Dos capitanes, Karl Voss y Hans Weber, oficiales de inteligencia de veintitantos años a las órdenes del general Zeitzler, jefe del Estado Mayor, se encontraban en el exterior, pisoteando el suelo y fumando, cuando llegó Speer.
– ¿Quién es ése?-preguntó Voss.
– Sabía que me lo ibas a preguntar.
– ¿No te parece que se trata de una pregunta normal cuando pasa a tu lado alguien que no conoces?
– Te has olvidado de la palabra «importante». Cuando pasa a tu lado alguien importante.
– Que te den, Weber.
– Ya te tengo calado.
– ¿Qué?
– Vamos a entrar -dijo Weber mientras apagaba su cigarrillo.
– No, dímelo.
– Tu problema, Voss… es que eres demasiado inteligente. Con tu Universidad de Heidelberg y tu puto título de física, eres…
– ¿Demasiado inteligente para ser oficial de inteligencia?
– Eres novato, todavía no lo entiendes… Lo importante de la inteligencia es que no conviene ser demasiado inquisitivo.
– ¿De dónde sacas esas chorradas, Weber? -preguntó Voss con incredulidad.
– Te diré una cosa. Sé lo que ve la gente poderosa cuando nos miran a ti y a mí… y no es a dos individuos con una vida y una familia y demás.
– Entonces, ¿qué ven?
– Ven oportunidades -dijo Weber, e hizo entrar a Voss por la puerta de un empujón.
Volvieron a trabajar a la sala de operaciones, por el pasillo silencioso que llevaba a los aposentos de Hitler donde el Führer seguía encerrado con el ministro de Armamento, Fritz Todt, cuya llegada había puesto fin a la reunión de estrategia de esa tarde. Cuando los dos jóvenes capitanes volvieron a sentarse en sus puestos los dos hombres mayores seguían enfrascados en su conversación. Un poco antes les había servido la cena un ordenanza acostumbrado a los silencios glaciales, rotos tan sólo por el ocasional crujido de una silla de madera.
Voss y Weber trabajaron o, más bien, Voss trabajó. Weber empezó a cabecear casi en el mismo momento en que se sentaron en la sala mal ventilada. Sólo las sacudidas de los músculos de su cuello lo despertaban e impedían que estampara la cara en la mesa. Voss le dijo que se fuera a la cama. Los ojos de Weber se hundieron en sus órbitas.
– Venga -insistió Voss-. De todas formas, esto ya está casi listo.
– Esas -dijo Weber, que se puso en pie y señaló cuatro cajas de archivos-, tienen que salir con el primer vuelo de la mañana… a Berlín.
– A menos que el vuelo de Moscú ya esté inaugurado, querrás decir.
Weber gruñó.
– Ya aprenderás -dijo-. Para mí ya es hora de volver a la celda del monje. Mañana va a ser duro. Siempre está de malas después de que Todt le dé su informe.
– ¿Por qué? -preguntó Voss, todavía despierto, todavía capaz de pasar una noche en vela por el Frente Oriental.
– El primer lugar donde uno pierde una batalla es aquí -dijo Weber, inclinándose sobre Voss y dándose unos golpecitos en la cabeza-, y Todt ésa la perdió en junio. Es un buen hombre y un genio, y eso es una mala combinación para esta guerra. Buenas noches.
Voss conocía a Fritz Todt, al igual que todo el mundo, como inventor de las Autobahnen pero en ese momento era mucho más que eso. No sólo dirigía toda la producción de armas y municiones del Tercer Reich, sino que él y su Organización Todt eran los constructores de la Muralla Atlántica y los fondeaderos de submarinos que protegerían a Europa de cualquier invasión. También estaba a cargo de la construcción y reparación de todas las carreteras y vías férreas de los territorios ocupados. Todt era el mayor ingeniero de la construcción de la historia alemana y aquel era el mayor proyecto de todos los tiempos.
Voss estudió el mapa de operaciones. La línea del frente se extendía desde el lago Onega, quinientos kilómetros al sudoeste de Arcángel, en el mar Blanco, a través de Leningrado y las afueras de Moscú hasta llegar a Taganrog, en el mar de Azov, junto al mar Negro. Desde el Ártico hasta el Cáucaso todo era territorio alemán.
