– No debe preocuparse por entender todo esto a la perfección. Es probable que tan sólo existan un puñado de científicos en todo el mundo que lo hagan -aclaró Sutherland-. Lo importante es que entienda la importancia de este final de partida en que todos estamos inmersos.
– ¿Por qué iban los alemanes a contarles todo esto en una revista de física y publicarlo? ¿No debería ser alto secreto?
Sutherland hizo caso omiso de la pregunta.
– La cuestión es que los aliados disponen de su propio programa atómico. Tenemos nuestro Ekarhenium, el elemento 94, que por razones de seguridad denominamos «49».
«Brillante -pensó Anne-, darle la vuelta a los números.»
– En Marzo de 1941 Fritz Reiche, un físico alemán que huía de los nazis, pasó por Lisboa de camino a Estados Unidos -prosiguió Rose-. Aquí lo acogió la Comisión de Refugiados Judíos y antes de subirlo al barco de Nueva York tuvimos una reunión con él en la que nos advirtió que en Alemania existía en efecto un programa de bombas. Ahora sabemos que en algún punto de Berlín están construyendo una pila atómica para la creación de Ekarhenium. También sabemos que Heisenberg fue a ver a Niels Bohr, el físico danés, y que discutieron sobre si la guerra atómica era un camino correcto para la física. Se produjo una ruptura entre los dos a raíz del programa de bombas activo de Alemania. Heisenberg también esbozó, a grandes rasgos, los rudimentos de una pila atómica. Desde entonces Bohr ha dejado Dinamarca y se ha pasado a los estadounidenses. ¿Ha estado en Londres desde junio?
– Sí, señor.
– De modo que conoce las bombas volantes… los cohetes VI.
– Sí, señor.
– Creemos que se trata de los prototipos para lanzar una bomba atómica sobre Londres.
De repente hacía frío en la habitación a pesar del calor insufrible del exterior. Anne se frotó los brazos. Sutherland dio unas chupadas de su pipa, que borboteó como un pulmón tubercular colgado de la boquilla.
– Su trabajo diario en la oficina de Cardew consistirá en microfilmar las dos revistas alemanas de física Zeitschrift für Physik y Die Naturwissenschafen y proporcionarnos a Sutherland y a mí traducciones mecanografiadas de cualquier artículo que trate de física atómica -dijo Rose-. Más importante que eso es el alojamiento que hemos logrado proporcionarle en Estoril. Cardew se ha volcado en entablar una buena relación social con un tipo llamado Patrick Wilshere. Se trata de un acaudalado hombre de negocios de cincuenta y tantos años, con contactos y empresas en las colonias portuguesas, sobre todo Angola. También es irlandés, católico y poco amante de Gran Bretaña. Tenemos informes de que vendía volframio, procedente de las concesiones mineras que la familia de su esposa tiene en el norte, exclusivamente a los alemanes, así como caucho y aceite de oliva de los terrenos familiares del Alentejo. Le ha ofrecido a Cardew una habitación de su nada desdeñable casa para una inquilina. Especificó una inquilina mujer.
Sutherland esperó a ver el efecto que aquello causaba en su nueva agente. Anne sentía la sangre leve y fría como el éter.
– ¿Qué se espera de mí? -preguntó, recortando cada palabra.
– Que escuche.
– Ha dicho que especificó que quería una inquilina.
– Prefiere la compañía femenina -dijo Rose, como si se tratara de algo que a él le pareciera comprensible.
– ¿Qué hay de su esposa? ¿No vive en la misma casa?
– Tengo entendido que la relación con su esposa se ha… deteriorado cierta medida.
Anne empezó a respirar con bocanadas profundas y lentas. Los muslos se le pegaban bajo el algodón de su vestido. El sudor parecía surgir como espinas de todas partes. Sutherland cambió de postura en la silla. Su primer movimiento corporal.
– Cardew cree que la mujer padeció una especie de crisis -dijo.
– ¿Quiere decir que está loca, además? -preguntó Anne, que se hacía una idea de lo que le esperaba.
