– Yo no suelo tomar postre -dijo Wilshere-. No soy goloso.
Tintineó con la cuchara en el borde del plato, se bebió el vino y vertió lo que quedaba en la botella en su copa. Los criados llegaron con café. Les dijo que lo sirvieran en la terraza. Apuró el vino de un solo trago como si lo bebiera por obligación: condenado a muerte por envenenamiento. En la terraza forzó a Anne a tomarse una copita de oporto de otro siglo. Aquello ya no era beber por placer.
– Vamos a dar un paseo hasta el casino -dijo Wilshere después de un prolongado silencio en el que su cuerpo se convirtió en una fortificación impenetrable, tras la que su cerebro se había retirado a librar alguna batalla intestina-. Corre a ponerte tu mejor vestido de fiesta.
Anne se puso su único vestido de fiesta, uno de los de su madre de antes de la guerra. Miró por la ventana del baño a la terraza, donde Wilshere seguía inmóvil. Al cambiar de enfoque para verse en el cristal sintió que se abría una grieta de miedo. Recordó su adiestramiento -la charla sobre la necesaria entereza mental- y respiró hondo para controlar el pánico.
Bajó las escaleras con los zapatos en la mano, poco deseosa de otro encuentro con la espectral Mafalda. En la terraza se reunió con Wilshere, que contemplaba el muro de oscuridad que había al otro lado de los focos. Se levantó de la silla con una sacudida y la agarró por los hombros pero no con el tacto suave de su antiguo profesor de piano. Su aliento, un hedor amoníaco que habría descascarillado pintura, la hizo parpadear. El canal de separación de su desenfadado bigote se había cubierto de sudor. Tenía la boca a no más de unos centímetros de ella. El cuerpo de Anne sentía la necesidad de apartarse y en su estómago se agitaba un chillido. Wilshere la soltó. En los puntos que habían ocupado sus manos afloró la piel de gallina.
Atravesaron la cortina de luz y el césped hasta llegar al sendero empedrado que llevaba al fondo del jardín. La media Luna les alumbraba el camino. No muy lejos de la puerta se abría una desviación que llevaba a un cenador y una enramada formada en torno a unos cuantos pilares de piedra, que hacía las veces de refugio de frondas colgantes para un banco con vistas al mar. Parecía no ser utilizado, como si los habitantes de la casa no tuvieran necesidad de tal tranquilidad sino que prefiriesen lo implacable de los pasillos y salones oscuros de su habitat natural.
Cruzaron la calle bajo la espesa oscuridad de los pinos de la parte de atrás del casino, un edificio moderno vulgar que sabía que su atracción no era de orden arquitectónico. Se unieron a la corriente de personas de porte acaudalado que entraba: el frufrú del tafetán, el crepitar del nilón y el crujido de los fajos doblados de dinero recién impreso. Wilshere se dirigió directamente a la barra y pidió un whisky. Anne optó por un coñac con soda. Mientras Wilshere encendía un cigarrillo, un brazo carnoso le rodeó los hombros. Su cuerpo esbelto dio un respingo.
¡Wilshere! -dijo una expansiva voz estadounidense, sin mirarlo a él Pero con la cabeza al lado como si fueran a tocarse las mejillas. Una mano salió disparada hacia Anne-. Beecham Lazard.
– Tercero -matizó Wilshere, mientras apartaba el brazo del estadounidense con un encogimiento de hombros-. Te presento a la señorita Anne Ashworth.
Lazard era más alto y corpulento que Wilshere. También iba vestido de esmoquin, pero el suyo estaba lleno a reventar. Sería unos veinte años más joven que Wilshere, y su pelo moreno lucía a un lado una raya propia de una herramienta de precisión. Tenía una sonrisa inmaculada y un tono de piel absolutamente uniforme. Estaba revestido de una especie de perfección de museo de cera, tan fascinante como repelente.
– Tenemos que hablar -le dijo Lazard al lado de la cera de Wilshere.
El irlandés bajó la vista al pecho de su camisa como si estuviera encaramado a una elevada cornisa.
