Habría sido bastante fácil volverse, asomarse por encima de las cabezas inclinadas que suplicaban al dios del tapete verde. Habría sido fácil descubrir la única otra cara de la sala ajena a los números, libre de la concentración de la avidez. Pero no podía hacerlo. La tensión se acumulaba en su cuello, empezaba a temblarle la cabeza. Un brazo se enroscó en torno a su hombro y la atrajo a una camisa húmeda.
– Una dama para la buena suerte -rugió el estadounidense-. Vamos. Que suene ese veintiocho.
El americano la agarró más fuerte. El crupier dio por terminadas las apuestas, echó a rodar la ruleta y puso la bola en movimiento. Las chicas chillaron. La bola siguió su traqueteo. Anne fue atenazada contra el pecho del estadounidense, más fuerte. Despedía un olor penetrante como a carne asada. La bola tonteó -remilgada, seductora, coqueta-, entrando y saliendo del cauce, saltando sobre las separaciones de latón entre los números.
La cabeza de Anne ya casi estaba enterrada en el pecho del hombre, tal era su determinación, y en el límite de su visión, apartado de la muchedumbre, bajo la luz, apareció la correa de músculo del cuello, la mandíbula prominente, la mejilla hueca del que sabía que la estaba observando.
El observador bajó la cabeza. Los pómulos altos bajo los ojos azules, la boca vulnerable, la barbilla marcada, la garganta como un puñito enmarcado por el cuello estirado. Ver los ojos complicaba las cosas. Resultaba imposible entender el motivo, traducir fielmente la mirada. A Anne se le cerró la garganta; el cuello le picaba de calor. Devolvió con esfuerzo los ojos a la mesa, pero no a los cuadrados y los números, no a los rombos negros y rojos sino al fieltro verde y suave que daba paz a la mente. Su cabeza volvió a alzarse, sacudida por un resorte nervioso. Todavía allí. Su propósito cercano como el trueno. Se oyó un rugido.
– Vingthuit -anunció el crupier.
El estadounidense atizó un puñetazo a la barriga del humo que los sobrevolaba, con un puro en la comisura de la boca. Anne, libre de su agarrón, cayó hacia delante y vio a otra chica al otro lado que seguía atrapada en el abrazo del hombre, diminuta, del tamaño de un tordo, con los pechos puntiagudos y un pico aguzado. El americano besó al pajarillo en la cabeza. El crupier recogió con el rastrillo las fichas muertas y dejó la apuesta del estadounidense. Hizo sus cálculos y le acercó un horizonte neoyorquino de fichas. Anne salió marcha atrás de entre la multitud, dio una calada a su cigarrillo y se dirigió a las mesas de bacarrá. Tenía que concentrarse para caminar, como si tuviera las piernas y los pies de otra persona, capaces de salir corriendo por su propia voluntad.
La espalda de Wilshere seguía cernida sobre la mesa de bacarrá, pero ahora tenía a Beecham Lazard sentado al lado. Se mantuvo alejada de su órbita. El crupier preparaba nuevos mazos de cartas de espaldas a los dos hombres. El estadounidense miró a la izquierda y le pasó una pila de fichas de alto valor a Wilshere, cuyos hombros se expandieron por un momento antes de volver a hundirse.
Anne tenía que salir de la sala, alejarse del silencio sofocante del dinero, la feroz adicción de los jugadores, lejos de esos ojos azules. Se encaminó hacia las puertas batientes acolchadas. La salida del manicomio. Oyó música en el Wonderbar y se dirigió hacia él. Se ocultó en la oscuridad, lejos de la pista de baile iluminada, y fumó el cigarrillo hasta las uñas.
– Me sorprende verte sola de juerga en tu primera noche -dijo una voz por debajo de ella.
El batería de la banda se lucró con redoble y lo remató con los platillos. Jim Wallis estaba sentado a una mesa unos pasos a su izquierda, con una silla libre a su lado. Al otro lado de la pista de baile, la cara de la sala de juegos apareció en el límite de la luz, se volvió y se sumió de nuevo en la penumbra. Anne aceptó el cigarrillo que le ofrecía Wallis y bebió un poco de su whisky con soda, que le arañó la garganta. Se le inundaron las mejillas de sangre.
