– No me ha dicho si a usted le gusta Wilshere -dijo Anne, mientras se contemplaba en el retrovisor lateral.
Cardew fijó la vista en el parabrisas como si las entrañas de los insectos aplastados pudieran llevarlo a alguna parte. Se detuvieron frente a un portalón de filigrana; los muros se curvaban hacia arriba y descendían hasta postes de piedra maciza, cada uno rematado por una piña gigante tallada. En un panel de azulejos estaban escritas las palabras «Quinta da Aguia» y en las puertas de hierro forjado, el intrincado monograma «QA».
– Esto le dará una idea de cómo es -dijo Cardew-. Antes esto se llamaba Quinta do Cisne, la casa del cisne, más o menos. La ha rebautizado como Quinta del Águila. Una bromita suya, me imagino.
– No la entiendo.
– Hace negocios con los americanos y los alemanes. Los dos países emplean el águila como símbolo nacional.
– A lo mejor se limita a ser un caballero.
– ¿Cómo es eso?
– Hacer que todos se sientan a gusto… a menos que se trate de Marjorie -dijo ella.
La avenida estaba embaldosada desde la entrada hasta la casa, en color blanco con motivos geométricos negros, como los que había visto en las aceras de Lisboa. Estaba bordeada de adelfas rosas, muy crecidas, parecían árboles. Salieron de las adelfas a la explanada de enfrente de la casa, que tenía una fuente en el centro; el agua manaba de la boca de un delfín. El césped avanzaba en pendiente hasta los setos lejanos y un sendero empedrado recorría uno de los laterales hacia el final del jardín y la posible salida ante una ruina financiera. La vista abarcaba los hoteles y las palmeras de la plaza principal de Estoril, la estación de tren y, más allá, el océano.
La casa en sí era enorme y tenía forma de caja, sin acumulación de añadidos; no era algo orgánico que hubiese crecido de acuerdo con las ideas o fortunas del propietario, sino una casa planificada, finalizada y jamás modificada. Su fealdad quedaba enmascarada por los flecos de hojarasca de una antigua glicinia cuyos afluentes alcanzaban los aleros del tejado de terracota. Caminaron hasta el porche con columnata, Anne inquieta por haber dejado la maleta en el coche.
Un hombre grotescamente encorvado abrió la puerta con la cabeza vuelta hacia un lado en ángulo recto respecto al cuerpo para poder mirar a Cardew a la cara. Llevaba frac negro y pantalones a rayas. Le seguía una mujer menuda y ancha vestida también de negro con un delantal y una cofia blancos. El portugués de Cardew sonaba como un pedido de pastas para el té pero resultaba lo bastante inteligible para el viejo, que se sacó una vara de detrás de la chaqueta y partió hacia el coche con la mujer a remolque. Apareció otra doncella, alisándose el delantal. Era más pequeña incluso que la primera y tenía una cara pellizcada y estirada tan larga como la de un zorro. En ella titilaban unos ojos minúsculos, cerrados por la desnutrición durante el embarazo. Hubo un intercambio de opiniones y la doncella partió hacia el fondo del vestíbulo de suelo a cuadros blancos y negros, que estaba rodeado por paneles de roble y una escalera que subía a la galería del piso de arriba. Del techo de madera colgaba en cascada una enorme araña de hierro.
A cada lado de la puerta por la que había desaparecido la doncella había dos vitrinas de cristal llenas de figurillas naíf de arcilla de brillantes colores. Sobre ellas pendían oscuros cuadros al óleo sin restaurar con pesados marcos dorados. En uno aparecía el rostro severo de un ancestro barbudo como visto a través del humo de una batalla; la mujer de pie junto a su silla era pálida y ojerosa, como si la enfermedad constituyera su modo de vida.
– Los padres de Mafalda -dijo Cardew-. El conde y la condesa. Muertos ya. Ella lo heredó todo.
