjado. Policías, montados y a pie, patrullaban la zona. La calzada estaba llena de los adoquines que se habían arrancado y lanzado de los pavimentos ahora picados de viruela. Una manteigaria de la esquina había resultado medio destruida: no le quedaban cristales en las puertas ni en las ventanas, y había dos mujeres dentro limpiando los destrozos. El toldo de la tienda estaba desgarrado pero aún lucía las palabras carnes fumadas.
– La Praça da Figueira. Esta mañana ha habido disturbios. La manteigaria vendía chouriços rellenos de serrín. El racionamiento ya es lo bastante malo sin eso, porque Salazar se lo vende todo a los alemanes. La gente se ha enfadado. Los comunistas han enviado a unos cuantos provocadores, la Guarda ha aparecido a caballo. Se han partido unas cuantas cabezas. Aquí en Lisboa hay dos guerras en marcha: nosotros contra los alemanes y el Estado Novo contra los comunistas.
– ¿Estado Novo?
– El Nuevo Estado de Salazar. El régimen. No es muy diferente de los cabrones contra los que luchamos. Policía secreta, entrenada por la Gestapo, llamada la PVDE. La ciudad está infestada de bufos, informadores. Las cárceles… Bueno, mejor que no entres en una cárcel portuguesa. Antes hasta tenían campos de concentración en las islas de Cabo Verde. Tarrefal. La frigadeira, lo llamaban… la sartén. Esto es la Baixa, la parte comercial de la ciudad. Totalmente reconstruida por el marqués de Pombal después del terremoto. Otro hombre duro. Los portugueses parecen necesitarlos cada varios cientos de años.
– ¿Necesitar qué?
– Un cabrón.
Bordearon una plaza con una alta columna en el centro y tomaron una vía de acceso que partía de la esquina. Wallis aceleró para remontar la abrupta colina. Una pasarela de metal cruzaba la calle muy por encima de los edificios, conectada a un ascensor.
– El Elevador do Carmo, construido por Raoul Mesnier. Te lleva de la Baixa al Chiado sin sudar una gota.
Viraron a la derecha y metieron la primera para remontar la colina. Anne se iba empapando de lo diferente que era todo. Más policías de caqui con pistolas enfundadas en cuero. Gorras cuadradas con visera. Tiendas con cristales negros y letras doradas. El Cha e café de Jerónimo Martims. Chocolates. Aceras anchas con motivos geométricos en blanco y negro. Otra curva. Otra colina abrupta. El paso de otro tranvía colina abajo, entre chirridos y gruñidos. Caras morenas impasibles en las ventanillas. Wallis señaló hacia su lado. Por debajo se extendía la Baixa en cuadrados de tejas rojas. El castillo seguía desdibujado, pero ya al mismo nivel que ellos al otro lado del valle.