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El calor de la mañana encontró a Anne en la cama, la grieta de luz que cruzaba el pie del lecho le calentaba los tobillos. Los sucesos de la noche anterior desfilaron a rastras por su cabeza y comprendió lo rápido que podían complicarse las vidas de los adultos -una compresión en el tiempo de pensamiento y acción, de demasiados acontecimientos en un espacio reducido, de necesidad y codicia diarias, triunfo y decepción- y lo interminablemente lenta que era la vida de un niño, lo largos que eran antes los veranos vacíos de todo. Su mente trabajaba en ciclos, giraba para terminar fija en la misma imagen única que la había perturbado más incluso que el comportamiento de Wilshere: el rostro del hombre, su mirada, intensa y cargada de intención, también inescrutable, ¿amenazadora o benévola?

Revivió la noche hasta llegar a la escena final del casino. Cuando recogió a Wilshere de la barra Jim Wallis estaba sentado a su mesa con una chica. Se trataba del tordo que viera bajo el brazo del jugador de ruleta. Era guapa, al estilo de una muñeca de porcelana, si una cara tan poco expresiva podía resultar atractiva. Era un rostro severo que prometía pero nunca otorgaba. La cordialidad de Wallis podía despedazarse contra ese rostro.

Su vestido, colgado del respaldo de la silla, estaba sucio. Recordó la catástrofe en los arbustos. El modo en que Wilshere avanzaba a brazo partido hacia la inconsciencia, desesperado por dejar de vivir con lo que fuera que tenía en la cabeza. Se puso algo de ropa y bajó descalza y corriendo por las escaleras. Ni rastro de Wilshere en el silencioso salón donde las motas de polvo se balanceaban en el resquicio de luz que entraba por la única persiana entreabierta.

Salió corriendo de la casa, cruzó el jardín, caliente y rugoso bajo sus Pies descalzos, hasta llegar al sendero empedrado y descender hasta los arbustos, que atravesó como pudo para descubrir que habían rastrillado el suelo. Los nítidos surcos bullían de hormigas. Tanteó el terreno con los pies y los dedos y encontró una ficha de casino del valor máximo: cinco mil escudos, cincuenta libras. Cruzó el sendero para mirar en el cenador y la enramada sostenida sobre pilares, cuyos travesaños de madera estaban cubiertos de pasionarias que sobrevolaban con sus tropicales discos violetas y blancos el banco de piedra. Dejó la ficha de casino sobre el pilar de la izquierda para poner a prueba su punto de intercambio de mensajes.

Cuando remontó el camino hacia la casa el sol ya le achicharraba los hombros. Echó a correr por el jardín y la terraza vacía hasta atravesar la cristalera, donde Wilshere la cogió por los brazos tan de repente que por un momento sus pies siguieron caminando en el aire. Él le frotó los hombros con los pulgares y le deslizó los dedos por los brazos hasta separarlos a la altura del codo; ella se estremeció.

– A Mafalda no le gusta que se corra en la casa -dijo, como si fuera una regla que se acabara de inventar.

Iba vestido como la primera vez que lo había visto, con ropas de montar, y si lo que esperaba era ver a un hombre descompuesto por la resaca, se llevó una decepción. Estaba fresco, quizá de un modo que había precisado algo de trabajo -lavado, hervor, almidonado y planchado-, pero no era el hombre que la noche anterior había tratado de entrar en hibernación.

– ¿Te apetece montar? -preguntó.

– No parece que se refiera a un paseo en burro por la playa.

– No señor.

– Pues bien, eso viene a ser la cúspide de mi carrera como amazona.

– Ya veo -dijo él, mientras curvaba las puntas de su bigote hacia arriba con los dedos-. Algo es algo, supongo. Al menos ya has estado a grupas de un animal con anterioridad.

– No tengo ropa… ni botas.

– La criada te ha dejado unas cuantas cosas encima de la cama. Pruébatelas. Deberían sentarte bien.

Al volver a la habitación vio que se habían llevado el vestido sucio y que sobre la cama tenía pantalones de montar, calcetines, camisa y chaqueta, y unas botas en el suelo. Todo le sentaba bien, aunque los pantalones le quedaban un poco cortos. Se vistió y se abrochó la camisa mientras miraba por la ventana y pensaba que esa ropa no era de Mafalda. Pertenecía a una mujer joven. Wilshere daba zancadas por el sendero del jardín y se azotaba la bota con su fusta.