– Tampoco es que le aulle a la Luna -aclaró Rose-. Son más bien nervios, me parece.
– ¿Cómo se llama?
– Mafalda. Está muy bien relacionada. Una familia excelente. Inmensamente ricos. La finca que tienen en Estoril es… magnífica. Un palacete. Con terrenos. Maravilloso -dijo Sutherland, vendiéndolo sin tapujos.
– ¿Le importa si fumo, señor? -preguntó ella.
Sutherland se despegó de su silla y le ofreció un cigarrillo de la caja de plata que estaba encima de la mesa. Se lo encendió con un pesado mechero georgiano de plata con paño verde en la base. Anne dio una intensa calada y vio que Sutherland cobraba vida en su campo visual.
– Cuénteme más de Wilshere -dijo, y, en el último momento-: por favor, señor.
– Le da a la bebida. Le gusta…
– ¿Significa eso que es un borracho?
– Le gusta tomarse una copa de vez en cuando -dijo Rose-. A usted también, por la información que nos ha llegado de las fiestas de Oxford. Buen aguante, decían.
– Eso es diferente de ser un borracho.
– Bueno, ya que estamos metidos en harina, también es jugador -dijo Sutherland-. El casino está prácticamente al pie de su jardín. ¿Usted…?
– Nunca he dispuesto de la suficiente liquidez.
– Pero es posible que sepa algo de probabilidad, por lo de sus matemáticas…
– No me interesa particularmente.
– ¿Y qué le interesa? -preguntó Rose.
– Los números.
– Ah, matemáticas puras -dijo, como si supiera algo-. ¿Qué la atrajo de eso?
– Cierta sensación de lo absoluto -dijo ella, con la esperanza de que funcionara.
– ¿Una sensación o la ilusión? -preguntó Rose.
– Podríamos hablar de un montón de abstracciones pero lo que las une, la lógica, es muy real, muy estricta e irrefutable.
– Yo, por mi parte, soy hombre de crucigramas -dijo Rose-. Me gusta ver el interior de las mentes de otras personas. El modo en que funcionan.
Anne fumó un poco más.
– Los crucigramas tienen también su propia manera de ser absolutos -dijo-, si a uno se le dan bien.
Se le clavaba la ropa. El sujetador le apretaba. La cinturilla le hacía nudos. No se estaba entendiendo con esos dos hombres y no sabía cómo había pasado. A lo mejor aquel primer intercambio y el último habían sido en efecto demasiado descarados. A lo mejor se habían hecho una imagen de ella con lo que habían leído, la habían ampliado y al final ella se había demostrado algo totalmente diferente. ¿De verdad era tan intratable?
– Lo que pasa con el espionaje es que el panorama siempre está incompleto. Trabajamos con fragmentos. Usted, sobre el terreno, más todavía. Puede que no siempre sepa lo que está haciendo, puede que no siempre aprecie la importancia de lo que oye. No hay soluciones y, aunque las hubiera, para empezar no habría sabido la pregunta. Escuche e informe -dijo Sutherland.
– Algo más que deberá escuchar en la residencia de los Wilshere, aparte de los nombres de la gente, tiene cierta importancia para el final de partida del que hablábamos antes -dijo Rose-. Para fabricar las bombas volantes, o cualquier cohete en realidad, los alemanes necesitan herramientas de precisión. Para montar esas herramientas hacen falta instrumentos cortantes de precisión. Necesitan diamantes. Diamantes industriales. Esos diamantes están entrando por aquí en barcos procedentes de África Central. Hemos tratado de registrar esos barcos cuando hacen escala en nuestros puertos, como Freetown, en Sierra Leona, pero no resulta tan fácil dar con un puñado de diamantes en un barco de siete mil toneladas. Creemos, pero no tenemos pruebas, que Wilshere trae los diamantes de Angola y los entrega a la Legación Alemana, desde donde son enviados por valija diplomática a Berlín. No sabemos cómo lo hace ni cómo le pagan por hacerlo. De modo que cualquier cosa que oiga sobre diamantes y el pago por ellos nos debe ser comunicada, por medio de Cardew, de inmediato.