– Anne es la nueva invitada de mi casa -dijo-. Ha llegado hoy de Londres. Le estaba enseñando el maravilloso lugar donde vivimos.
– Claro -dijo Lazard, y soltó la mano de Anne, que había estado acariciando con un pulgar insidioso-. Es cuestión de fechas… unos segunditos, nada más.
Wilshere, molesto, se excusó y retrocedió hasta la entrada del bar, donde hablaron entre los empujones del caudal de clientes que entraba. Anne jugueteó con su cigarrillo y se sintió infantil con su traje. La haute couture parisina se había desplazado a Lisboa y la ropa de la gente que la rodeaba le hacía sentirse como si estuviera esperando a que sacaran las gominolas en un té. Fumó como maniobra de distracción y lanzó miradas a su alrededor para compensar. Hasta eso se demostró difícil. Su mirada ociosa y confiada se cruzaba fácilmente con ojos más fuertes y exigentes. Volvió bruscamente la cabeza hacia los espejos y cristales de la barra, que reflejaban una multiplicación de ojos, algunos ebrios, otros tristes, otros duros… pero todos exigentes.
– Americanos -dijo Wilshere, de vuelta a su lado-. No tienen ni idea del lugar ni la hora.
Se la llevó a una mesa y le presentó a cuatro mujeres y dos hombres. Los nombres extranjeros desfilaron a la carrera como una cacería estruendosa, todo títulos y linajes, fanfarria y heráldica. Hablaron con Wilshere en francés y a ella no le hicieron el más mínimo caso. Todo lo que necesitaban saber de Anne saltaba a la vista en su atuendo: alguna sirvienta que Wilshere se estaba camelando. El se separó de sus implorantes dedos enjoyados y nudosos e hizo una reverencia.
– Hay que hacerlo, me temo -le dijo a la mejilla de Anne-. Si haces un feo a las rumanas debes saber a lo que te expones. Unas chismosas de cuidado.
Se dirigieron a la caixa, donde Wilshere firmó un cheque por unas cuantas fichas, y entraron por las puertas batientes en la sala de juegos. El irlandés le dio a Anne dos dedos de fichas y fue directo a la mesa de bacarrá, donde tomó asiento junto a otro jugador encorvado y se sumió en una profunda concentración. Anne se colocó detrás, suspendida en capas de humo. Se repartieron cartas. Los jugadores levantaban las esquinas. A veces se plantaban, otras pedían carta y rara vez declaraban un natural. Resultaba tedioso a menos que se fuera uno de los jugadores de ojos como remachadoras, que agarraban el aire a puñados, siseando cuando perdían y desenroscándose, pero sólo por un segundo, cuando ganaban.
La transformación de Wilshere fue instantánea. Le abandonó todo vestigio de diversión o de hastío. Desde entonces su interés resultaba sólo calculable en porcentajes, su inteligencia reducida a una telepatía titubeante de palos numerados. Anne se entretuvo computando la ventaja de la banca en el juego y empezó a bostezar. El juego había absorbido todo el oxígeno del aire. Deambuló por la sala, ansiosa de apartarse de las espaldas mustias de los jugadores de bacarrá. No había miradas perdidas que se cruzaran con la suya, pues en ese lugar el dinero apremiaba más que la lujuria. La sala estaba en calma, pero chispeaba de emoción y tormento. Los metros de tapete verde y los acres de moqueta aportaban sigilo a la riqueza y acallaban cualquier repentino derrumbe de fondos.
Se sintió atraída por la ruleta. La ruleta era ruidosa, sobre todo si jugaba un estadounidense, y el traqueteo de la bola de marfil, que entonaba su propio fado, era una distracción casi dulce tras las insufribles cartas. Se unió a la multitud, se descubrió abrazada por ella, bienvenida, invitada a un cigarrillo, empujada y, en esas familiares apreturas de matadero, convencida de lo que había sabido desde el momento mismo en que las puertas se habían cerrado a sus espaldas. La estaban observando.