Se volvió, consciente de no estar sola en la habitación. Mafalda estaba plantada en el umbral del baño, llevaba el pelo suelto y vestía de nuevo el camisón, y con cara de estupefacción estudiaba cada centímetro de Anne como si la conociera y no pudiera creerse que tuviera la desvergüenza de reaparecer en su casa.

– Soy Anne, la chica inglesa, dona Mafalda -dijo-. Nos conocimos anoche…

Sus palabras no rompieron el hechizo. Mafalda echó atrás la cabeza, incrédula, y después se alejó, mientras el camisón de algodón le envolvía los muslos al estirar el dobladillo a su máxima extensión con las zancadas de sus pantuflas. El suelo del pasillo crujió cuando desapareció entre un sonido de velas izadas. Anne se puso las botas, agobiada por un peso oscuro. Si Sutherland pensaba que Cardew había logrado ubicarla en esa casa sin que Wilshere lo hubiera premeditado, se equivocaba.

Wilshere, que la esperaba en el vestíbulo, asintió en señal de aprobación cuando la vio bajar, fumando, por las escaleras.

– Clavada -comentó de camino al coche, un Bentley descapotable abrillantado hasta parecer nuevo.

– ¿De quién es?

– De una amiga de Mafalda.

– Ha parecido que le sorprendía ver que la llevaba.

– ¿Te ha visto?

– Estaba en mi baño.

– ¿Mafalda? -preguntó él, despreocupado-. Es muy estricta con la limpieza. Siempre va detrás de las doncellas. Créeme, no te gustaría servir aquí.

– Parecía que me tomaba por otra persona -insistió Anne.

– No se me ocurre quién -replicó él, torciendo la boca hacia un lado al sonreír-. No te pareces a nadie… que conozcamos.

Fueron en coche hasta la costa, tomaron la nueva carretera Marginal hacia la derecha y llegaron a Cascáis. Anne miraba al frente y pensaba en gambitos de apertura que pudieran abrir brecha en el resplandeciente y resbaladizo caparazón de Wilshere. No se le ocurrió ninguno. Bordearon el puerto, dejaron atrás el bloque del viejo fuerte y siguieron rumbo al oeste. El mar, más rizado que el día anterior, chocaba contra los acantilados bajos y elevaba por los agujeros de las rocas torres de rocío salino, que la brisa ligera transportaba hasta la carretera, donde cosquilleaban sobre la piel.

– Boca do Inferno -dijo Wilshere, casi para sus adentros-. La Boca del Infierno. Yo no me lo imagino así, ¿y tú?

– Sólo veo el infierno tal como las monjas me enseñaron a verlo.

– Bueno, todavía eres joven, Anne.

– ¿Cómo lo ve usted?

– El infierno es un sitio silencioso, no… -Se detuvo, volvió a cambiar de postura-. Sé que es domingo pero mejor cambiamos de tema, ¿vale? El infierno no es mi…

Lo dejó en el aire y pisó el acelerador. La carretera se abría paso entre un grupo de pinos y proseguía paralela a la costa hasta Guincho. Allí el viento soplaba más fuerte e inundaba la calzada de ondulaciones que baqueteaban la suspensión.

Apareció la joroba de Serra da Sintra, con el faro en la punta. La carretera subía, serpenteaba y volvía a su curso; en lo alto una lúgubre capilla y una fortificación, sobre un pico azotado por el viento y desnudo de vegetación, contemplaban la costa veteada de espuma, ya muy por debajo, perdiéndose en el Atlántico.

En su punto más alto la carretera viraba hacia el norte y se adentraba en un espeso banco de nubes. El vapor se condensaba en sus rostros y cabello. La luz descendió a un gris otoñal, preñado de añoranza y melancolía.

En la aldea de Pé da Serra, Wilshere torció a la derecha, remontó una abrupta cuesta y en la primera curva se detuvo frente a una cancela de madera flanqueada por dos grandes urnas de terracota. Les abrió un criado y entraron en un patio de grava, donde habían guiado a las enredaderas para que formaran un dosel verde sobre una arcada en ángulo recto. Las piedras estaban llenas de montones de estiércol, y había un Citroën aparcado con el morro bajo uno de los arcos.