– Parece que ya me siguen -dijo por encima de la música.
– No me sorprende -replicó Wallis, casi triste.
– Creía que se suponía que nadie sabía quién soy.
– Pero quieren saberlo -dijo él, y se inclinó hacia ella con el mechero.
– No te entiendo.
– Eres guapa -explicó él, y la llama osciló ante su cara-. Así de sencillo.
– Jim -dijo ella, en tono de advertencia.
– Tú lo has preguntado.
– ¿Qué haces tú aquí?
– Espero y observo -respondió él-. ¿Quieres bailar… para pasar el rato?
– ¿No estás con una chica?
– Le gusta la ruleta -respondió Wallis, con las manos extendidas y abiertas para ejemplificar sus medios escasos.
Llevó a Anne a la pista de baile. La música empezó lenta. Bailaron agarrados pero sin perder las formas. Anne le habló del cenador y la enramada cubierta, que resultarían un buen lugar para dejar los mensajes secretos. Al día siguiente miraría. El director de la banda anunció una pieza de baile y las parejas se multiplicaron en la pista.
Anne bailó durante media hora y entró en el tocador cuando la banda se tomó un descanso. Al llegar otra vez al bar, Wilshere esperaba a solas de espaldas a ella, con un pie sobre el raíl de latón y el codo hacia afuera que revelaba que seguía bebiendo. Le dijo que quería irse a la cama. El acabó la copa con pocos miramientos y le tendió el brazo; Anne lo cogió y salieron a la noche, que no había refrescado.
– Estas noches… -dijo Wilshere, entre jadeos, pero sin añadir nada más, harto de ellas, saltaba a la vista.
Wilshere aminoró el paso a medida que llegaban a los pinos cercanos a la entrada del jardín. Al principio Anne pensó que se veía incapaz de volver a casa, porque volvía a despedir ese olor, que no era miedo pero se le parecía. El irlandés le soltó el brazo y se abrazó a su cuello. Siguieron adelante, él apoyado en ella.
La luna teñía de azul la penumbra del jardín, y Wilshere tropezaba y arrancaba las gruesas hojas de los setos. Sollozó desde tales profundidades que el resultado fue una arcada, como si tratara de arrojar algo que llevara dentro, algún horror que le atormentaba las entrañas. Se abrazó a ella con más fuerza. Los bordes agudos de su chaqueta llena de fichas del casino se clavaban en las costillas de Anne. Los tacones le resbalaban sobre los cantos irregulares de los escalones empedrados. Se escoraron hasta apartarse del sendero, chocar contra el seto y aterrizar, uno encima del otro, sobre la blanda tierra del otro lado. Wilshere se quedó boca arriba. Tenía la cara flaccida y la respiración regular. Anne se zafó de su abrazo dormido y se sorprendió ante el sonido de algún animal, grande y ruidoso, que se acercaba por la maleza. Una pechera blanca revoloteó; unos puños de camisa descendieron hacia el comatoso Wilshere.
– Va a tener que ayudarme -dijo la voz en un inglés tranquilo y con acento.
Anne ayudó al extraño a cargar a Wilshere al hombro, entre una cascada de fichas. El recién llegado atravesó el seto marcha atrás y emprendió un trote regular por el jardín. Las luces de dentro y fuera de la casa estaban apagadas. Entraron por la cristalera de la terraza.
– ¿Dónde duerme?
– No… Creo… Déjelo aquí mismo -dijo ella.
El extrañó entró de lado en el salón, dejó caer a Wilshere en el primer sofá y le quitó los zapatos. El irlandés se peleó consigo mismo y se calló. Anne abrió las persianas que los criados habían cerrado para evitar la entrada de la luz de la mañana. Cuando se dio la vuelta el extraño ya había desaparecido. Al volver junto la ventana lo divisó cruzando el jardín bajo la luz de la luna con el paso tranquilo de un sereno. Se volvió en el punto más alto del sendero para mirar atrás, con la cara en penumbra. Bajó los escalones al trote y sus suelas de cuero resonaron sobre las losas hasta que se hizo el silencio.
10
Domingo, 16 de julio de 1944, casa de Wilshere, Estoril, cerca de Lisboa.