– La mejor vista de Lisboa -comentó Wallis-. Te enseñaré la embajada y después te llevaré a la orilla del mar.
Recorrieron el Largo do Rato y el Jardim da Estrela y giraron a la izquierda por delante de una enorme catedral con cúpula y torres gemelas.
– La Basílica da Estrela -explicó Wallis-. Construida por María I a finales del siglo XVIII. Dijo que construiría una catedral si daba a luz un hijo, cosa que hizo. Empezaron a construirla y el niño murió dos años antes de que la terminaran. Viruela. Pobre chaval. Pero así es Lisboa.
– ¿Así es Lisboa?
– Un sitio triste… para los melancólicos. ¿Tú lo eres?
– ¿Melancólica? No. ¿Y usted… señor Wallis?
– Jim. Llámame Jim.
– No parece que tengas esa inclinación, Jim.
– ¿Yo? No. No tengo tiempo. ¿Por qué voy a estar triste? No es más que la guerra. Vamos a ver al enemigo.
Dio la vuelta a la basílica, remontó una cuesta corta y bajó hasta Lapa. Entraron tranquilamente en una placeta en la que se alzaba una gran mansión tras puertas y altas verjas de hierro forjado. Del mástil de encima de la puerta pendía una bandera con la esvástica. En el jardín crecían dos mustias palmeras datileras. Por encima de una ventana trepaba una llama de buganvillas violetas. Se distinguía el azul del Tajo por encima de los tejados. Por una vez Wallis no dijo ni palabra. El coche se precipitó por otra pendiente corta, giró a la izquierda y a los cien metros Wallis señaló colina arriba con la barbilla hacia la bandera del Reino Unido que colgaba de un largo edificio rosa a media altura de la loma.
– Somos prácticamente vecinos -dijo-. No te llevaré hasta allí. Siempre hay bufos merodeando en el exterior en busca de caras nuevas, listos para chivarse de cualquier cosa a los alemanes.
Bajaron por la colina y salieron a los muelles de Santos. Wallis giró a la derecha y se encaminó hacia el oeste por la orilla del Tajo hasta salir a la boca del estuario. La carretera avanzaba pegada a la costa, paralela a las vías del tren.
En Carcavelos, a la altura de un antiguo fuerte grande y marrón, se apartaron de la orilla y atravesaron el centro del pueblo hasta salir por el otro lado, donde se detuvieron frente a una gran casa sombría que se alzaba solitaria tras un alto muro. Los dos pinos adultos del jardín proyectaban sombras oscuras sobre las ventanas. Wallis tocó el claxon y el jardinero apareció entre los arbustos para abrir la puerta.
– Esta es la casa de Cardew -dijo Wallis-, tu jefe en la Shell, pero antes te verás con tus otros jefes: Sutherland y Rose.
Wallis sacó el equipaje, llamó al timbre, volvió al coche y salió marcha atrás. Una doncella abrió la puerta, cogió la maleta y condujo a Anne por un pasillo hasta una habitación con las persianas bajadas donde la esperaban dos hombres, uno fumando en pipa y el otro un cigarrillo. La doncella cerró la puerta. Los dos hombres se levantaron. El alto y delgado con el pelo castaño peinado hacia atrás se presentó como Richard Rose. El otro, más bajo, con el pelo espeso, moreno y ondulado se limitó a decir: «Sutherland». Los dos iban en mangas de camisa, puesto que la habitación estaba cargada a pesar de que las cristaleras permanecían medio abiertas al jardín.
Sutherland contempló a Anne desde debajo de sus cejas oscuras. Tenía manchas violáceas en las comisuras de sus ojos azules. Su piel era blanca y pálida. Señaló una silla con la boquilla de la pipa.
– Wallis se ha tomado su tiempo -dijo.
– Me parece que me ha dado un paseo de presentación.
Sutherland se consagró a su pipa durante un rato. Sus labios, extrañamente azulados, besaban la boquilla. Era un hombre tranquilo, sin expresión en los ojos o la boca, y apenas movimientos corporales. «Un lagarto», pensó Anne.