Tras ellos el viejo y la doncella avanzaban trabajosamente con la maleta de Anne suspendida de la vara entre los dos. Empezaron a subir las escaleras e hicieron una pausa en el primer rellano. El anciano se agarró a la bola reluciente de la esquina de la barandilla, entre jadeos. Anne sintió el impulso de subir a ayudarlo y, al notarlo, Cardew la cogió por el codo. La otra doncella volvió con pasos de la longitud de las baldosas, cortando el aire con su cara zorruna, suspicaz, olfateándolos. Cardew guió a Anne por un tramo de pasillo con el suelo de madera y una franja de alfombra en el centro, que tenía altos espejos de diversa índole a los lados, de forma que Anne aparecía delgada, rechoncha, ondulante. A la izquierda vislumbró un salón con una lámpara de araña. Al final del pasillo, justo antes de la cristalera que daba a la terraza de atrás, giraron a la derecha para entrar en una sala larga y alta cuyas seis ventanas alargadas daban al jardín. Las persianas estaban abiertas y sus motivos azules y dorados se desvanecían ante el feroz sol del verano.
Por la cantidad de muebles que había en la habitación daba la impresión de que se celebraba una subasta, de que mapas y brújulas podrían haber sido de ayuda. El mobiliario no estaba conjuntado de ningún modo; los colores se enfrentaban, el brocado y el terciopelo se hacían incómoda compañía y las apagadas alfombras parecían abochornadas por lo chillón y recargado del conjunto. Al fondo de la habitación había una chimenea de mármol tallado que contenía un friso en bajorrelieve de algún pueblo antiguo, corintios o fenicios, enzarzados en eterna contienda con fieras. Sobre la chimenea colgaba un cuadro, una escena de caza salvaje y sangrienta brutalidad, donde un jabalí ensartado chillaba y perros heridos volaban por los aires bajo la atenta mirada de jinetes armados con lanzas.
Patrick Wilshere estaba de pie bajo esa escena vestido con pantalones de montar, botas y una camisa holgada y sin cuello con el último botón desabrochado. La descripción que había hecho Cardew de él como «raro» y «ha roto el molde» era un típico eufemismo. Wilshere había surgido de alguna novela de una época distinta, más romántica. Su cabello gris, retirado por detrás de las orejas, era largo, tan largo que descansaba sobre la primera vértebra de la espalda. Llevaba un bigote con las puntas mojadas y dobladas hacia arriba y tenía los bordes de los ojos arrugados como en perpetua búsqueda de cualquier diversión. Sus dedos, largos y elegantes, estaban cerrados en torno a un vaso ancho de cristal tallado medio lleno de líquido ámbar. Se apartó de un empujón de la chimenea en la que se apoyaba.
– ¡Meredith! -dijo desde el otro extremo de la sala, contento de verle, caluroso.
La doncella retrocedió y Anne siguió a Cardew por el curso existente entre los muebles hasta el pequeño remanso donde les esperaba Wilshere, que desprendía aún un vago hedor a caballo.
– Lo siento, no he tenido tiempo de cambiarme -dijo-. Llevo todo el día en las colinas, acabo de volver y necesitaba un empujoncito para ponerme en marcha. Tú debes de ser Anne. Encantado de conocerte. Llevas todo el día de viaje, me imagino. No te vendría mal refrescarte. Quitarte ese vestido y ponerte algo más cómodo. Sí. ¡MARÍA! Si no te acuerdas del nombre de las doncellas, tú grita María y vendrán dos o tres.
La criada volvió y se plantó en la puerta.
– Son todos pequeños, esta gente -dijo Wilshere-, pequeños como duendes. Son de la parte del país de mi mujer.
Hablaba un portugués perfecto. La doncella agachó el cuerpo y la cabeza en un intento de reverencia. Anne navegó por entre el mobiliario hasta la puerta y siguió a la doncella por las escaleras y un pasillo hasta una habitación que debía de quedar encima del fondo del salón. Estaba en una esquina de la casa, con vistas al mar y a Estoril. Tenía baño privado que daba a la terraza y, detrás de unos setos, a una pista de tenis de hierba, marrón a causa del sol. La bañera de hierro forjado tenía patas con forma de garra aferradas a mundos en miniatura. De la pared brotaba una alcachofa de ducha del tamaño de una sartén. La doncella salió y cerró la puerta. Anne esperó a que se desvanecieran los pasos, corrió hacia la cama con cuatro columnas, se lanzó sobre ella hecha una loca y se retorció suntuosamente. Se quedó tumbada con los brazos extendidos, tratando de abarcar su nuevo mundo.