– ¿Y él cree que estamos perdiendo esta guerra? -se preguntó Voss en voz alta, sacudiendo la cabeza.
Trabajó otra hora o más y después salió para fumarse un cigarrillo y despejarse con el aire gélido. De vuelta vio al hombre apuesto que había llegado antes, sentado a solas en el comedor y, después, dirigiéndose hacia él desde la sala de operaciones, otra figura, que arrastraba los pies y tenía los hombros encorvados como si soportaran una carga penitencial. Tenía la cara gris, blanda y fláccida, como si se le desprendiera de su subestructura. Sus ojos estaban ciegos a todo lo que no fuera el inmenso cálculo que le ocupaba la mente. Voss se hizo a un lado para dejarlo pasar pero en el último momento parecieron virar el uno hacia el otro y sus hombros chocaron. La cara del hombre se reavivó con la sorpresa y en ese momento Voss lo reconoció.
– Disculpe, herr Reichsminister.
– No, no, ha sido culpa mía -dijo Todt-. Iba sin mirar.
– Piensa demasiado, señor -comentó Voss, en tono faldero.
Todt contempló al joven esbelto y rubio con mayor atención.
– ¿Trabajando hasta tarde, capitán?
– Sólo remato las órdenes, señor -respondió Voss, señalando con la cabeza la puerta abierta de la sala de operaciones.
Todt se quedó en el umbral de la sala y paseó la mirada por el mapa y las banderas de los ejércitos y sus divisiones.
– Ya casi la tenemos, señor -dijo Voss.
– Rusia -terció Todt, que deslizó los ojos hasta Voss- es un sitio muy grande.
– Sí, señor -corroboró el capitán tras una larga pausa en la que no se le ocurrió nada más.
– Los mapas de Rusia deberían ocupar toda la habitación -añadió Todt-. Para que los generales del Ejército tuvieran que caminar para desplazar sus divisiones, a sabiendas de que cada paso que dan supone quinientos kilómetros de nieve y hielo, o lluvia y barro, y en los pocos meses del año en que no se produce ninguna de las dos cosas deberían saber que la estepa se desdibuja bajo un calor silencioso, brutal y asfixiado de polvo.
Voss guardó silencio, embrujado por el retumbo atronador de la voz de su superior. Todt salió de la sala. Voss quería que se quedara, que continuase, pero no se le ocurría ninguna pregunta que no fuera banal.
– ¿Se va mañana con el primer vuelo, señor?
– Sí, ¿por qué?
– ¿A Berlín?
– Haremos escala en Berlín de camino a Munich. -Hay que llevar esos archivos a Berlín.
– En ese caso será mejor que estén en mi avión antes de las siete treinta. Hable con el capitán de vuelo en el aeródromo. Buenas noches, eh… capitán…
– Capitán Voss, señor.
– ¿Ha visto a Speer, capitán Voss? Me han dicho que ha llegado.
– Hay una persona en el comedor. Ha llegado hace un rato.
Todt se alejó y avanzó de nuevo arrastrando los pies por el pasillo. Antes de torcer hacia la izquierda para ir al comedor se volvió hacia Voss.
– No se imagine ni por un segundo, capitán, que los rusos están de brazos cruzados ante esa… esa situación que tiene ahí dentro -dijo, y desapareció.
No era de extrañar que el Führer estuviese de malas tras las visitas de Todt.
Transcurrió otra media hora y Voss fue a servirse un café al comedor. Speer y Todt estaban sentados uno a cada lado de una sola copa de vino, de la que bebía el mayor de los dos. Las diferencias estructurales entre ambos hombres eran acusadas. Uno estaba desplomado con evidentes muestras de hundimiento bajo los cimientos sólidos: siglo xix, fachada guillerminesca surcada de arrugas y grietas, con la pintura y la albañilería desmoronándose como caspa. El otro se alzaba en voladizo en un ángulo imposible, con líneas claras y definidas, la fachada Bauhaus moderna, morena, bella, despejada y brillante.
– Capitán Voss -dijo Todt, volviéndose hacia él-, ¿ha hablado ya con el capitán de guardia?