– Es usted lo que aquí llaman morena -dijo Rose.
– Lo opuesto a loira -añadió ella-. Rubia. Tarambana.
Eso a Rose no le gustó, quizá demasiado atrevido en su primer día. Sutherland sonrió tan rápido y con tan poca amplitud que todo lo que ella vio fue una columna marrón en el lado izquierdo de sus incisivos, teñidos de tabaco.
– No pensaba que hablar portugués formara parte de su tapadera -observó Sutherland, con voz procedente de algún punto por debajo de su garganta, separando los labios para que salieran las palabras pero sin moverlos.
– Lo siento, señor.
– Este sitio… Lisboa -aclaró-, es… a lo mejor Wallis se lo dijo, una ciudad muy peligrosa para los descuidados. Uno podría pensar que lo peor ya ha pasado, ahora que hemos desembarcado en Normandía, pero aún quedan situaciones muy críticas, situaciones de vida o muerte, para los hombres del mar y del aire. El objeto de nuestra organización de inteligencia es hacer que esas situaciones sean más seguras, no exacerbarlas con la irreflexión.
– Por supuesto, señor -dijo Anne, pensando: «Pomposo».
– La información es vital. Existe un mercado activo en todos los bandos. Nadie es inocente. Todos venden o compran. Desde doncellas y camareros hasta ministros y empresarios. El clima general es más tranquilo. Ya se han embarcado muchos de los refugiados, de modo que el circuito de los rumores es más estrecho y existe menos desinformación. Hemos ganado la guerra económica. Salazar ya no teme una invasión nazi y ha clausurado las minas de volframio. Hacemos todo lo posible por asegurarnos de que no le echen mano a ningún otro producto de utilidad. Como resultado vemos las cosas más claras pero, aunque hay menos jugadores en el campo, y menos complicaciones, la cosa se ha convertido en un asunto mucho más sutil porque en este momento, señorita Ashworth, estamos en el final de la partida. ¿Juega al ajedrez?
Ella asintió, hipnotizada por la intensidad del rostro desapasionado de Sutherland, emocionada por la sangre que corría por su cuerpo más rápido ahora que se encontraba cercana a la corriente, a la vida. Todo su adiestramiento parecía pura teoría. En menos de una hora se le había revelado un mundo nuevo; no sólo el lugar, Lisboa, sino también una inmediata sensación del poder de la clandestinidad. El privilegio de saber cosas que nadie más sabía. El humo se alejaba flotando de la pipa que se sostenía a poca distancia del rostro de Sutherland, trazaba volutas en la magra luz que entraba por las rendijas de las persianas y desaparecía en el techo alto.
– Parte de su misión es de índole social. En ese campo no hay líneas claras. ¿Quién es quién? ¿Quién juega para quién? Hay gente poderosa, gente rica, gente que ha amasado una gran cantidad de dinero con esta guerra, nuestro y de los alemanes. Conocemos a algunos, pero queremos conocerlos a todos. Resulta importante a tal efecto que usted hable portugués, o más bien lo entienda, y, al mismo tiempo, que nadie esté al corriente de ello. Lo mismo digo respecto a su alemán. Sólo lo empleará en la oficina para traducir esas revistas.
– ¿Qué es en concreto lo que les interesa a los estadounidenses de esas revistas?
Sutherland incluyó a Rose en la conversación con un gesto, que ofreció un repaso histórico de la capacidad nuclear de los alemanes desde sus primeros experimentos exitosos de fisión en 193 8 hasta el descubrimiento por parte de Weizsacker del Ekarhenium, el nuevo elemento vital para fabricar la bomba. Mientras Rose hablaba, Sutherland contemplaba a la joven. No prestaba atención porque no entendía nada y veía que a ella también le estaba costando.
– El 19 de septiembre de 1939 Hitler dio un discurso en Danzig en el que amenazaba con emplear un arma contra la que no habría defensa -dijo Rose-. Los estadounidenses están convencidos de que se refería a una bomba atómica.